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‘Paralajes’, por Roberto Fratini

‘Paralajes’, por Roberto Fratini

Billones de estrellas, granos de arena, litros de agua en el océano

(Philip Glass, Bob Wilson, monólogo final de Einstein on the Beach)

Quienes no estamos directamente implicadas
en el debate sobre Big Bang
sólo podemos suponer que el universo
es abierto los miércoles, viernes y domingos
y cerrado los jueves, sábados y lunes.
El martes se canta a coro.

(Virginia Trimble, astrónoma)

Lucinda Childs es un antídoto a muchas cosas: verbigracia a la casquivana obsesión cultural de exigirle al arte misiones redentoras, tareas de ilustración y prestaciones terapéuticas. En este aspecto, la obra de Childs rescata los alegatos conceptuales de Robert Morris sobre la gratuidad, el autismo congénito de la creación. Lucinda Childs es también un antídoto a la chabacanería rediviva del Gran Formato, invariablemente orgiástico, boyante y sudadete, que agasaja el sensacionalismo de público y programadores; antídoto, finalmente, a la vulgaridad que nos sumerge, a los hechizos del precepto y a las facturaciones del concepto. Childs no es ni sacerdotal, ni ritual, ni profesoral. No es ni siquiera “actual” – pocas cosas son bulímicas como nuestro atracón de actualidades -. Y no habiendo sido nunca lo que se dice “actual”, su trabajo ha tenido el buen gusto de no envejecer. No la concierne el espiritismo tendero del revival. No la veréis menearse en la misa negra del evento. Las constelaciones son grafos silenciosos y resplandecientes: y esta no hará excepción. Elegante como las leyes físicas, los principios matemáticos, los modelos astronómicos, Childs nos ha enseñado, sin pretender en ningún momento aleccionarnos, a sopesar la diferencia entre coreografiar una danza, y coreografiar la Danza; pensándola como un teorema infinito, de los que nunca se demuestran porque, siempre y sólo, se muestran. Asumiendo que la danza fuera una aporía abrumadora, no es de extrañar que Childs decidiera titular precisamente Dance, en 1979, la pieza que iba a convertirse en la más paradigmática de su catálogo: esa media hora y pico de danza, que sería al imaginario del minimalismo coreográfico lo que Café Müller al imaginario del Tanztheater.

Los santorales sobre Judson Church y sus apóstoles quieren persuadirse y persuadirnos de que el título Dance fuera un understatement, en línea con el estilo fraseológico – entre cool y remilgado – de la que había sido la Postmodern Dance “canónica”; que Childs rechazara títulos más connotativos para no comprometerse con ningún tema, limitándose “por defecto” a llamar danza una coreografía abstracta, simplemente emancipada de toda deuda con la narración. Seguramente fuera también eso. Me gusta creer, sin embargo, que la elección del título fuera, en este caso, más impudente que prudente; que Childs no aspirara a presentar un meta-ballet al uso (una danza sobre la danza – de las que se agolpan en las temporadas millennials -), sino algo más drástico: un discurrirse de la danza sin ni cursos discursos – sin opiniones, tesis, explicaciones, predicaciones -; danza sin más – y sin artículo. Más o menos como el Ser de la metafísica de cajón. Childs bebió del sarcasmo tautológico de Samuel Beckett, quien tituló Film su único cortometraje, en 1964; o de la ironía recursiva y pionera de Gertrude Stein. Repitan conmigo “danza es danza es danza es danza”. Vertebrada por una pasión numérica tan intensa que recuerda, en ocasiones, un pasatiempo cabalístico, la pieza de 1979 plasmó la danza como un continente de signos, o un “horizonte de sucesos”, que obligara todo discurso a subsumirse automáticamente en visión; que obligara todo texto a precipitarse en textura. En Dance, con tal de no hablar ni reflexionar sobre sí, con tal de no contarse como cuento, la danza sólo habla consigo misma, se refleja solamente en sí sola; recontándose y recalculándose, sólo cuenta consigo. Childs es de quienes (como Merce Cunningham, como William Forsythe) han acuñado con más atrevimiento la convicción de que danzar fuera una modalidad vertiginosa del pensarse; y de que esta labor – pensarse – fuera demasiado intensa como para agraviar el pensamiento con objetos que no fueran la danza.

Antes de adscribirse al léxico de la arquitectura, la palabra templum, en la antigüedad, designó el rectángulo despejado de cielo en el que los augures y adivinos acordaban fijarse a la hora de formular predicciones. Sólo interpretarían como “signos” las trayectorias de las aves que cruzaran ese marco imaginario de espacio aéreo. Con-templar significaba sumergirse con la mirada en un espacio sin connotaciones, donde sólo la existencia de un límite observacional permitía leer como “patrones significantes” las geometrías aparentemente accidentales de los eventos observados. Cuando Childs se dispuso a firmar la primera coreografía de larga duración destinada a un escenario de tipo tradicional, era consciente de que, con su implacable marco de visión, la escena italiana representaba todo cuanto la filosofía de Judson Church había intentado desechar (diseminando si acaso la danza en mil espacios alternativos, mil coyunturas inmersivas). El retorno a la frontalidad no admitía descuentos conceptuales, ni squints formales. No se trataba de superar el problema, sino de convertirlo en una aseveración. En 1979 – año de estreno de Dance – Trisha Brown, también de vuelta a la escena, ofrecía una respuesta muy personal al “dilema del marco”, en Glacial Decoy.  Childs, por su parte, dejó que el límite visual, el acotamiento del aforo canónico le brindara la libertad de reproducir, en un teatro al uso, los protocolos intemporales de la contemplación.

Dance recuerda la sublime esterilidad del campo óptico suspendido – exento de “reflexiones”, pero grávido de reflejos – que habita el vacío entre dos espejos. Un intervalo, un diastema puro, donde la danza danzada despliega con y entre sus dobles, físicos y retinianos (los snapshots en 35 mm. De Sol LeWitt) una constelación de autorreferencias, simetrías, recurrencias; una sinfonía de ritournelles – en palabras de Corinne Rondeau – . Aquí no hay más “escenografía” que el campo de lo visible: la imagen del espacio se torna espacio de imagen para dinamitar todas las seguridades de la frontalidad, y al mismo tiempo reformular la distancia en términos “estelares”, como la contemplación de un remoto y total “alrededor”. Es la paradoja de inmersión y contemplación que LeWitt había redescubierto en el fresco y en el mural. El resultado es una visión dinamizada por las mil difracciones del punto de vista. Y es una redefinición radical (por acotamiento y a la vez expansión) de todo el espectro de lo observable: una danza de la mirada dentro y alrededor de la danza literal. Para que la veamos – y para que se vea a sí misma – como un adivino observaría su rectángulo de nada. Para que veamos, en suma, si y cómo deviene y permuta eso que, en esencia, sólo es devenir o permutación, y que sólo deviene de sí mismo a sí mismo – danza -. Susan Sontag resumió brillantemente esta vocación holística: “Childs, por temperamento, unifica; su estética rechaza el eclecticismo, lo disyunto”. De los minimalismos en ciernes Oskar Schlemmer, ya en 1926, había escrito: “La matemática es religión porque es lo extremo, todo cuanto hay de más sutil y dulce.”

De aquí que la labor dinámica de Childs consista invariablemente en demuscularizar, descontraer y a veces desacentuar el esfuerzo de la danza: el diagrama del movimiento debe adquirir la ligereza de un fenómeno lineal; el cuerpo danzante debe parecerse en algo a aquellos “cuerpos celestes” que surcaban el éter de las viejas cosmologías (donde toda cinética es contemplación; y toda contemplación es cinética); deben “hacer que el espacio se mueva en el espacio”, como dijo Sol LeWitt.  La geometría del campo de visión sólo admite, si acaso, los fantasmas y transfiguraciones que Sontag creyó vislumbrar en el trabajo de Childs.

Plasmar con pulcritud maniática las sincronías y los desfases entre la acción y su doble óptico significa capturar la convergencia impensable entre datos temporales y datos espaciales: para Childs no se trata sólo de procurar que el tiempo se despliegue como espacio (que es el catecismo de mucha coreografía), sino de obtener que ambos aparezcan como absolutamente “relativos” en sí y entre sí, siendo contemporáneamente del todo relativos a la dimensión óptica que hace visible su intrincación recíproca: toca a la retina, en última instancia, captar y establecer la sustancia huidiza de todas las relaciones. Somos, los espectadores, el último eslabón de una cadena de contemplaciones. Dance es lo que ocurre en los ojos de quienes miramos Dance.

Este discreto giro “copernicano” de la coreografía lo protagonizó Childs después de años de incertidumbre, hacia finales de los 70, cuando efectuó una metátesis o transvaloración radical de los principios y procedimientos que había absorbido en el paso por Judson Church. Copernicana fue la voluntad de aplicar a la danza un sosiego cosmológico; de reconducir el culto a la abstracción en los cauces de la matemática; de traducir en constantes sencillas el problema del espacio y del tiempo, la sorprendente relatividad de todos los eventos de un “campo eventual” llamado danza; de tratar finalmente esa “eventualidad” del medio con los medios inductivos del rigor experimental, procediendo por hipótesis, modelos, maquetas dinámicas, procesamientos.

De pronto, volvían a tener elocuencia las fantasiosas teorías que, en los primeros escritos coreológicos de la edad moderna (de Domenico da Piacenza a Menestrier), asociaban el origen de la danza a la observación del firmamento; y al estupor ante la recurrencia, belleza y precisión de los acaecimientos siderales. Ver ciertos trabajos de Childs (Katema, 1978; Dance, 1979; Underwater, 2002; Songs from Before, 2009; Kilar, 2013, entre otras) consuela como vislumbrar, en una noche serena, la rendición enigmática de la geometría euclídea (terrenal, intuitiva, microcósmica) a todas las curvaturas que la sacan de gozne, que la enrollan sobre sí misma. Piensa uno irresistiblemente en esa “ciudad invisible” descrita por Italo Calvino, Tecla, reconstruida a diario por arquitectos solertes que trabajan sin planos, y que cada noche, sentados bajo las estrellas, se las muestran del dedo afirmando “Ese es el proyecto”.

No es de extrañar, entonces, que la nueva manera de Childs se consagrara en los míticos Knee Plays coreografiados para la descomunal anti-ópera de Bob Wilson y Philip Glass de 1976, cuyo título, Einstein on the Beach (guiño de ojo a un célebre retrato fotográfico del científico), rendía homenaje a un nuevo modo, entre irónico y ascético, de imaginar las paradojas del tiempo; a una cosmovisión finalmente emancipada de las apariencias y contingencias del mundo fenoménico. Mucho antes de que el movimiento conceptual alardeara de utilizar la danza para exponer teoremas más o menos ocurrentes, Childs sintió que la solución para rebasar la literalidad de la danza danzada no podía ser la transformación de toda la coreografía en un remedo de discurso. Se trataba, si acaso, de reformular la mismísima danza en términos indexales y pre-discursivos, desvinculándola no tan sólo de toda narración o argumentación, sino también de toda figuración. El universo relativista no es menos real que el universo fenoménico; es sólo menos representable. Por eso, no hay que ceder a la tentación de ilustrarlo. Se puede pensarlo en ecuaciones; o dejarlo acontecer: hacer de la danza un evento sin acciones.

En la década anterior el hecho de “relativizar” la danza – y reconducirla hacia la tierra – había significado generalmente purgarla a golpes de referentes (sociológicos, ideológicos, filosóficos). La Postmodern Dance de los 60 se había cocinado en los fervores políticos de la naciente Contestación. Formas análogas de relativismo materialista – un febril anhelo de abdicación del lenguaje – volverían, en los 80, a fomentar la brusca reductio ad humanum de los Tanztheatern de toda clase. Y en los 90, a más de treinta años de la epopeya del Judson Dance Theater, todo un sector penitencial de la coreología universitaria seguiría jaleando el proyecto resentido y formidablemente anacrónico de “agotar la danza”. Childs no perteneció a esta crónica de impotencias políticas y consuelos agoreros.

Ante la consigna generacional de pasear la danza las aceras del presente, hizo lo más inesperado: la alejó del mundo y de sus contingencias; le aplicó el enfoque telescópico de una abstracción sin descuentos. Optando por ser radicalmente superficial (y asumiendo las reprobaciones del caso) supo reconocer que, en las últimas lindes de nuestra experiencia óptica del mundo, lo que aparenta ser superficie (por ejemplo el firmamento que nos rodea) es en realidad un abismo; y no tenemos más que la mirada para deducir su profundidad, sus flexiones, porque nada es tan inasible, tan inconocible “en sí”. La danza es un misterio espaciotemporal del mismo tipo. Es obvio que a una pregunta tan abierta, tan inagotable, cobre prestigio la tentación de buscar respuestas fuera de la danza.  Childs prefirió sistematizar la duda, y mantener la danza en sí, asumiendo que el fenómeno llamado danza no fuera más, a su vez, que la forma de su propio suspense, de su propia indefinición, y de su terminante ausencia de respuestas: “Si pudiera decir qué es la danza, no tendría razones de seguir haciéndola”, declararía.

Y eso que, precisamente en Judson Church, entre 1963 y 1966, Childs había realizado la belleza de 13 trabajos, incluyendo su debut absoluto (Untitled Trio, 1968) y las tres obras que figuran en este programa como Judson Works (Pastime, 1963; Carnation, 1964; Museum Piece, 1965). Un aprendizaje todo menos anecdótico, si se considera que las performances en cuestión terminarían conformando un precedente insoslayable en concepto de “coreografía de mesa”: una manera de entender la composición desde las patologías de la semántica, la baja cocina de la operatividad y las reducciones bruscas de escala (un camino que volverían a emprender con resultados asombros, entre otras, La Ribot, Olga Mesa, Juan Domínguez, Eva Meyer-Keller).

Si es oportuno desvincular Lucinda Childs de las mitologías y hagiografías judsoniana, es porque en los años calientes de la Contestación, mientras los gurús Postmodern estudiaban mil maneras de enlatar el fantasma de la libertad, Childs vivió, por su propia admisión, un período de perplejidad y desencanto. El retorno a la composición, Calico Mingling (1973), ya era un manifiesto del método, genial y acompasado, que iluminaría todo su trabajo posterior.  El minimalismo, que muchos confunden con la austeridad, la pobreza – en ocasiones la miseria – del resultado, se define en realidad por la reducción drástica de los recursos: la sencillez de un principio (su elegancia, en la jerga de las ciencias exactas) se mide a su capacidad de reunir, superándola, la apabullante pluralidad de los principios que lo han precedido: una ley sencilla da cuenta de una tremenda amplitud de fenómenos, de un espectro caso infinito de fluctuaciones: su simplicidad no es ningún atestado de pobreza.

Por eso, sería frívolo afirmar que Childs diera cabalmente la espalda a las utopías de Judson: más bien las convirtió (superándolas, subsumiéndolas) en problemas topológicos. Trabajar la modulación y la iteración como un modo de reorganizar y procesar unidades fue su respuesta metódica a la fuerte experiencia de “desagregación” (y disgregación) que había seguido la derrota de las esperanzas contestatarias. Ser abstracta fue su manera no ya de distanciarse de la política, sino de distanciarla. Intuyó que, cuando la promesa de progreso real se ve postergada, es menester repetir: lo que reinicia no adviene, pero deviene.   La respuesta a los déficits de programación, a la trágica y enternecedora falta de cálculo del Movimiento, fue reorganizar matemáticamente nuevos modelos concertantes de harmonía, reciprocidad y analogía, cuyas leyes anidaban a la vez muy lejos y condenadamente aquí, en geometrías y eventos de naturaleza menos que simplemente concreta y más que simplemente fenoménica: en órdenes de abstracción casi inhumanos, por un lado; en el hecho humano-demasiado-humano de danzar, por otro. Un poco como la física, que sólo intenta explicar lo inimaginablemente grande hurgando en lo infinitamente pequeño.

Childs volvió viable la hipótesis de procesar la danza por códigos numérico de puntos, líneas e intervalos: era el idiolecto de la física teórica, de la teoría de grafos; era también, en palabras de Rosalind Krauss, el código del naciente fiber art: de toda aquella rama de creación feminista que socavaba el tic ortogonal de la abstracción tradicional (propia de un vanguardismo enteramente masculino, apasionado de cubos, cuadrículas y ejes), con la destreza textil de los procedimientos curvilíneos y flexuosos; que oponía al racionalismo del pensamiento abstracto una inteligencia pragmática y aplicativa, acostumbrada a la paciencia de repetir y modular. Esa inteligencia había vertebrado, en occidente, una aventura de la forma exquisitamente femenina: el bordado que desanda, tergiversa, anuda y revoca los ángulos rectos, la binariedad de la parrilla, arquitectónica, urbanística, mental sexual.

Desde Calico Mingling (el calicó o percal es el tejido de algodón más escueto), el minimalismo posibilitó la incursión, en coreografía, de todos estos magisterios textiles: una historia secreta y matriarcal de flexiones, desvíos y fuerzas diagonales, que Lucinda Childs dejaría en herencia a artistas aparentemente alejadísimas, como Maguy Marin y María Ribot. Representando por ejemplo con una diagonal danzada, en Katema, la sinergia de dimensiones tan proverbialmente ortogonales e “incidentes” como el tiempo y el espacio, Childs afirmaría implícitamente que diagonal por excelencia (eso mismo que Wassily Kandinsky describió como “línea recta libre”) es la forma del tiempo vivido y del espacio estirado, “saboreado”. Su proverbial “insistencia” la convertiría en una coreógrafa de la metis: el saber circunstancial, nocturno y adaptativo que, según la antigua mitología, facilitaba a los débiles una chance de prevalecer con recursos otros, y con una forma más sinuosa de inteligencia, sobre los fuertes. Esto pretendía Childs cuando, a quienes la acusaban de ”hacer siempre lo mismo”, contestó “Hágalo durante cincuenta años, y verá Usted.”

¿Qué más da que la paciencia y redundancia del procedimiento, el reseteo obstinado del algoritmo, convirtiesen todo el arte en decoración? La vía femenina a la abstracción como máquina de guerra, método de resistencia y estrategia objetiva de proliferación de los signos, está constelada de metáforas “florales” – de Trillium (1962) de Trisha Brown, a Carnation (1964) de Lucinda Childs, de Rosas danst Rosas (1983) de Anne Teresa De Keersmaeker, a Corol·la (1992) y  Tèrbola (1998) de Àngels Margarit.

Asimismo, no puede dudarse que la serialidad, el loop y la modulación, en las piezas maduras de Childs, fuera una manera de apropiarse y de resignificar las estrategias pedestres de repetición y de acumulación que habían marcado la investigación de Judson Church. Un análogo anhelo de reciclaje impulsaría el colectivo Grand Union (1970-1976) a incluir en Continuous Project Altered Daily las reiteraciones didácticas propias del trabajo de ensayo. La diferencia es que, a Childs, la repetición se antojó más que nada como un medio adecuado y sencillo no tan sólo de enseñar líneas a través de un cuerpo en movimiento, sino también de obtener que las líneas despuntaran por encima de los cuerpos que estuvieran produciéndolas, y que adquiriesen una pregnancia temporal. Vista y vivida, la danza terminaba pareciéndose a una especie de grafía cinestésica, que era como exactamente la había descrito Paul Klee en 1920, al definir el dibujo como una fosilización del gesto.

De su aprendizaje Postmodern, Childs retuvo el principio de que el gesto más concreto, más pedestre de todos, es también el más potencialmente conceptual. Es suficiente pensar, entre otros, en Trio A (1966) de Yvonne Rainer; en Satysfing Lover (1967) de Trisha Brown; en Man Walking down the Side of a Building (1970) de Trisha Brown.  Ahora bien, si muchos judsonianos asumieron la acción de andar como la vía genuinamente americana a la contemplación (al menos desde Walking de 1851, mítico alegato de Henry David Thoreau), cargándola de promesas e implicaciones políticas, eróticas y poéticas, Childs interpretó la misma acción como la más técnicamente repetitiva, la más modular, y por ende la que mejor se prestaba a conformar un gesto “topográfico”, de aprehensión y agrimensura del espacio: la mejor manera de someter las trayectorias a un patrón expresable. Es un poco lo que hacemos naturalmente quienes practicamos al TOC de medir sigilosamente, en pasos uniformes, los tramos de pavimentación entre las líneas divisorias de las baldosas.

Todo el vocabulario cinético de trabajos como Dance y Katema está deducido de micro-topologías lineales y dinámicas (jeté, salto, media vuelta, giro completo) de una unidad constituida por el paso raso: las que un niño descubriría por exasperación al tener que recorrer muchas veces la misma trayectoria.  La idea de que pudiera derivarse una fraseología completa de este paradigma “infantil” de modulación se convertiría en el punto de partida (y en el falso candor) de Anne Teresa de Keersmaeker a comienzos de los 80 (Fase – Four Movements to the Music of Steve Reich).    Fue también, a su manera, el embrión operacional de Calico Mingling, como puede fácilmente deducirse de la película de Babette Mangolte: procesar y agotar en cuatro cuadriláteros de una plaza de la Fordham University un mismo patrón diagráfico y reversible de 6 pasos, modulándolo todo el tiempo en aberraciones semicirculares y cambios de dirección.

Es cierto que la utopía de Judson Church había sido de revocar o reencantar la trama y urdimbre de las metrópolis modernas (obvia como un patrón de calico), de tergiversar y poetizar las topografías impuestas. Pero Childs fue la única capaz de reducir ese cometido socio-poético a una operación de desarmante claridad. Casi sin querer, mientras dicta una clase magistral de composición abstracta,  Calico Mingling brinda una metáfora conspicua de la intriga dinámica que conforma la vitalidad de cualquier ciudad: un enjambre de coreografías yuxtapuestas – diría Manuel Delgado – que está buscando en todo momento su patrón emergente, su simetría de conjunto. Sedientas de misticismo, otras artistas (Anna Halprin, Deborah Hay) desertarían el tablero de ajedrez de Manhattan, en busca de escenarios más orgánicos y menos angulosos. Estudiando el mismo tablero, Childs desarrollaría el insuperable magisterio de su dancescaping.

La mismísima música, que había sido a duras penas un motivo de afán o curiosidad para la corriente de Judson Church, desempeñó, en la cosmovisión de Childs, una función insoslayable. El encuentro con un compositor de firmamentos sonoros como Philip Glass, permitía sin duda labrar nociones clave como la de repetición, de variación y de intervalo. Mas sobre todo, permitía emancipar de las trabas del discurso incluso la urgencia de crítica feminista que, en los Judson Works, Childs había confiado al intervalo, al desfase de gesto y palabra. Sustituir cualquier discurso por los hipnóticos océanos de sonido de Glass, equivalió a despejar el campo del experimento de las últimas impurezas semánticas; aplicar los últimos corolarios del teorema de disociación que Cage y Cunningham habían legado a toda la posmodernidad. El trabajo musical de Childs no ha consistido nunca en ilustrar o interpretar, siquiera formalmente, la estructura de la banda sonora, entre otras cosas porque el oleaje rítmico-armónico de Glass desafía cualquier ilustración. Tampoco se ha tratado en ningún momento, para Childs, de poner danza y música en una relación (diacrónica) de causalidad. El desafío era, si acaso, superar las relaciones usuales danza/música en términos muy parecidos a como Baruch Spinoza había revocado todo matiz de causalidad en la vinculación de cuerpo y espíritu; de producir algo así como un fenómeno de consiliency (un “salto sincrónico” a lo mismo) entre el devenir de la danza según su propia lógica y el devenir de la música según la suya. Se trataba no ya de exhibir la simple coexistencia de gestos y sonidos por yuxtaposición (Cunningham), sino de vislumbrar con la mayor exactitud posible qué cuantidad de intervalo y qué cualidad diastémica, qué pandeo espaciotemporal, qué topología consigue fraguarse entre dos “advenimientos” independientes, uno tan crónico que llega a expandirse como un espacio (la música de Glass), el otro tan obstinadamente espacial que llega a expandirse como una duración (la danza de Childs). Se trataba, parafraseando una bonita expresión de Corinne Rondeau, de utilizar la recursividad de ambos signos para constelar paralelismos: entre cuerpo y cuerpo; entre cuerpo e imagen; entre líneas; entre instantes; entre intervalos espaciales e intervalos tonales).

Toda la poética de Childs es, pues, un arte de la paralaje, como la astronomía ha bautizado la operación de calcular la distancia real de los astros, en un contexto en el que no tiene sentido determinar la posición “real” de los cuerpos en el espacio (diastema in greco – intervalo -) más que como medida relativa de su posición en el campo óptico. Y siendo la paralaje un procedimiento de triangulación, (al igual que la simetría es invariablemente el tertium de una pareja de elementos), es comprensible que, como otros de su generación, Childs también, en un primer momento, hubiera apostado por el trío como el más vocacionalmente experimental de los formatos (Untitled Trio, 1968). “Why do we like trios so much? I really love trios”, le escribiría Yvonne Rainer en una carta de 1969.

La astronomía y la lógica analítica habían descubierto que “lo que ves es lo que hay”, mucho antes de que la misma consigna se convirtiese en el mantra cool de tanta posmodernidad. Childs dio un nuevo sentido emprendiendo en Dance y Songs from Before la tarea infernal de sincronizar el cuerpo literal con el cuerpo retiniano: ninguno de los dos es más que punto, línea, trayecto aleatorio – ninguno de los dos es “exacto” por sí solo -. La impresión de exactitud depende enteramente de la operación de paralaje mutual que, acometida por los ojos, depura a ambos de toda aleatoriedad fenoménica: un milagro que, de alguna manera, Childs mantenía en agenda desde el memorable Street Dance de 1964, donde una acción efectuada a pie de calle, y observada por el público desde la ventana de un desván neoyorquino, conseguía sincronizarse al milisegundo con la grabación de voz difundida por altavoces en el mismo desván. Incluso esa performance, de cariz tan genuinamente judsoniano, giraba alrededor de un gesto “telescópico” de paralaje, de una puesta en relación vertical entre el aquí de un marco de visión (una ventana/pantalla) y el allá del evento observable.

Altamente idiosincrásica sería, igualmente, la lectura llevada a cabo por Childs del vínculo entre danza y producción gráfica. El afianzamiento del dibujo como metáfora operacional y “escritura gestual”, en el canon de Judson Church (Yvonne Rainer, Simone Forti, Deborah Hay, Trisha Brown, entre otras) remitía indudablemente a la vocación provisional, experimental – del esbozo al estudio – que el dibujo mismo esgrimido a lo largo de la historia del arte; en un tiempo de ensayo y error como la modernidad, la misma vocación llevaría a considerar el dibujo como el más desmaterializado o pre-material – el más moderno – de los gestos de figuración. Pese a su insistencia en los datos vivenciales, la Postmodern Dance siempre mostrado cierta reticencia a lidiar con las semánticas de la carne y con las “escrituras” inherentes -. Y como la inscripción suele ser la inquietud favorita de los movimientos anticoreográficos y antiescriturales, el recurso masivo a la gráfica, en los 60, respondió a una urgencia compartida de transcribir la danza, o prescribirla – incluso imaginarla – como un diagrama dinámico. De coreo-grafiar en términos indexales, antes que icónicos.  Ya Robert Dunn, mentor espiritual de la generación Judson, hacía clase utilizando como base las partituras gráficas de Fontana Mix (1958) de John Cage. Y Childs había podido familiarizarse con estos atisbos de “intermedialidad”, estas sinergias operativas de danza y dibujo, participando en We Shall Run (1963) de Yvonne Rainer o en Watermen Switch (1965) de Robert Morris. En muchas de sus variantes – del scoring de Simone Forti y Deborah Hay, al Livefeed Drawing de Trisha Brown, al Psycho-Kinetic Imagery Process de Anna Halprin – la praxis posmoderna del coreograma tiende a tratar el dibujo como el más gestual, el más “arrojado” de los gestos figurativos. Alfred Gell describe ambos, danza y dibujo, como “artes balísticas”, cuya comprensión siempre es posterior la efectuación: una jetée. “Le dessin est une quête… il tend à saisir ce qui se dérobe” diría Laetitia Legros. Era casi inevitable que, pronto o tarde, las vanguardias plásticas y coreográficas delegaran al cuerpo y a sus gesticulaciones la función de dibujar por contacto y transferencia (de Anne Teresa De Keersmaeker, a Atsuko Tanaka, a Trisha Brown, a Tony Orrico).

Los grafos y diagramas de Childs (como Melody Excerpt, de 1977), emparentados más con las modulaciones segmentales de Sol LeWitt y Mel Bochner que con los garabatos de Cy Twombly, no son propiamente ni herramientas de trabajo ni apuntes coreográficos ni sismogramas gestuales. Realizados rigurosamente a posteriori, objetivamente hermosos, fieles al principio minimalista de que toda escritura es diseño y de que todo diseño es implícitamente ornamental, son verdaderos spacescapes: balances matemáticos de la investigación coreográfica, que se darán en forma de diagramas (como los de Calico Mingling) cuando el objetivo sea describir las incidencias crónicas del trabajo (las variaciones y asimetrías), y en forma de planos cuando se trate más bien de sintetizar la topología general de la pieza (toda su trama lineal, desplegada sincrónicamente, en una especie de super-simetría). Pocos años después de Dance, Violin Fase (1981) de Anne Teresa de Keersamaeker representaría una tentativa radical de fusionar en una única operación estos tres aspectos, dibujo, diagrama y vivencia. Al dibujo, al dance script, Childs confía en última instancia el poso icónico de una praxis que siempre y sólo ha consistido en reducir el acontecer físico a grafema, “linealizar” el cuerpo, subsumir el destino (destin) en diseño (dessin). Vuelve a la mente una performance como Pastime (1965), en la que Childs, enfundada en el saco semi-elástico de punto que Martha Graham había patentado para Lamentation (emblemático solo de 1930) se dedicaba a manipular, estirar, deformar el envoltorio desde el interior, como si quisiera exponer todo un teorema irónico y topológico sobre la transformación de la línea en volumen y del volumen en línea, sobre la anamorfosis del espacio.

Los detractores de Childs no se cansan de denostar su inorganicidad, su frialdad, su inhumanidad. La verdad es que Childs no ha renunciado en ningún momento al supuesto que la danza, signifique lo que signifique esta palabra, sea un fenómeno humano, i