I remember only the grandious moment
when they suddenly started to sing
as if pre-arranged
(A. Schoenberg. A survivor from Warsaw)
Seducidas por una equivalencia impensable de acción y pasión, solipsismo y solidaridad, eternidad y extemporaneidad, integridad y alienación, laicidad y misticismo; sensibles a las neurosis de un tiempo constelado de paradojas, las vanguardias se echaron ya en los años 10 del siglo pasado a flirtear apasionadamente con el rito como madre de toda la “performance” por venir. Confiaban en que el premeditado revival poético de la barbarie y de sus rituales precristianos supiera brindar un atajo razonable a aquellos ensueños de totalidad y regeneración que, desde el ocaso del Romanticismo, venía sojuzgando las artes. De los anhelos wagnerianos a los desmanes duncanianos, la nostalgia de crueldades intemporales, atavismos carnosos y otras crudités antropológicas conformaron una dieta rejuvenecedora que el gran cuerpo de la cultura occidental no supo diagnosticar como el indicio más infalible – y el más agresivo – de su senilidad galopante. Que en los años 20 Oswald Spengler atinara a diagnosticarlo no hizo sino propiciar un masivo giro socio-político del mismo entusiasmo inmunológico, y una precipitosa reconversión de la vieja pasión poética por la salubridad de la violencia en un vicio pseudo-estético de masas cada vez más alucinadas, desinhibidas y horrendamente creativas. Así, mientras en nombre de la totalidad las artes vivas se regodeaban en mil recetas holísticas y en un terrible amor a los vigores y rigores de la acción, la historia se encargó irónicamente de tramitar el pedido totalizador de las vanguardias en unos cuantos totalitarismos de nuevo cuño.
Al anhelo de presencia activa y acción presente que fue la alucinación estructural de toda una colectividad y de sus gremios artísticos puede aplicarse sin más un patrón onírico, por dos razones. La primera es que la flagrancia de la acción directa se convirtió a su vez – verdadera mise en abyme – en la manera propiamente moderna de soñar con la acción: el mismo malentendido que proporcionó a los artistas una razón suficiente de confundir acción y actuación, brindaba a la sociedad europea la opción terapéutica de ser la más delirante y violenta, la más dócil y agresiva de todos los tiempos – de convertir la acción en su pasión dominante, y la actividad en una expresión fehaciente de su terrible, durmiente pasividad. El “Deutschland, erwache” (“despierta, Alemania”) de los panfletos nazifascistas no fue más que una invitación universal a “despertar en el sueño”. La segunda es que, como suele ocurrir en los sueños de verdad, también en esta tenebrosa reverie de casi todos la fuerza del impulso permitió soslayar toda clase de perplejidad: por muy extraño que parezca, interiorizar y practicar tercamente el corto circuito de pasión y acción (façon d’endormi y façon d’éveillé, diría Michaux) fue una excelente manera de no constatar en ningún momento su paradoja constitutiva. Dos guerras mundiales han demostrado a qué passages à l’acte¸a qué gestos inconsultos y pesadillas infernales logra apuntarse una colectividad incapaz de pensar lúcidamente sus contradicciones. Incluso el que las peores masacres de la Historia escenificaran la obscena repetición de una matanza proverbialmente irrepetible (así parece toda guerra), demuestra sin más qué clase de germen ideológico anidaba en la nostalgia ritual aparejadas por tantas vanguardias a anhelos bélicos de todos los colores, y qué clase de complejos, qué “mito de estrés máximo” (diría Peter Sloterdjik) permitió a una parte considerable de esas vanguardias jalear las hecatombes inminentes como la más exquisita de las expresiones artísticas: ¿No procede a su vez el ritual de una tóxica creencia en la catarsis de repetir algún evento originario y sangriento? No obedece la dramaturgia del ritual al cometido de reproducir dios sabe qué acontecimiento mítico y por definición irrepetible? Ésa es su vertiente opiácea e inmunológica: así como el mito se hace vehículo de la narrabilidad de los orígenes, el ritual se propone desde siempre garantir la infinita viabilidad, incluso la actualidad – y en última instancia la performatividad – de esos orígenes. El problema es que si en la historia del ritual auténtico pueden apreciarse los pasajes de civilización que “domestican” la violencia primitiva (porque redimida por fuerte dosis de incredulidad), las reediciones rituales propuestas por una modernidad religiosamente desorganizada y en grave déficit de cultos asentados serán forozsamente voluntariosas y más histéricas que cualquier original (porque infectadas por potentes inyecciones de nueva credulidad). Las vanguardias fin de siècle consideraron seriamente la posibilidad de desempolvar la promesa de actualización absoluta y de absoluta “inicialidad” implícita en el rito. El éxito sintomático, por aquel entonces, del mito nietzscheano del Eterno Retorno reflejaba en fondo una voluntad precisa de rechazar el yugo de la memoria histórica en favor de un concepto de Presente totalmente incoativo: donde la función teatral repite la representación del fantasma, la liturgia reinicia la presencia del cuerpo. A esta performatividad que curaba de cualquier serialidad las artes vivas se agarraron como a un antídoto contra la inminente pérdida de aura de cualquier arte – como intuiría Walter Benjamin – en la era de su reproducibilidad técnica. En términos perfectamente análogos, las hipérboles de Duncan sobre el carisma redentor del gesto habrían sido inimaginables fuera de una civilización burguesa que había durante todo un siglo supeditado cualquier gestualidad al afán de rentabilidad. Los mayores conflictos de la historia no habrían resultado tan literalmente terminales de no haberse presentado como inmaculados inicios de milenios ya sin historia.
Quizá por eso, con la firme voluntad de desenmascarar al carácter secretamente onírico de las reviviscencias rituales, y la función secretamente sedativa de las excitaciones que éstas traen consigo, la Consagración de la primavera de Roger Bernat comienza proponiendo una extraña ecuación, por no decir un quiasmo semántico, entre la mujer yacente del Frühlingsopfer (1975) de Pina Bausch y Aurora, la Bella Durmiente del grand ballet homónimo (1890) de Marius Petipa. En 1913, víspera de la formidable masacre de la primera guerra mundial, Igor Stravinsky y Vaslav Nijinsky creyeron vislumbrar en la violencia sacrificial un posible nudo de articulación entre danza y modernidad, y la transfusión inmejorable de un poco de sangre fresca en el cuerpo anémico de la teatralidad. A estas alturas la participación del público, su inclusión en el ritual, era deseable pero todavía metafórica: en el fondo, la catarsis ofrecida en bandeja al público parisino por compositor y coreógrafo (asistir al sacrificio sin oficiarlo) no dejaba de ser vicaria y homeopática. El mismo público procuró hacerla menos metafórica, hallando en las rarezas musicales y coreográficas del Sacre du printemps el mejor pretexto para una riña tan generalizada y ruidosa que, en el Théâtre des Champs Elysées, apagaba incluso los fragores de la orquesta stravinskiana. El catastrófico estreno mundial de la Consagración ilustraba a su manera, desde luego, la gran malicia que ya por entonces anidaba en la noción moderna de coreografía: el hecho de que una danza diseñada fuera de todo esquema vigente de recepción fuera destinada a antojarse inevitablemente, a un público real y no previamente concienciado, como la conspiración de una pequeña colectividad cinética empeñada en los gestos inescrutables de su culto oscuro y potencialmente subversivo. Asimismo, al enunciar los términos de esta nueva religiosidad performativa, basada en la sobrecogedora inicialidad de cualquier nueva danza (y de cualquier forma que aspirara a patentes de modernidad), el Sacre de 1913 preanunciaba la mayor paradoja spiritual – o la mayor hipocresía – del siglo por venir: que para que la parroquia laica de los consumidores de modernidad se beneficiase de ella, la comunión mística debía engarzar las formas irreligiosas del discurso crítico y dialéctico, convirtiéndolas en el núcleo de un nuevo paradigma de participación y consenso, quizá de una nueva religión (más mnésica que mística): eso que a día de hoy políticos y programadores llaman, llenándose la boca, Cultura. El sonadísimo flop de Nijinsky dejó claro hace más de un siglo que vivencia pura del presente, sagrado y dichoso, sólo puede repartirse como mercancía y embalarse en un poderoso packaging de metadiscurso; que la inmersión sacramental no sabe prescindir de las formas hiper-despiertas de una apología crítica omnipresente, democrática por decreto y finalmente institucional. Como “culto cultural”, mucha danza proto-moderna (y ahora mucha danza posmoderna) terminaría asemejándose a un culto pegadizo y proliferante, oportunamente amueblado de un metadiscurso de poca monta, con sus mitos y ritos, con sus entusiasmos y obnubilaciones; con sus ceremonias y canonizaciones: su inmediatez cultual sería objeto de incansables mediaciones culturales. A la neurosis que derivaba de esta contradicción – reflejo de una confusión más generalizada entre política, arte y religión -, intentó responder en los 60, con medios pesados y a varios niveles (de la comuna vivencial al colectivo teatral), el último gran proyecto generacional de “comunidad performante”. Cuando también las turbulencias de esa última epopeya de estetización de la vida remitieron, y cuando la Cultura fue definitivamente ascendida de una vez por todas a su papel actual de planta de reciclaje simbólico de utopías y revoluciones, la praxis performativa y coreográfica intentó responder a las nuevas exigencias “hauntológicas” (honrar al fantasma de una estética relacional muerta antes de conseguir ser religión) propiciando una expansión rápida y masiva de los factores de participación y presencialidad literales. Mucho del teatro de participación realizado después de 1968 – es decir en una época de desmantelamiento acelerado de la dimensión social -no fue más que el último aspaviento de una ritualidad de acarreo que había empezado a hundirse en sus contradicciones ya a comienzos del siglo: invocación de un espectador cada vez menos expectante y cada vez más activo, dispuesto a superar el abismo entre vivencia y cultura prestándose a vivencias culturales (las famosas experiencias que nos acucian por todos lados) suministradas por un establishment político y teatral muy enérgico en promover la cultura de la vivencia y la cultura como vivencia; un espectador dispuesto en resumidas cuentas a sacrificarle al culto de turno (el culto a un yo colectivo y cultural totalmente veleidoso) el objeto mismo de ese culto, sacrificando tanto la obra como acontecimiento externo, como los propios estatutos del espectador, quien hasta entonces había gozado al menos en potencia de los poderes emancipadores de la observación. En el desierto presente ocurrió del arte y de su legado de democratización lo mismo que de ciertos espejismo en el desierto real: la codiciada proximidad promovida por los “mediadores” de toda pelambre lo hizo simplemente desvanecerse. El gran proyecto de amor se quedó en un poso de amor nominal y proyecciones discursivas. Resultado: la participación no ha sido nunca tan literal y tan poco real. Una porción considerable de las vanguardias recientes predica el paradójico eclipse del espectáculo en favor de un ritual cuyo único objeto, cuyo único mito es la pura circunstancialidad, la pura co-incidentalidad de los espectadores en el lugar y en el tiempo del consumo cultural. La insoslayable, irreligiosa obscenidad del contrato económico entre productores y consumidores es a penas mencionada. En el punto de mayor saturación de esta taumaturgia general y pseudo-comunitario parece oportuno, si no urgente, volver a hacer un poco de dramaturgia; volver a denunciar la semejanza inaudita de agitación y reacción, el punto de fuga oscurantista en el que, telescópicamente, la pureza del sacrificio y la suciedad del homicidio se solapan; volver también, si acaso, a reivindicar que el arte no está para restaurar las comunidades místicas, somáticas y sacrificiales, sino para desmentirlas, arrojándolas cuando toca a las papeleras del oscurantismo. No es casual que el referente elegido por Bernat sea la Consagración de Bausch: la única versión del ballet strawinskiano que evitando reformular o “redimir” la violencia del libreto original (1913), respetaba punto por punto su crudeza, y lo trataba como un caso de unanimidad violenta y, a fin de cuentas, un vulgar asesinato. Su tono cuadraba más con la cruda desolación de la posguerra alemana que con los desmanes variopintos de la Rusia pagana. La coreografía que, fiel al temario “ritual” de la Consagración, remataba el historial moderno de las versiones grandilocuentes (después de Nijinsky y Béjart), inauguraba también el largo expediente posmoderno de las desconsagraciones de la primavera: de todas las deconstrucciones, tergiversaciones, flexiones estilísticas y ideológicas que atestiguaron, a partir de los años 80, de la imposibilidad definitiva de tratar sin incredulidad, sin ironía o sin una irreducible subjetividad lo que había sido el desafío principal, el cometido más utópico y universal de la danza moderna. Que, frente al escaso elenco de versiones de antes de los 70, los anales coreográficos de las décadas sucesivas rebosaran de Consagraciones más o menos anecdóticas, es una prueba de la despreocupación y de la voluntad de demistificación que marcó estas décadas, cuando prácticamente cualquier coreógrafo se sintió acreditado a expresar su punto de vista sobre un legado sinfónico y dramatúrgico que había sido hasta entonces la ordalia de los artistas más reconocidos y, a su vez, “consagrados”. Incontables los sesgos estilísticos de las nuevas Consagraciones: Butoh como Haru no Saïten – Un Sacre du Printemps de Carlotta Ikeda (1999), minimal como la de Shen Wei (2002), “latinas”, como la de Emanuel Gat (2004), afro-tribal como la de Heddy Maalem (2008). Incontables también las variantes dramatúrgicas: del holocausto familiar nipón según Mats Ek (1978), al aquelarre ligeramente fetish según Marie Chouinard (1993), a la violación grupal según Angelin Preljocalj (2001). Emblemático, para terminar, el más reciente Sacre (2013), remix un poco fútil de Sasha Waltz – casi una “meta-consagración”. El listado podría seguir. Quizá en el punto de fuga de estas derivas oficiales y distópicas de una liturgia coreográfica haya que ubicar el memorable Frühlingsopfer de Romeo Castellucci (2014), donde los cuerpos se veían sustituidos por aludes rítmicos de polvo de hueso esparcidos por tramoyas computerizadas. Pese a todo, puede que el verdadero hito no oficial de esta tradición desconsagradora se diera ya en los primeros compases de May B (1983), que reproducían discretamente, en estertores, risas y jadeos, algunos de los patrones percutivos esgrimidos estruendosamente, en su tiempo, por la partitura de Stravinsky. Como si Maguy Marin, autora de esta obra maestra terminal del siglo XX, quisiese rebatir al tema troncal de la Consagración, la absoluta “inicialidad del inicio”, con un apólogo genial sobre el “sinfín del fin”; rebatir a la consagración de la primavera desconsagrando la ceremonia de un invierno que no sabe acabar.
Desmitificada, des-mistificada, la Consagración de Bausch sugería una violenta injerencia de la mortalidad en los protocolos religiosos de la coreografía. En el signo de esta deficiencia del cuerpo ante los cometidos de un rito llamado danza se agota el apólogo de Bausch (con la muerte de la Elegida) y empieza el experimento de paráfrasis actuada y activa de Roger Bernat (con la danza aproximada, “voluntariosa” de un cuerpo fatalmente ineficiente como el del espectador cualquiera). La posmodernidad participativa tiende a soslayar el contraste entre la balsámica ilusión de participar y los rigores de la participación real; entre la guardería comunitaria y la política adulta. Cómo puede la Consagración más explícitamente vivencial ser a la vez la más astutamente meta-discursiva? La posmodernidad participativa permite constatar a diario que la inflación de la experiencia (la hiper-experiencia, el mundo como interactividad normativa) ha terminado por eliminar toda discriminación entre realidad e ilusión (en específico, entre la balsámica ilusión de participar y los rigores de la participación real; entre la guardería comunitaria y la política adulta). En el contexto del espectáculo participativo, la irrupción del espectador fomenta esta deriva: llamado en cuerpo y acción a “realizar” la ficción, termina invariablemente por convertir en ficción la realidad. Es el delito perfecto al que Jean Baudrillard ha hecho referencia en varias ocasiones. Y es, a su manera, la misa que convalida, de un modo menos simbólico que literal, la religión llamada Cultura. Crimen mucho más perfecto cuando, lejos de suponer implicaciones violentas, le confiere a la participación un perfil lúdico; cuando la autosuficiencia entretenida del dispositivo permite disimular con éxito al paradigma religioso que lo vertebra. Sin ir más lejos, videojuegos, social-webs y correos electrónico son el pan nuestro, o nuestra plegaria, de cada día. Por eso, la opción participativa de Bernat será tramitar la evanescencia del protocolo “cultual” subsumiéndolo bajo un comportamiento laicamente, conscientemente – quizá infelizmente – cultural, realizando una astuta reducción del rito a dispositivo; realizar, en suma, gracias al poder dialéctico de la interlocución, de la instrucción, de la paráfrasis (que es en el fondo la elección de un hipotexto, el “precedente” bauschano del ’75) una eufórica reducción del rito a dispositivo. ¿No será el espectador que actúa en el fondo un espectador “actuado” por el dispositivo? ¿A qué remitirá su modo de presencia? ¿Al espectáculo incoherente y divertido de la torpeza suya y de otros en una coreografía nunca mostrada sino sólo descrita y prescrita (para volver a ser en el fondo algo escrito)? ¿A la experiencia mnésica que supone volver a ver al trasluz, en el intervalo que existe entre palabras e imágenes, la coreografía original de Bausch? ¿A la narración/paráfrasis/descripción/instrucción que recibe por los auriculares, y que es siempre parcial? Existe algo extraordinariamente subversivo en el hecho de proponerle al público que viva un ritual mientras las instrucciones que vehiculan el acontecimiento no son más que la paráfrasis de una coreografía ya existente, una “versión” autorizada y pasada del mismo ritual. Si como no se cansa de repetirnos la coreología anglosajona la coreografía tradicional esgrime todos los rigores de la Ley, negociar mentalmente la traducción de una prescripción coreográfica, interpretando el significado de sus metáfora, no será la versión más fidedigna de una relación “emancipada” y crítica con la Ley misma? Ejecutando el ritual de un ballet, el de Pina Bausch, que había sido en su momento ballet de un ritual el público de Bernat puede experimentar en directo un sabotaje de la Consagración que es también la desarticulación – o la incautación – de todo mito espontaneísta inherente a la performance participativa: escarnio de una masacre. Es propiamente a causa de esta escritura normativa, que la Consagración de Bernat se sitúa en las antípodas de cualquier riesgo totalitario, y lejos de toda sospecha de manipulación. Porque existe un abismo entre “prescripción” y “sugestión”. Existe además un abismo entre las “instrucciones de uso” esgrimidas por una voz de síntesis y el mandamiento interior del espectactor clásico, sumido en la invencible ensoñación, en el celo de comulgar con algo suprapersonal. La experiencia debería habernos enseñado que pocas cosas son tan potencialmente totalitarias como ser uno mismo bajo órdenes. La paradójica paráfrasis ritual que fluye desde la dirección hasta los auriculares de los participantes tiene, sin embargo, la fuerza de una propuesta participativa: algo como un sistema de refrigeración, que obliga a encarnar el rito no ya como un acto cognitivo (todos los ritos lo son), sino como un acto re-cognitivo (esculpido en muchos órdenes distintos de reconocimiento y agnición: reconocimiento del propio gesto en el gesto de los otros, reconocimiento del gesto bauschano en el presente de la reproducción -intertextualidad experimentada-). Ni sugestión ni orden ni amnistía de los instintos, sino una descripción modal que puede ser ignorada y, de hecho, es una ocasión para la desobediencia, la discrepancia, la turbulencia del protocolo asignado. Esta misma soledad, característica solamente de algunas religiones intimistas y de toda ética propiamente dicha, tan enemiga de los grandes aparatos comunitarios, cultuales y rituales, impide que ínfulas espirituales de toda calaña vengan a blanquear el consumo cultural. El espectador no actúa simplemente el dispositivo, ni es simplemente actuado por el dispositivo; hace algo más extraordinariamente refinado que todas las injerencias hápticas celebradas por el teatro reciente; puede mimetizarse en el dispositivo, cumpliendo las instrucciones, y pasar inobservado; puede fingir no haberlas escuchado nunca; puede ejecutar una orden que no recibió, e improvisar con descaro. Puede realizar la disidencia más eficaz, que es ocultar el hecho de haber desobedecido, haciendo que ni siquiera la desobediencia pueda nombrarse y sancionarse. Puede cumplir el milagro antirreligioso de la ineficacia e incredulidad, en el que se inscribe el inicio de toda política (y de todo teatro). Y en cada momento en que “escucha” los gestos que poco después llevará o no a cabo, presentir literalmente su presencia. Y deliberarla. Hacer lo que la Elegida de las versiones oficiales no pudo jamás: elegir dejarse danzar por el texto, o limitarse a leerlo. Desaparecer detrás de la palabra. O desaparecer detrás de la semejanza. Salvarse, en cualquier caso. Eclipsarse, tal vez, en el eclipse solar del acontecimiento. Y desde su cono de sombra, su corazón de las tinieblas, renegociar la salvaje, imperial soledad del mal intérprete singular, y la razonable solidaridad de los malos intérpretes plurales. Podrá en suma conspirar finalmente consigo y con los demás, o contra sí y contra todos. Y conspirando, conspirándose, danzar su propia supervivencia. Ni pagano ni cristiano. Humano.
Bibliografía:
Berg, Shelley, Le Sacre du Printemps: Seven Productions from Nijinsky to Martha Graham, UMI Research Books, 1988.
Bishop, Claire, Artificial Hells. Participatory Art and the Politics of Spectatorship, New York: Verso, 2012.
Buržinska, Anna (ed.), Joined Forces. Participation in Theatre, Berlin: Alexander Verlag, 2016.
Fratini, Roberto, “Liturgias de la impaciencia y umbrales de la inacción”, en Escrituras del silencio. Figuras, secretos, conspiraciones y diseminaciones de una dramaturgia de la danza, México: Paso de Gato, 2019.
Girard, René, La violencia y lo sagrado, Barcelona: Anagrama, 2005.
Michaud, Éric, La estética nazi. Un arte de la eternidad, Buenos Aires: Adriana Hidalgo editora, 2009.
Links vídeo:
https://www.youtube.com/watch?v=cLZCbcO2_2I (Integral online, Maurice Béjart, Le sacre du printemps, 1957)
https://www.youtube.com/watch?v=aSBpQcu61tg&has_verified=1 (Extracto Pina Bausch, Frühlingsopfer, 1975)
https://www.youtube.com/watch?v=MbcC_FuaBGA (Teaser Marie Chouinard, Le Sacre du Printemps, 2004)
https://www.youtube.com/watch?v=8VSdr2RlEn4&has_verified=1 (Integral online, Angelin Preljocalj, Le Sacre du printemps, 2002)
https://www.youtube.com/watch?v=4zJhVgT1FtI&has_verified=1 (Integral online, Sasha Waltz, Sacre, 2013)