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‘Cumbres borrosas y afectos especiales (Entre Desbordes y Débord)’, por Roberto Fratini

‘Cumbres borrosas y afectos especiales (Entre Desbordes y Débord)’, por Roberto Fratini

No sé qué tienen las flores, Llorona,
las flores del camposanto,
que cuando las mueve el viento
parece que están llorando

Dada había presentido la urgencia de demoler a carcajadas la seriedad ridícula de la liturgia cultural. Había intuido que la única respuesta posible a la orgía de la falsa inteligencia es un ejercicio drástico de demencia; que pocas cosas son vulgares como el buen gusto cacareado por los decanos de la Cultura. Que la solvencia formal del “arte sólido” es sólo el fantasma, el espejismo desplazado de una cosmovisión dominada por el carisma pecuniario del crédito y de otras “solvencias”, bastante menos finas. Que, si las pretensiones de seriedad del Arte son terminantemente ridículas, será seriamente artista sólo aquel que renuncia a tomarse en serio. La forma no va a ningún lado: irse al carajo sin falsos heroísmo es el más honrado de sus destinos posibles. Que sea claro, aquí no hablamos de deconstrucciones, informalismos, conceptualismos, minimalismos y desmaterializaciones. No hay nada más mezquinamente burgués (y nada más íntimamente capitalista) que el fetichismo del Concepto. La insensatez rasa y harapienta, libre de misiones, mandatos y mensajes, es más santa que todo eso. Porque si no pretende ni curarnos, ni aleccionarnos, ni siquiera entretenernos, puede al menos recordarnos que el arte no existe para implementar el banco mundial de los significados, sino para dinamitarlo.

En el horizonte de sucesos de la danza y de la performance, actualmente tan embargado por urgencias de tipo inmunológico – y por una idea cretina de la “Cultura Vivida” como Terapia preferente para un amplio espectro de dolencias sociales – los episodios de neodadaísmo son infrecuentes y generalmente subliminales. Accidentes, del orden del lapsus y del desliz. Ofensas al buen gusto. Brotes psicóticos y cables sueltos, que los críticos y programadores se apresuran a “poner en seguridad”, reconduciéndolos hacia algún enchufe semántico, de los que alimentan la corriente del discurso. A no ser que se electrocute el niño. Es por eso exiguo y esmirriado como un enjambre de luciérnagas el catálogo de artistas o piezas que, burlando los dispositivos de contención, conforman esta antología de lo incontenible, de lo desbordado e irreconocible: Endo (2018) de David Wampach, Conditions of Being a Mortal (2013) de Hodworks, Flam (2018) de Roger Bernat, Flamingos (2019) de Albert Quesada, Efeu (2022) de Thomas Hauert (2023). Seguramente haya más. Y por supuesto Desbordes (2022) de Amaranta Velarde, que es dos cosas a la vez: un desbordamiento de la forma y una caricatura del desbordamiento como síndrome de la posmodernidad. Una pieza sin bordes, pues: sin labios, cejas, cornisas, vallas, cenefas, redes; o una pieza desbordante y desmadrada: sin motivos ni consecuencias, sin control ni autocontrol, exagerada adrede para reírse de nuestras exageraciones, de nuestros “quiero-y-no-puedo”; reírse asimismo de las causas espaciales y efectos especiales que se dan cita en nuestro infladísimo concepto de “performance”; poner al caldo, como un wishful thinking trasnochado, el mito de “buen gusto” que vertebra nuestro ideario de danza; y desandando cierta idea funcionalmente “romántica” de coreografía, devanar los devaneos de cualquier romanticismo, emotivo y cultural, existencial e institucional.

Porque en algún momento nos emocionaron muchas de las cosas que ahora tildaríamos de kitsch. Algunas de nuestras estampas ridículas son producto de instantes que, en su tiempo, se antojaban mágicos – y sólo eran cursi -. En épocas de inocencia y analfabetismo afectivo nos hemos descubierto enamoradizos y anacrónicos, fatalmente trasnochados. Se dopa a vahos de naftalina, en cajones olvidados, el archivo supérstite de las dedicatorias engorrosas y versos mediocres que redactamos en un arrebato de despiadada autoindulgencia: un repertorio amarillento de “momentos inolvidables” que el buen gusto nos pide olvidar, y que a pesar de todo no entregamos ni a las llamas ni al reciclaje. Porque todos fuimos héroes, just for one day, y el arrepentimiento de hoy no nos cura del vicio de preciar como una reliquia todo aquello – canción paisaje flor cuadro gesto minuto segundo – que, emocionándonos hasta las lágrimas, nos convirtió durante una temporada en sujetos de lujo. Superada la fase exantemática, el sentimentalismo sigue aguardando en el organismo como un virus durmiente: espera pérfidamente la coyuntura climática que le permita desplegar sus poderes de simplificación. Un cálido recoveco de autocomplacencia y sensibilidad donde, con tal de no sentirnos perfectamente malvados, volvemos periódicamente a llorarnos encima. Servidores dóciles del cinismo del mundo, nos agarramos con una especie de fetichismo a la “libertad de emocionarnos”. Pocas cosas son tan estructuralmente obscenas como la delicadeza emocional de las almas que se creen muy bellas en mundos que se saben muy feos. Pregonada con furor por todas las cadenas de televisión, la emoción es el fetiche de los sistemas psicópatas. Aniñarse es el pasatiempo de las sociedades decrépitas. Y los tiempos de pesadilla rebosan de soñadores acreditados. El doctor Mengele, durante las selecciones en Auschwitz, se distraía canturreando la Traumerei de Robert Schumann.

En resumen, todos fuimos algún día muy individualmente pasmosos, anacrónicos y kitsch. Pero hay épocas de la sensibilidad colectiva en las que la turgencia sentimental, el caudal de las emociones, los desbordamientos de sensibilidad y la ley hidráulica de la efusión se vuelven moda, consenso, baremo de prestigio social o moral. El Romanticismo fue una época de ésas. En muchos aspectos los decálogos emocionales de hoy día, junto con nuestros anticonformismos de baratija y nuestra disidencia de plástico, sólo son postrimerías de un paradigma que, allá por el comienzo del siglo XIX, brindó el primer producto psico-social de máxima audiencia, el primer efecto especial de la sociedad de consumo: una acústica del alma de masas, una Stimmung colectiva que nos hizo avergonzar de haber podido ser en algún momento insensibles, calculadores, fríos. Y nos enseñó a aliñar el pan comido del capitalismo en ciernes con aspersiones masivas y gratuitas de sentimientos sublimes. La Romantik fue sólo un prolongamiento de la Ilustración con medios irracionales: nos persuadió de que, agotados todos los argumentos racionales para ser buenos, el “lado humano” podía sostenerse con argumentos holgadamente irracionales. Las buenas almas se pretendieron bonitas, e hicieron alarde de su impresionabilidad como de un certificado de excelencia moral.

Si en suma se antojan anacrónicos y kitsch los Neoromanticismos en los que ha delinquido periódicamente el imaginario de la Modernidad es porque también el Romanticismo fue, en sus orígenes, maravillosamente anacrónico y bastante kitsch. Un rastrillo de flores, tumbas, tormentas, naufragios, malhumores y malamores. Una inconmensurable, abovedada cámara ecoica de amplificar suspiros, enfatizar obviedades y pandear subjetividades, mientras el mundo se va al garete.

Dos siglos de guerras, genocidios y pillaje no nos han persuadido a desconfiar de la inmunología emocional: seguimos pensándonos como sujetos sensibles y debidamente intensos. Tras consolidarse como status symbol la introspección, nuestro ombligo nos fascina como una peli de culto. Pasmarnos es imperativo interior y ley de mercado. Y nuestras emociones, que son de hecho emisiones, se transmiten en banda ancha: son redundantes porque la redundancia es garantía de señal. Agentes de spam emocional, el licor de nuestras efusiones inunda las redes. Y la cosa llamada Cultura es donde exhibimos con más destreza ciertos diplomas de hiper-sensibilidad: somos en suma espectadores histéricos por hipocresía, e hipócritas por histeria. Siempre benévolos, invariablemente omnívoros, sedientos de alboroto, hambrientos de escándalos consumibles. Nos hemos hecho todos unos atletas de la standing ovation, raudos en calificar de odas a la vida y eventos rompedores las sopas de ajo del banquete cultural. Porque sólo una audiencia radicalmente cretina y neocínica puede ansiar con tanta obstinación que la traten de inteligente y bondadosa. Sólo los esclavos de remate necesitan patentes diarias de libertad. Hemos musicalizado el analfabetismo moral y la impotencia política porque la melodía de los sentimientos vuelve potable hasta la letra más demencial. Corazón en mano y cabeza en casa, guardadita. Nunca admitiríamos nuestra invencible pasión por lo peor. Así lo buscamos en mil sucedáneos de alta gama: el resultado es que nuestra economía espiritual es rematadamente pornográfica, y nuestros thrills intelectuales son por lo general trágicamente vulgares.

Hurgando, como en un reactor de escoria radioactiva, en el vertedero de intensidades de los romanticismos habidos y por haber, oficiales y particulares, Desbordes puede describirse como una liturgia de desinhibición del histrionismo emotivo: de ese heroísmo casero que, en las debacle de la civilización, empuja a unos cuantos a patearse con look novelesco sus cumbres borrascosas de bolsillo; a empapelar de estrellitas su cueva interior; a suicidarse a gusto y a repetición porque la Nada está de rebaja. A bailar sin saberse los pasos. A verse y sentirse como un aumento de realidad. Desbordes es a la turbiedad del alma lo que un Dj set de polígono industrial a una noche sin estrellas: la cápsula prefabricada donde los apocados pueden pasarse emotivamente de decibelios, colocándose de la droga de síntesis que son, conmoviéndose a la simple idea de conmoverse, para que esta conmoción autógena suene estridente y atronadora como un retorno de micro en las tinieblas artificiales y drásticas del fiestón permanente.

Desbordes es catártico, abyecto y festivo: dice en el fondo que nuestro sentimentalismo residual es una borrachera de desasosiego, un carnaval anímico que no sabe terminar: se agarra a cualquier cosa y lo aprovecha rigurosamente todo. Sobreactuar nuestra reactividad emotiva es en sí tan balsámico, tan vertiginoso, que la pantomima emocional termina por emocionarnos “de verdad”. Somos extrovertidos y llorones como concursantes de reality. Por eso, la palabra Romanticismo y Neoromanticismo evoca en una rendición incondicional del occidente posilustrado al gustillo de hacer de tripas corazón.

El Romanticismo marcó la primera fractura irreversible entre el sujeto como espacio potencial, y la Historia como tiempo actual. Viendo, ante el ascenso irresistible de los imperialismos, industrialismos y consumismos modernos, esfumarse el sueño de tomar las riendas de la historia y transformar el mundo, unos cuantos optaron por trasladar al escenario holgado de la vida interior todas las turbulencias con las que habían osado soñar; por darse a sí mismos el espectáculo drástico de una subjetividad incontenible y atrevida, o de un titánico victimismo. A todos los huérfanos de la acción quedó el consuelo de la gesticulación. Las crónicas de lo sublime romántico son sobre todo crónicas de cómo un mundo de causas insuficientes – y a menudo endebles – pudo fomentar un repertorio inagotable de efectos suficientes; o de cómo la inanidad ética de toda una generación desencantada consiguió por primera vez transfigurarse en eficiencia estética. A veces deficiencia. Después de todo, el kitsch hollywoodiense, tal y como se venía perfilando en los cuadros de Kaspar Friedrich y en los poemas de Heinrich Heine, fue la primera estética preterintencional de la modernidad: los jóvenes románticos no habrían admitido nunca el carácter de premeditación de sus sentimientos excesivos, de sus horizontes demasiado brumosos, de su fragilidad patológica. Se conformaban con manifestar en todo momento el propósito técnicamente suicida (y sustancialmente pasivo-agresivo) de ver qué se les deparaba más allá del límite.

El desmayo de los románticos, que consiste en afectar un afecto, sólo confirma que el multiverso subjetivo de los efectos y afectos puede preceder y producir el universo objetivo de las causas y de las cosas. Vivieron con obstinación la impaciencia, el arrojo, el estruendo del significante; y si pisaron con derroche el pedal del piano – el efecto especial más representativo de la época y de sus fetiches acústicos – fue porque el deseo de plasmar el infinito fomenta naturalmente exageraciones y énfasis de cariz operístico.

Nacido de la imposibilidad de acometer revoluciones reales y de la propensión compensatoria a revolucionarse, el Romanticismo contribuyó a la historia de la pulsión de muerte con una cosmovisión en la que al tiempo lineal de la historia externa y fenoménica respondía, desde las mazmorras de la interioridad, un tiempo fenomenal y literalmente “revolucionado”, hecho de introversiones, retornos, repeticiones, intensificaciones, amplificaciones y “aumentos de volumen”. ¿Cabe recordar que la Romantik esgrimió un paisaje musical generosamente aromatizado por la esencia del lied, lejano precursor de cualquier balada melódica? Es romántico el copyright espiritual del disco de vinilo.  Es también romántica la propiedad intelectual de la clase de pastilla anímica que nos hemos acostumbrado a asumir en el formato ágil de la canción sentimental. Lacas y gominas son ahora al estilismo de todo quisque lo que una noche de composición tempestuosa fue a la cabellera de Beethoven y Berlioz. La obsesión por transformar en pathos la mecánica de un mundo sin alma se ha traducido en mecánicas habilitadas para erogar pathos.

Así pues, técnicas y tecnologías del aspaviento anímico y de la sobresaturación expresiva vuelven a presentarse siempre que una generación decide vivir como una ocasión autocosmética la experiencia de verse derrotada, precarizada, marginalizada por los desajustes de la Realpolitik, La cosa es que, si unos cuantos románticos genuinos llegaron a matarse con tal de rescatar la mentirijilla de toda una existencia subida de tono, los neorománticos no tendrían siquiera este último resquicio de buen gusto. Lo suyo sería más bien desposeerse a conciencia de toda credibilidad, zarpando para los océanos de una belleza descontrolada, mientras se observaban naufragar hermosamente desde los muelles de la moda juvenil. Creerían como nadie en la magia de creérselo.

No es de extrañar que, a casi dos siglos de la Romantik DOP, se etiquetara precisamente como New Romantic la corriente musical, social, y visual que los jóvenes ingleses acuñaron como reacción – más o menos intencional – al desangelio Neoconservador del gobierno Thatcher. El trend fue muy blandamente idealista y muy escasamente ideológico: sintomático cual era de un creciente derrotismo socioeconómico, el New Romantic inauguró por todo lo alto (y desde la bajeza de los años 80) cuatro décadas de deterioro del instinto político y de desmantelamiento del espíritu de convivencia. Fue pionero en amenizar el “salve quien pueda” del neoliberalismo rampante. Si el Romanticismo histórico había desplegado una introversión de los comportamientos heroicos (construir paisajes interiores dinámicos a falta de hazañas reales en un mundo aburguesado y cada vez más resignado al reparto tradicional de poderes), la especialidad del New Romantic fue acometer una versión horizontal, apocada y la vez mundanal de la misma maniobra de desplazamiento; cambiar introversión por extroversión y abismos por escaparates. La fiesta de apertura del Blitz de Londres, la cuna del movimiento, titulada emblemáticamente “A Night for heroes” (de hecho, un homenaje a “Heroes” de David Bowie) anunciaba a bombo y platillo que la respuesta al cutrerío nacional sería de ahora en adelante un obstinado ejercicio de sublimidad casera y gloria perecedera.

Si el movimiento punk había traducido en un desaliño alevoso y patológico el abatimiento de los 70, el New Romantic procuró curtir el mismo desasosiego en la salazón ochentera de un pesimismo más apetitoso y vintage: la depresión moderna que, en palabras de Susan Sontag, había sido melancolía sin los encantos de la melancolía, evaporaba en el encanto discreto y regresivo de una nueva melancolía – de una depresión sin los desencantos de la depresión -. Pianos blancos derrochando niebla sintética en los extrarradios de Avalon.

Con su pasión desafortunada y enternecedora por las emociones, los tejidos y los sonidos de síntesis (del brillibrilli de la lycra al fulgor synth-pop de unos teclados electrónicos nunca tan baratos), la generación New Romantic se apuntó masivamente a convertir el pesimismo socioeconómico en Look y Sound. Cierto es que la religión psi de la posmodernidad había desautorizado los histrionismos sentimentales (alguien puso en circulación la mandanga de la “inteligencia emocional”); y que la eternidad se encontraba en horas bajas. Por ende, el sentimentalismo de nuevo cuño fue más que nunca pathos del accesorio, brillo de la superficie, aspaviento glam. La extravagancia del look y el énfasis del complemento (jabots, chorreras, solapas, flecos, encajes, volants y cardados aerostáticos) delataban la pulsión irresistible por encauzar el heroísmo hacia el lado más efímero y más fotogénico de los signos. El retrato a caballo se vio remplazado por el reportaje de moda. Las chapas (una obsesión de la corriente) se convirtieron en medallas y condecoraciones para oficiales y héroes de una guerrilla glam. Wild Boys, Through the Barricades y todo el cotarro. Palabras como Look y Sound, precisamente, se cargaron de un carisma gestual, una irresistible promesa de contundencia y suntuosidad casquivana.

Asimismo, lo que hiere el oído y ofende los sentidos en el horrendo sound de artistas como Gazebo, Limahl, Richard Clayderman o los Spandau Ballet, es el desinhibido brillo sintético de los registros utilizados: un centelleo barato y pueril, hermano del golpe machacón de batería electrónica (que también triunfaba). Ambos no eran más que una metátesis acústica de la lycra, del lamé y de la viscosa – emblemas, en los mismos años, de una idea de indumentaria suntuosa y casquivana -. Si existe una Stimmung New Romantic, se ve definida a todos los niveles por el abuso, literal y figurado, del falsete. A diferencia de la voz modificada quirúrgicamente del castrato tradicional (que apuntaba a tergiversar bárrocamente una herencia fisiológica), el falsete ochentero presentaba la mutación del registro vocal como un fenómeno naturalmente sublime: atormentar los harmónicos del alma (más sensible que cualquier cuerda de violín), convertía la emasculación política en resplandor de segundo nivel, elocuencia over the top. Y como si fuera destino que todo se subsumiera en imagen y posado, también la voz se hizo máscara: un empleo indiscriminado, difuso y desacomplejado del play-back permitió que a largo plazo la naciente MTV se alzara como la Pravda del nuevo totalitarismo espectacular. El New Romantic demostró que la miseria de los medios puede, según las circunstancias, presentarse como un dandismo salido de rosca, una indigencia compulsiva y llena de recursos. No es verdad que el espectáculo debe continuar. Es que no sabe terminar.

Claro que, a la hora de elaborar un bestiario digno de la nueva oleada de videoclips, volviera a ponerse de moda el caballo (blanco, please), el animal heráldico por definición: en los 80 los jóvenes de clase trabajadora preferimos imaginarnos como duques y marquesas desterrados antes que como burgueses en ciernes aquejados de un brote histérico. Y de caballo en caballo, de castillo en castillo, la corriente terminó siendo un booster para todo aquel giro fantasy (de Dungeons & Dragons a las pamplinas de Narnia) que, una década después, mecería el imaginario colectivo en un ensueño de fabulosa infantilización, y en los últimos suspiros celtas del milenio (la atroz Enya digitalizando el mood arturiano en una inundación de pubs irlandeses). El neoliberalismo no tenía otro programa cultural que volvernos románticamente analfabetas. Siempre hay flores acechando en el horizonte.

 

Roberto Fratini

Amaranta Velarde presenta Desbordes en el Mercat de les Flors del 23 al 25 de febrero de 2023

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Bibliografía:

Franco “Bifo” BERARDI, Héroes. Asesinato masivo y suicidio, Akal, 2016.

Benet CASABLANCAS, Paisajes del Romanticismo musical, Galaxia Gutenberg, 2020.

Paolo D’ANGELO, La tirannia delle emozioni, Il Mulino, 2020.

José DÍAZ FERNÁNDEZ, El nuevo Romanticismo, Stockcero, 2013.

Dylan JONES, Sweet Dreams: From Club Culture to Style Culture. The Story of the New Romantics, Faber & Faber, 2020.

 

Links Vídeo:

https://vimeo.com/261020221 (Teaser David Wampach, Endo, 2018)

https://vimeo.com/103638236 (Teaser Hodworks, Conditions of Being a Mortal, 2015)

https://www.youtube.com/watch?v=HbMiuvsO7OM (memoria vídeo, Roger Bernat/FFF, Flam, 2018)

https://www.youtube.com/watch?v=1zgwyeI1Vzw (Teaser Albert Quesada, Flamingos, 2019)

https://www.youtube.com/watch?v=VlQemBRRbQM (Teaser Thomas Hauert, Efeu, 2023)