“Como si la intimidad, apartándose inexorablemente por el mismo poder sustentatorio de su retirada, mantuviera el cuerpo descendiendo eternamente, pero siempre en el mismo sitio, y siempre a la vista.”
Djuna Barnes
Y un alma
si quiere conocerse a sí misma
en un alma
ha de mirarse.
Jorgos Seferis.
No todos los festivales en el universo de las artes escénicas hablan el mismo idioma. Hay festivales de muchos tipos, y todos ellos cumplen también funciones culturales muy diversas. Existe el modelo monumental de festival, y también existe el modelo diminuto. Están aquellos cuya fuerza radica en la ostentación, y que suelen ser promovidos como ornamentos culturales, y en su lado opuesto, los festivales necesarios, movidos por una preocupación inmediata pero profunda. Existen los que asistidos por un público endogámico, casi siempre profesionalizado, parecen renovar, incluso sin querer, el teatro de corte con vocación democrática. Pero los hay también que están abiertos a un público heterogéneo, no profesional, cuya vocación es la búsqueda, la indagación vivaz. Hay festivales que se convierten en instituciones y los hay que se vuelven creaciones. Los hay que, salvando las proporciones, son análogos a las producciones en cadena, a los supermercados, y los hay que cuidan y promueven espectáculos diferenciados, entrañables, lejos de la glotonería displicente.
El més petit de tots es un insustituible festival que en general conmemora y presta atención a la intimidad. A la intimidad compartida. Es un festival para los pequeños, y muy especialmente para los niños y niñas de cero a cinco años. Un festival para un público cuya mirada está lejos de ser simplemente una absorción de luz, lejos también de recoger patrones e información. Un público que al ver posee objetos y posee cuerpos, un público para quien no existe un mirar sin la idea de usar, de poseer y volver a poseer, de adueñarse, asegurarse, apropiarse, conservar, recordar y quizá festejar, es decir, tomar prestado, robar. Eso es lo que hacen los pequeños de cero a cinco años a quienes va destinado este pequeño pero obligatorio festival. Es lo que hacen los pequeños para quienes el movimiento ocurre siempre en relación al cuerpo de otros con los que, sin embargo, ellos son siempre uno. Pequeños que viven en intimidad con cuerpos convertidos en vehículos del mundo, plataformas de ritmos y movimientos, música, color y, sobre todo, impulso y descubrimiento, juego. Pequeños para quienes el mundo no es un mundo normal, razón por la cual siempre hallan la salida de los callejones sin salida. Pequeños, para quienes todo acto es virgen, incluso cuando se repite. Y si es cierto, como algunos dicen, que el verdadero Buda es un pez recién capturado que aún sigue brincando, no debe sorprendernos si esa es también la imagen que mejor define la mirada y la presencia de un pequeño ante la danza. Pues ante ella, los niños ven y viven el mar y el litoral, descubren -y se sumergen en- el gesto y la fosforescencia; habitan y evitan la llama y la oscuridad.
No es raro que para los niños el espacio no sea un objeto exterior ni una vivencia interior. Pues no son ellos y además el espacio. Al contrario. Ellos habitan el espacio al mismo tiempo que se dejan habitar por él; y lo mismo ocurre con el resto de elementos de la escena: los viven y son vividos también por cada uno de ellos.
El espacio, los objetos, la luz, los cuerpos, la intimidad, son todos ellos temas e inquietudes que este festival ha venido atendiendo a lo largo de sus ya trece ediciones; temas e inquietudes que en la edición de este año emergen con rutilante y explícita tersura. Aunque no debemos dejar de tener presente que la intimidad para los pequeños es también exterioridad. Incluso en la experiencia de los cuerpos. Pues para ellos, como para los amantes, un cuerpo más otro cuerpo no son dos, sino infinito.
El més petit de tots se abre hoy con un delicioso espectáculo de Johanny Bert titulado Le petit bain. Es un bellísimo trabajo sobre la intimidad de la imaginación, realizado con espuma. Le petit bain es una composición, una ola podríamos decir, que casi en silencio orla de espuma los surcos de sus repliegues, y también casi en silencio, como la espuma que se esfuma absorbida por la arena de la playa, o como las plegarias de un dios orillando la inmensa tierra, o el inmenso cielo, o la inmensidad imaginativa de este pequeño baño que sucede en el espacio de la escena, se vuelve nube, fondo, espacio aurático.
También se puede ver en esta edición la pieza Akari, de la compañía andaluza Da.Te Danza. Akari es un término que en lengua japonesa significa luz, y es precisamente sobre a luz que se construye esta coreografía minimalista. Lo hace creando nichos de interioridad, hornacinas de intimidad en el espacio invadido por una luz que es anterior a lo que ilumina. Una luz cuyos bordes se abren, como para dar a luz una hermosa geometría. Y en el laconismo de su composición, en la disposición con que diagrama la escena, Akari consigue una atmósfera habitable que es una especie de fusión de soledad, silencio, líneas geodésicas y escucha.
Apenas un año antes de su muerte, el poeta checo Rainer Maria Rilke decía: “Ahora es tiempo de que los dioses emerjan desde las cosas que habitamos”. Y significativamente parecen emerger así, y de manera secreta en Akari, pero no menos en Blink Flash Duncan, una imaginativa producción del Mercat de les Flors y l’Associació Blink Flash, interpretada por Montse Roig. Mientras que en el intermitente guiño que este trabajo hace a la historia de la danza nos conduce hacia la intimidad muda de los objetos (unos objetos que, aunque ocultos, se presentan finalmente tal como les reclama su esencia expresiva), vemos que en ellos subsiste siempre una especie de unidad inalcanzable, pues emergen como objetos que lejos de aplanarse en la nivelación de las cosas, se jerarquizan; y en esa jerarquía hay una que se privilegia como la cosa más originaria de todas: la danza.
También en torno a las poéticas de objetos se alza el espectáculo Constructores de cabañas. Es una genial pieza inmersiva de la compañía holandesa De Stilte (De Stilte quiere decir El Silencio), donde crean o recrean un universo de lo habitable. En las cosas que manipulan surge en Constructores de cabañas la palpitación de la vida, el oscuro y cálido corazón de la materia habitable, el corazón nómada de un lugar de acogida. Es una obra donde las cosas y el espacio se abren, o más concretamente: se abren paso, pasan rompiendo, dramática y sutilmente, pero emergiendo, abriéndose para mostrar lo que aún no se ha mostrado; irrumpiendo, originando, como lo que todavía no es. Como un vacío que espera. Como un espejo deseoso de imagen.
Finalmente, la compañía francesa D’à côté muestra la primera pieza de una trilogía prevista inspirada en los formidables e ingeniosos libros del artista Katsumi Komagata, y en esta primera aproximación se centra en el libro First look. La pieza se titula Opus 1 – Blancs. El grafista y diseñador Katsumi Komagata, que trabaja en Japón y en Estados Unidos, creó en 1990 su propia empresa y publicó los tres primeros títulos de la serie 1,2,3, Komagata, que son, como el resto de sus creaciones, cofres libros de imágenes para pequeños. Sus libros embarcan al lector en un universo visual donde el lenguaje está hecho de multitud de elementos: formas, colores, texturas, ritmos, formas y texturas que afectan para empezar el propio formato del álbum y su acondicionamiento. Su lenguaje visual y tridimensional también impulsa al lector al movimiento, lo mueve del plano al volumen, y sitúa su cuerpo (el del lector / espectador) en acción y en interacción con el objeto libro. La sorpresa es el elemento permanente de cada uno de sus libros, pues en todo momento cada cosa se convierte en otra. Y la coreografía que Daniela Labbé y Aurélie Leroux han hecho de su primer volumen hace un bellísimo honor a estos preciosos libros. La obra es una instalación performática de luz y música, donde el color blanco predomina. Y donde la interpretación de dos mujeres (una cantante y una bailarina manipuladora) ocupan todo ese espacio de paredes móviles, un espacio donde el interior y el exterior se contaminan polifónicamente.
Hay políticas culturales con vocación de gigantomaquia, que apuestan por incidir en la cultura desde la grandilocuencia. Pero el ejemplo y la efectividad de festivales como El més petit de tots, debería hacer reflexionar al respecto. Era opinión de Walter Benjamin que en realidad no haría falta inventarlo todo de nuevo para cambiar el mundo, sino que habría que cambiar apenas unas pocas cosas. Bastaría una desviación infinitesimal, una pequeña inexactitud, un desacuerdo minúsculo (como cuando un error de impresión desplaza levemente las imágenes de la cuatricromía), para que en lugar del borbollante horror donde nos debatimos, existiese un mundo habitable. Bastaría situarse solamente un instante en la pequeña grieta de lo no coincidente. En la perspectiva del mundo como juego, en la grieta de la infancia. Y no de otro modo lo veían los materialistas antiguos (del ateniense Epicuro al romano Lucrecio), quienes consideraban que es una desviación muy ligera de los átomos lo que separa la existencia del mundo de su posible no ser. Pues bien, esa parece ser la tarea de un festival como El més petit de tots. Donde todo se desarrolla en los pliegues de lo íntimo y lo menor, de lo entrañable y lo venial, pero de tal manera que no deja de crear mundos donde todo es pequeño, pero de importancia vital. “Nada de lo que haya acontecido ha de darse por perdido para la historia”, decía Benjamin en sus Tesis de filosofía de la historia.
Un juicio de Antonin Artaud que Juan Goytisolo solía repetir a menudo era que el verdadero reto del creador era “extraer de la cultura una fuerza idéntica a la del hambre”. Y se intuye que un festival como El més petit de tots, con la mirada infantil que la habita, es así: una fuerza de energía superior. Larga vida a El més petit de tots y a quienes le confieren brillante vida con su mirada.
Víctor Molina