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‘Esferologías de una inconstancia o El Síndrome de Monchichi’, por Roberto Fratini

‘Esferologías de una inconstancia o El Síndrome de Monchichi’, por Roberto Fratini

“Monchhichi, Monchhichi,
Oh so soft and cuddy!

(Anuncio oficial)

“Il ne faut pas toucher aux idoles:
La dorure en reste aux mains.”

(Gustave Flaubert)

La palabra Monchichi, para quienes cruzaron, siendo niños impresionables, el escenario de desertificación antropológica que fueron los 80 y los 90, se asociará de forma indeleble al muñeco de tacto suave, consistencia esponjosa y rasgos pepones (mitad mono y mitad bebé, concretamente) que cogió entonces de asalto los palacios del consumismo infantil con inexpugnables promesas de ternura y melosas consignas de maternidad sucedánea. Que conste que el nombre original era Monchhichi -tratándose de un muñeco de producción nipona – (a los niños italianos se les presentó, temiblemente, como Mon Cicci ) y que el mismo muñeco se viralizó en dibujos animados o larguísimos shows televisivos de aparcar mocosos a lo largo de toda una década. Hito, en palabras de sus perversos inventores, de respeto “intercultural” – me temo se refirieran a la hibridación de mono y bebé – el Monchichi ha dejado hace tiempo de ejercer su ecumenismo despótico en buena parte de los países europeos. Sigue sin embargo gozando de cierta popularidad en los almacenes de juguetes alemanes, que es donde probablemente Honji Wang y Sébastien Ramírez descubrieron sus encantos residuales.  Monchichi, pues: el muñeco relleno que casi se carga el imperio de Barbie y que abocó una generación entera a cumplir a toda bondad la blanda travesía de la pre-adolescencia.

Vino a mostrar el camino, a preconizar un tramo de posmodernidad tiranizado por los eslóganes del confort, del contacto lenitivo, del sobeo experto, de la palpación erótico-ergonómica, de la pasión de baja intensidad. Una Civilización del Masaje (ahora mismo en su apogeo) muy pasteurizada por la (in)sana propensión al mimo incondicional (o panto-mimo pascual); a los “abrazos gratis” y achuchones navideños en los cruces de calle; al coaching (y a todo tipo de masajeo pseudo-terapéutico); al “cuídate mucho y quiérete más”; a la textura aterciopelada de todos los yogures y todos los papeles higiénicos;  y a ejercer con saña el arte balsámico de la mayoría, que es prestarse sin darse. Puesto que la mejor solución a un problema falso es una falsa solución, la patología psico-moral del tiempo presente estriba fundamentalmente en brindarles sedaciones de mentira a enfermedades ficcionales. De esta sedación auto-alimentada, el masaje total y omnicomprensivo (de chocolate, vino y oro) fue el emblema más luminoso.

Hablamos de esa inmunología que, con elevar el tacto a tema candente de todo lo relacional, y con darle licencia de proliferación al mapa de la excitabilidad (asombroso conjunto de puntos G, zonas de acupresión y hot spots físicos, mentales o culturales) nos convirtió y a todos, allá por los 90, en cosas suficientemente desprovistas de tonicidad emocional, intelectual, moral (a frente de una creciente obsesión por la tonicidad física) como para neutralizar el contacto de la manera más sencilla: no ya a través de la resistencia, sino sometiéndolo a una maleabilidad sin punto final, una docilidad sin trabas ni fricciones. Multiplicando el contacto fáctico e incondicional para extirpar las condiciones de todo contacto real.

De esta inflación del contacto – y de las neurosis de civilización que pudo suponer – el Tanztheater y el Contact Improvisation, en ese entorno de años, ofrecieron  la versión respectivamente diagnóstica (el contacto como enfermedad, acte manqué, jouissance denegada), y prognóstica (en contacto como cura, gesto plenario, jouissance redistribuida); pesimista a lo europeo la una, optimista a lo americano la otra. Por todo lo dicho, el muñeco Monchichi, con su apodo de artista de cabaret o sauteuse de café chantant (me pregunto si en la actualidad el nombre no parecería un poco osado), y con ese “mon” que aludía a experiencias de posesión absoluta y encariñamiento sin traba, fue el resumen velludo de todo un tiempo de fetichismos normalizados, transgresiones programadas y eufóricas infantilizaciones del colectivo. Cuando la utopía humanista del contacto terminó de estabilizarse como distopía del manoseo, pareció que por las poéticas corriera cierta tendencia a insistir en dinámicas de hundimiento, de affossamento, un vago licuarse – muy ralentadamente erótico – en la materia blanda del mundo y de los cuerpos (Projet de la matière, de Odile Duboc;  Shot de Jennifer Lacey, Körper de Sasha Waltz), como si en todos los cuadrantes de las relaciones la única vía de expresar físicamente la incapacidad de dirimir el conflicto fuera disolverse en él, marear la sustancia de la relación entre cuerpo y mundo (o entre cuerpo y cuerpo) sumergiéndose en su absoluta, aparentemente amorosa – y de hecho sólo indiferente – pasividad.

Traducido a las cosas de la cultura y la actitud de público y artistas ante el panorama plural de los estilos, el síndrome de Monchichi  (el de una dispersión gozosa en la esfera inflacionaria de los síntomas pasajeros, las memorias inmediatas y los estímulos a corto plazo) se traduce en un estado de desorientación sistémica, que realiza el programa cultural del mestizaje a un nivel superior y más literal, concibiéndolo no ya como un ensamblaje controlado y fraterno de estilos, sino como un incontrolable, molecular per-fundirse de todos los signos en otros signos: es como si las memorias cinéticas de occidente hubieran alcanzado una especie de saturación termodinámica, una incandescencia en el que, efectivamente, todo lo que hasta hacía poco podía cristalizar en paradigmas específicos (escuelas, estilos, corrientes, géneros) hubiera efectivamente alcanzado su “punto de fusión”.

No es un caso que la coreografía de los 20 últimos años haya formulado en términos explícitamente “infernales” el calor (y en algunos casos el bochorno) que se deriva de esta saturación de memoria horizontal, que ya no se ordena en una sintaxis, en un sistema reconfortante de subordinaciones. Fue un buen ejemplo de ello el memorable Hell de Emio Greco y Pieter Scholten, que supeditaba la lectura del Inferno de Dante a una reflexión más general sobre las incrustaciones de los usos somáticos, y de las usuras performativas de la modernidad avanzada, en una cita endiablada de diferentes “modos” cinéticos y tipologías dancísticas. Tampoco fue de extrañar que, en la simbología sucinta evocada por Greco y Scholten, casi el único elemento plástico del decorado fuera un árbol: recurso polisémico, sin duda, pero también alusión a una infinita nostalgia de “ramificación”, de genealogía, y de todos los principios de procedencia o descendencia que permitieron antaño, a la danza occidental, imaginarse (o fantasearse) como la historia de algo.

Monchichi de Honji Wang y Sébastien Ramírez ocurre en presencia de un árbol muy parecido, que vuelve a ser  la expresión de una nostalgia análoga; o la expresión de un fuerte deseo por buscar, en la confusión del presente, en su concocción tóxica de signos, en su hiperventilación, los motivos de una posible re-naturalización del caos, una nueva ligereza, tal vez, o un nuevo candor. Es, si se quiere, la marca específica de este dúo, extraordinariamente intuitivo, de intérpretes-coreógrafos: su cometido artístico transciende bastante la simple capacidad (que le viene al hip hop de nacimiento) por absorber, reproducir, acelerar o manipular estilos (como también supieron hacer en el marco de ciertas colaboraciones artísticas – ocurrió por ejemplo con Rocío Molina en Felahikum de 2015); consiste más bien en saber elevar la entropía de los signos a una nueva síntesis, no tanto enriqueciendo el repertorio cinético del hip hop con nuevos combos más o menos astutos, o más o menos culturalmente correctos, sino poniendo los diferentes modos y registros somáticos del hip hop en el centro de un sistema de irradiación, donde las deudas estilísticas con otros lenguajes aparecen de forma casi subliminal: mutación natural y pensativa – en última instancia lírica – de una energía que es, todavía y siempre, la del hip hop. Dejándose en suma diluir a su manera en la masa líquida de todo el movimiento posible; acariciándolo, a su vez, manipulándolo discretamente, eludiendo en todo momento el riesgo de una posesión, de una aprehensión, o de un aprendizaje definitivo: su infierno específico es atravesado por increíbles corrientes de ternura y de ironía. El resultado es siempre elegante. El resultado es siempre frenéticamente apacible. Como si la única manera de reconstituir la relación con el mundo y la relación con el otro (el Santo Grial de la posmodernidad) fuera de asumirla en todo momento como un tanteo incondicional, o como la improvisación infinita a través de los nueve círculos de un posmundo abarrotados de signos.

En este nuevo paradigma de mundo ya no existe polaridad entre observadores y observados, entre sujetos y objetos, entre vivencia y representación, entre yo y tú: solo existe la libre flotación del espectáculo turbulento de cada uno y la posibilidad de que,  a veces, mi turbulencia y la tuya se sincronicen. Hay una cierta honestidad en cómo la poética de Honji y Sébastien (que con su background en el fondo han tenido que inventar de forma totalmente empírica y afectiva, a partir del hip hop, un territorio de encuentro, una zona de confluencia que no era dada de antemano) oscila irresistiblemente entre la tentación de totalizar (que se expresa en su preferencia instintiva por las formas “puras” : el árbol de Monchichi, el cubo de Borderline, la esfera de Everyness) y la imposibilidad de acceder a esta totalización de no ser por la vía pobre, el tanteo existencial que se desprende de su uso de historias muy individuales o anécdotas muy íntimas.

Es como si la lucha de todos por sincerarse en un lugar único y sencillo acabara invariablemente por generar el tipo de confusión babélica que se da cuando demasiadas intimidades hablan a la vez. Por la misma razón, toda la estética de la compañía juega a conjurar un verdadero clash entre diferentes modos de apariencia: si por un lado se desenvuelve con éxito en el área semántica del look o del glamur (pudiendo, entre otras cosas, habitar con soltura los territorios del videoclip) parece por otro intuir que todo el frenesí de la imagen, toda la multi-orientación del gusto no es otra cosa, en el siglo XXI, que el síntoma más elocuente de una infinita desorientación del deseo. Y por eso aman poner a desfilar sus especímenes de una humanidad muy rítmica y muy al paso con el tiempo, en escenarios y paisajes sustancialmente intemporales: cruzando desiertos con sus mejores galas. Si algo se desprende, en términos antropológicos, de esta versión lírica de hip hop, es el sentimiento muy acertado de que toda nuestra agilidad en los entresijos del infocapitalismo, todas las muecas en las que se concreta nuestra imagen, toda nuestra familiaridad con lo estrictamente actual, resultan en un verdadero pánico ante la abstracción, y en una terrible incomprensión del pasado. El sentimiento de que, perdiendo tiempo, hemos efectivamente perdido el Tiempo.

Era natural, que tras haber explorado los aspectos hápticos del inferno paradisíaco que es la relación de pareja, Wang y Ramírez cedieran a la tentación de subir el listón, de darle una dimensión colectiva a su manera de entender la fusión estilística como atmósfera relacional. De ampliar el alcance de la esferología (uso el término inventado por Peter Sloterdijk en referencia a los modos y efectos culturales de la globalización) sutilmente inaugurada por Monchichi.  Lo hicieron en Borderline (2013) y vuelven a hacerlo en el más reciente Everyness, donde el síndrome de mon Chichi se repercute, con prepotencia, en la presencia totémica y un poco ominosa de un gran globo blanco: engendro auto-inflable, que con su masa cambiante, con su vitalidad estelar o siniestra, viene a representar algo así como el baremo impasible de todas las “gestiones” – irónicas, convulsas, tiernas, desvalidas – a las que los humanos se dedican con tal de capturar la ballena blanca, el continente sin marcar de la felicidad relacional. De esta totalidad imposible (la “everyness” del título) el elemento escenográfico diseñado por Constance Guisset, es  algo así como el cuerpo metafórico y metamórfico definitivo: representa a la vez el cocoon o útero afectivo en el que la pareja recién nacida llega a creerse un universo cerrado;  el péndulo del Tiempo que relativiza la relación; la materia amorfa, casi glutinosa del malestar que afecta las relaciones ya  envejecidas; la paciente, inasible rotación de un planeta bastante indiferente a las agitaciones un poco vanas que lo mantienen en movimiento; y el sometimiento del tiempo que nos ha tocado vivir a la norma de la inflación: crecimiento, pérdida de consistencia y aumento, al mismo tiempo, de la compacidad. En este universo de cercanía molecular, de tele-presencia abarrotadora y de soledad socializada, los hilos y cables de bungee jumping (tan hábilmente usados por Wang y Ramírez en las últimas creaciones) si constituyen en muchos aspectos un enunciado sobre la idea de conexión o imbricación, no dejan de hablar de atadura, suspensión y dependencia de todos – colgados de la red de los deseos y de los deseos en red. La danza, en todo esto, dice la performatividad obligada de las voluntades y sensaciones; de esta musicalización forzada, que cancela la prosa de la vida real. La congestión de la realidad, la hinchazón crónica en la que se auto-realiza la pérdida de toda humanidad y de toda historia, se alimenta directamente de nuestro respiro, cada vez más entrecortado. Y en obsequio a una lógica – no se sabe, de nuevo, si infernal o celestial – cargamos con un enorme peso de inconsistencia, un incalculable fardo de nulidad. Hay que aceptar que el peso de las cosas lo determina el amor, es decir la más inconstante de las medidas. Y bailar con su inconstancia,  perdonándola por bailar tan bien.

WANG RAMIREZ presentan Monchichi en el Mercat de les Flors el 6 y 7 de abril de 2017

Web Compañía:

http://www.wangramirez.com/fr

Bibliografía:

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Kjelle MARYLOU, Trends in Hip Hop Dance, Mitchell Lane Publishers, 2014.

Russell A. POTTER, Spectacular Vernaculars: Hip Hop and the Politics of Postmodernism, SUNY Press, 1995.

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Peter SLOTERDJIK, En el mundo interior del capital, Siruela, 2011.

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Alonzo WESTBROOK,  Hip Hoptionary. The Dictionary of Hip Hop Terminology, Harlem Noon Broadway Books, 2002.

 

Links de interés:

http://www.liketotally80s.com/2013/02/monchhichis/ (Web temática Like Totally 80s, sección sobre Monchhichi, Julie Anderson, 7 julio 2013)

https://mercatflors.cat/blog/cuerpo-a-banda-ancha-el-hip-hop-en-la-encrucijada-del-semiocapitalismo-por-roberto-fratini/ (Roberto Fratini, “Cuerpo a banda ancha: el hip-hop en la encrucijada del semiocapitalismo”, Blog Mercatflors, 14 desembre 2016)

https://mercatflors.cat/blog/sobre-no-sin-mis-huesos-per-ester-vendrell/ (Ester Vendrell, “Sobre No sin mis huesos de Iron Skulls”, Blog Mercatflors, 14 desembre 2016)

http://www.numeridanse.tv/fr/themas/21_hip-hop-influences (sección temática NuméridanseTV, “Hip Hop Influences”)

http://www.constanceguisset.com/ (Web Constance Guisset Studio)

Links Vídeo:

https://www.youtube.com/watch?v=4KiKtNNVHWU (Trailer Emio Greco, Hell)

https://www.youtube.com/watch?v=WopqmACy5XI (corto completo, Norman MacLaren, Pas de deux)

https://www.youtube.com/watch?v=eUIaKbrZUI8&index=8&list=PL2yKo9eACIznGTd8z9NPw7c6Zbvb0N-jR (Reportaje CBS, “Daredevil Dancing”, sobre la STREB Extreme Action Dancing, 30 julio 2015)

https://www.youtube.com/watch?v=qV0IeHBsxYI (extracto vídeo Unearthed: Aerial Dance Chicago)