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‘Cuerpo a Banda Ancha. El Hip Hop en la encrucijada del Semiocapitalismo’, por Roberto Fratini

‘Cuerpo a Banda Ancha. El Hip Hop en la encrucijada del Semiocapitalismo’, por Roberto Fratini

“La única luz que quedaba era un residuo,

La luz de aquello que viene después, transportada por los escombros flotantes

de materia destrozada, por los cascotes calcinados

de eso que antaño había sido humano y variado.

Después vio una camisa bajar del cielo. Andando la vio caer,

Y agitaba los brazos más que cualquier cosa en esta vida.”

(Don De Lillo, El hombre que cae)

 

Así no funciona ahora el mundo. Ahora somos un imperio y cuando actuamos creamos nuestra propia realidad. Y mientras vosotros analizáis esa realidad – mediante un juicio sensato – nosotros actuaremos de nuevo y crearemos nuevas realidades que también analizaréis. Nosotros somos actores de la historia… que vosotros os limitáis a estudiar.”

Palabra de Karl Rove, gran sacerdote del imaginario político norteamericano  en la era Bush. Empapadita de humores posmodernos, no me pareció la más inadecuada de las introducciones a una reflexión general sobre los antagonismos que se enroscan en el ADN poético del “continente Hip Hop”, y sobre los términos de la negociación cultural que, entre Hip-Hop y Creación Contemporánea (con dos ominosas C mayúsculas), ha tenido lugar en las dos últimas décadas. Con su abanico de propuestas performáticas, procedentes tanto del planeta Hip Hop  como del planeta Danza-De-Arte (o lo que quiera definir este nombre celestialmente ridículo), el inminente ciclo de espectáculos y eventos Hop organizado por el Mercat de les Flors es parte, sin duda, de la misma negociación. Uso la palabra negociación por la ambivalencia que supone. Quién imagina el flirteo entre el Multiverso de la Street Dance (dispersivo y centrífugo por naturaleza, pese a su compacidad) y el Universo de la Danza Contemporánea (concentrado y centrípeto por definición, pese a su variedad), como la historia de amor entre una adolescente y su profesor, en la que el docente consiga con ternura yankee desviar en edificantes beneficios pedagógicos y existenciales la presión libidinal de una  alumna joven y desencaminada, atribuye a la situación un candor que no posee. Ahora bien, no solo ocurre, en el caso en cuestión, que el profesor sea en realidad un viejo verde y la alumna una adulta disfrazada estratégicamente de colegiala (lo que convertiría la película para familias en peli porno).

Ocurre más bien (para presentar la situación en términos menos crudos, y también menos cándidos), que el sector de la danza contemporánea (con todos sus modos y categorías de expansión y subsistencia) no ha infravalorado en ningún momento los riesgos que, para su propio proyecto de desarrollo poético y legitimación social, acarreaba el conjunto de entredichos estéticos, políticos y comerciales inherentes a la creciente popularidad del Hip Hop como praxis artística y consumo cultural. Poner axiomáticamente el Hip Hop en minoría y, peor aún, imaginar como síntoma de alguna debilidad la incomodidad a la que el Hip Hop acepta someterse por ansiar la promoción cultural que supondría su cotización en la bolsa del “arte serio”, sería una grave ligereza (soltar ligerezas muy pesadas es el verdadero vicio discursivo de la danza contemporánea). El mismo error llevaría a creer que las fusiones, transacciones y joint ventures de toda pelambre (lemas que la Cultura ha heredado sin temblar de la New Economy) entre danza contemporánea e hip-hop sean formas de una negociación posterior al amor, cuando ocurre exactamente lo contrario: la negociación (el tipo de relación que, con tal de minimizar los daños de un conflicto, se entabla entre enemigos potenciales) ha provechosamente adoptado, en este caso, los protocolos de un flirteo. Los amoríos de conveniencia (en el que una de las partes finge con convicción desempeñar el rol de quién pide humildemente algo para disimular su persuasión de estar concediendo algo, mientras la otra finge conceder algo para no confesarse necesitada) no van nunca exentos de elementos hipócritas.

Sea dicho sin ánimo de ofender: cierta ración de hipocresía es el secreto de las uniones más creativas. Aunque en las negociaciones neo-tiernas la parte que tiene si acaso menos que perder es justamente la que asume de forma explícita el rol subalterno de aprendiz y el elevado suministro de paternalismo que supone (en este caso, la celebrada humildad de los creadores Hip Hop, quienes aceptan la misión reeducativa impartida por la Danza Contemporánea, aquí en el rol de la docente pedagógicamente avispada, fiel al dogma del “profesor ignorante”, dispuesto en todo momento a aprender de los jóvenes). El resultado es un fantasmagórico ballet de mutua generosidad. Que la relación sea en realidad bastante asimétrica explica también el esfuerzo discursivo gastado en presentarla como perfectamente simétrica. El Hip-Hop aquí es simplemente más fuerte. Van también dramáticamente desencaminados quienes siguen creyendo que la apertura del circuito de la Cultura Alta a los intérpretes y creadores Hip Hop haya sido en algún momento la terapia exquisita que el sector culto de la danza creyó prescribirse al asumir raciones homeopáticas de un sector presuntamente inculto, porque el sector presuntamente inculto vino desde el principio pisando fuerte (nunca mejor dicho), y mucho antes de que el sector culto elaborara sus sigilosas fantasías de fusión, los artistas de Hip Hop ya eran suficientemente duchos en mestizajes, fusiones, apropiaciones e inclusiones estilísticas como para haberse inventado una idea muy autóctona y muy poco cándida de “shift a lo contemporáneo” (Hip Hop Flamenco y Hip Hop Belly Dance no son ni siquiera las más peregrinas de las aventuras de mestizaje emprendidas autónomamente por el sector de la Street Dance): las etiquetas D.O.P. de Lyrical Hip Hop o de Contemporary Hip Hop expresan, más que la pálida esperanza de ser absorbido por el universo cinético y conceptual de la danza contemporánea, la tranquila certidumbre de saber cómo absorberlo. El Hip Hop tiene sus escuelas, corrientes, facciones y academias (la más emblemática sea tal vez el Hip-Hop Dance Conservatory – HHDC – fundando en New York por Safi Thomas en 2004. Le seguiría en 2007 el programa de bachelor  en Hip Hop, Urban and Global Dances de la University of East London).

Por esto, desde que Stefan “Mr.Wiggles” Clemente y Jorge “Popmaster Fabel” Pabon (GhettOriginal Company) arrasaron el off-Broadway con So! What Happens Now? (1991); desde que Cassandra Chavez fundara en EEUU la primera compañía oficial de Hip Hop teatral  (Unity Dance Ensemble, 1994); y desde que los dance shows y talent shows televisivos americanos – siniestra progenie noventera de los gloriosos Fame y Soul Train –, acostumbraron los grupos de Street Dance a reorganizar sus talentos según patrones espectaculares, estéticos y coreográficos más rigurosos, el número de compañías de este Hip Hop “expandido”, capaz de integrar en todo momento cualquier input de vocabularios ajenos, ha crecido exponencialmente.

Tampoco es de extrañar que, una vez configurada la tendencia, el corazón poético de esa nueva corriente de Hip Hop teatral terminara latiendo más establemente en Europa: antes en Alemania, gracias al ejemplar trabajo de apropiación y estilización de Niels “Storm” Robitsky (fundador de Battle Squad), y sucesivamente en Francia, donde el irresistible ascenso de la Street Dance consiguió sincronizarse  – como un retorno masivo de lo reprimido – con la boga de la Danza Conceptual, y donde se ubica en la actualidad el vivero más extenso de nuevas estéticas Hip Hop (la primera compañía, Melting Spot del coreógrafo Farid Berki data de 1994). No me refiero únicamente a la salvaje pandemia de americanismos que en los 90 intoxicó radicalmente los modos de consumo del Viejo Continente (la misma pandemia que convirtió Paris en la capital europea del Fast-Food y del slang de importación).

Más allá de que el conjunto de la Urban Culture fuera debidamente percibido como otra suculencia genuinamente estadounidense, los artistas europeos de Hip Hop (quienes gustaban de considerarse americanos por adhesión ideológica y formal) intuyeron que, mientras en EEUU, precisamente gracias a la sobreexposición  mediática que había permitido su lanzamiento masivo, el Hip Hop difícilmente se libraría de la etiqueta de entretenimiento popular y acrobático, Europa disponía, para bien o para mal, de suficientes neurosis intelectuales, de una idea de Cultura suficientemente ecuménica y de un mercado cultural suficientemente fluido para que fuera plausible, aquí, elevar esa nueva manera de bailar a cotas inéditas de legitimación.

Físicamente virtuoso por constitución, el Hip Hop llegó a Europa como a un escenario de infinitas virtualidades culturales. Isadora Duncan, Loïe Fuller y Ruth St Denis, gloriosas y americanísimas madres de esa danza moderna que fue el mayor exploît intelectual de la Belle Époque europea, habían hecho, en el fondo, exactamente lo mismo: abrir el cerco de las virtudes prácticas al infinito de las virtualidades discursivas. E importar a Europa la encarnación pragmática, americana y supuestamente “sana” de unas obsesiones en las que Europa reconoció (y veneró) su propia patología cultural.

La operación ha sido, ahora como entonces, exitosamente viral. Sigue, para los incondicionales del género, un sucinto y algo estéril listado de algunas (y solo algunas) de las compañías de Hip Hop contemporáneo o Hip Hop de fusión actualmente en activo entre Francia y, en menor medida, Inglaterra: Cie Hors Série (cor. Hamid Ben Mahi);  Mike Albvarez, Caroline Le Noane, Mendo Mayenge;  Cie Par Terre (Anne Nguyen)  Cie Käfig (Mourad Merzouki) Cie Eskemm (Fadil Kasri, Karine Le Bris)  Favela Compagnie (Ghel Nikaido);  Cie. Zahrbat (Aïda Boudriga)  Cie Second Souffle (Azdine Benyoucef), Cie   Black Irish (Ronald West). Cabrá destacar, entre todas, la franco-alemana Cie. Wang-Ramírez (a día de hoy el experimento más refinado de irradiación poética del Hip Hop), y la nada desdeñable contribución española a la gran oleada europea de experimentos de teatralización de la Street Dance, en la aventura artística de compañías como Brodas Bros, Kulbik, Iron Skulls, Get Bak.

Si el mundo Hip Hop se ha beneficiado, en los últimos años, de la creciente porosidad de las programaciones; si sus artistas a título personal, o algunos de los valores estilísticos que el Hip Hop representa han podido contribuir considerablemente a la forja de lenguajes contemporáneos muy evolutivos (La Veronal en España, Aerites en Grecia, incluso Forsythe en Alemania son buenos ejemplos de este tipo de síntesis); y si la Street dance ha estado en el centro de mil experimentos – más o menos felices, más o menos comercialmente malintencionados – de “fusión”, es porque los bailarines Hip Hop poseen innegables alicientes dancísticos:

han revolucionado las pedagogías tradicionales gracias una praxis de aprendizaje anti-jerárquica y vocacionalmente auto-didáctica que se trueca en un círculo virtuoso de observación, emulación y superación; gracias a este estilo de aprendizaje suelen ser incomparablemente rápidos a la hora de incorporar otros lenguajes (esto los convierte en movers muy cotizados); su manera de improvisar no tiene nada de los acentos místico-misioneros, de la cautela metafísica que aquejan la retórica de la improvisación en danza moderna y contemporánea; su investigación de nuevas formas viene marcada por un pragmatismo muy desacomplejado; optan por un cinetismo liberado en tiempos en los que la danza contemporánea sigue mareando (un poco jesuíticamente) la perdiz ideológica de su auto-agotamiento; son extremadamente curiosos  y, en muchos casos, más dispuestos al desafío intelectual que muchos coleguitas de la corriente contemporánea; su frecuentación diaria de la sintaxis inherente a los nuevos protocolos de narración (y a todo lo que fluye por la Red) les permiten desenvolverse con resultados bastante persuasivos en medios tradicionalmente “exquisitos” como la Video-danza (son ejemplos recientes de ello  Crack the Cypher de Marites Carino y Tentacle Tribe (2016) o Novaciéries de (La)Horde (2016)); al coreografiar consiguen, sin desautorizarse, evitar toda forma de autoritarismo, porque su idea de composición es simplemente “operacional”; poseen un vocabulario cuyas articulaciones sintácticas y modos vivos de expansión son los más cercanos, en la actualidad, a las articulaciones y expansiones del Ballet (sé que para algunos esto será más una tara que un aliciente – dejémoslos sin más llevar a cabo la cruzada anti-ballet que necesitan para legitimarse -); por eso, su danza desencadena innegables fenómenos de empatía cinestésica, al igual que los bailarines decimonónicos encarnaban con holgada exactitud (sin teorizarla) la tesitura antropológica de su tiempo; aunque reconozcan que la gramática es un vehículo obtuso- y estén por ende más que dispuestos a flexibilizarla -, repudian naturalmente de la creencia de que la única solución a las deficiencias del lenguaje sea una evangélica renuncia a gramática y sintaxis; no viven en ninguna burbuja cultural, porque la matriz de su estilo es estrictamente social; no cultivan por lo general ningún tipo de nostalgia bucólica; no llaman “mamá” a la Naturaleza (y pueden alardear de un largo historial de “hijos terribles” en sus filas); no ponen a la danza en el centro de ningún programita de curación espiritual. Aman incondicionalmente la danza en un tiempo en que la danza se siente honesta sólo odiándose a destajo.

Aquí acaba la pars construens de esta reflexión.

Volvamos ahora a la frase de Karl Rove. Intentemos ignorar su procedencia (salió de la boca de uno de los representantes más destacado del mefítico programa de disuasión neo-con inaugurado por Bush y compañía) y suprimamos por capricho el repugnante guiño all american (“Somos un imperio”) que la sustenta: el mensaje pasa entonces a ser una extraordinaria síntesis del actual cometido poético del Hip Hop.

De paso, hechas las debidas censuras sobre la única frase que delata en Karl Rove la irresistible tendencia – neocínica, diría Sloterdijk – a irse de la boca cuando delira sobre la superioridad de la administración Bush, el programa enunciado cuadra perfectamente con ciertos delirios, muy vigentes en el discurso de la Danza Contemporánea, sobre el “atraso” estructural de la teoría ante la praxis; o sobre la pretensión de que la única teoría “veraz” sea la que se desprende – sin mediar elucubraciones – del milagroso protocolo auto-persuasivo de la corpo-realidad vivida. En esta apología de la praxis, la moralina patente de la danza contemporánea casaría inauditamente bien con el programa latente del Hip Hop.

Pero este escrito no va de los delirios reaccionarios que a veces destila el discurso de la danza contemporánea: va de Hip Hop, y es justamente bajo la lupa del Hip Hop donde la frase de Rove adquiere todo el poder de una constatación de facto, y no de una piadosa auto-hipnosis.

No es un azar que la irresistible difusión del Hip Hop en la praxis y en el gusto, americanos antes, globales después, fuera infaliblemente contextual a los desmanes del Neocapitalismo. Por mucho que siga vigente la fábula de que la música y la danza Hip-Hop expresan sin ambigüedades un programa de disidencia, de ataque al sistema (y un largo etcétera de tópicos raperos), nadie puede ignorar que, en el marco de la posmodernidad tardía, no existe fenómeno que se sustraiga a la regla de pagar con una desmovilización sistemática su chance estelar de difusión, inflación o banalización; nadie puede en resumidas cuentas ignorar que las raíces disidentes del Hip Hop, su Ur-poética de gueto, se trans-valuaron al “arborizarse” en la masiva popularización del Hip Hop mismo, y que en la actualidad el Hip Hop entretiene con la Cultura de Masas un matrimonio suficientemente rentable como para reducir su fusión con la Danza Contemporánea a un capricho adulterino.

Llegados aquí, tendríamos al alcance de la mano un argumento muy parecido a la arrasadora teodicea que la izquierda liberal euro-americana no se cansa de aplicar al ’68: esto de que las ideas maravillosas que vertebraron la gran primavera de todas las libertades se vieron arrebatar su  potencial utópico por el contragolpe de una Mano Negra llamada Mercado. Ocurre con el Hip Hop lo que suele ocurrir con los movimientos contestatarios y con las poéticas inherentes: que no iremos a ningún lado mientras sigamos haciendo un uso retroactivo y mítico (es decir, literalmente mistificador) de sus elementos de disidencia real. La inocencia del pasado es siempre un producto cultural del presente, y un constructo neurótico.

Si en el caso del ’68 es humano creer que la desmovilización estuviera dramáticamente inscrita en el ADN mismo de su ansiedad de movilización, no será menos fecundo creer que la gramática de la disidencia Hip Hop conllevara desde sus orígenes fuertes elementos de sintonía, más que de “distonía”, con el status quo – presente y por venir – tal y cómo lo preanunciaban las políticas económica de Bush Y Thatcher. Nada, pues, de teodiceas. La única esperanza de que una disidencia sea políticamente operativa y no culturalmente mítica, es que sepa dudar de su inocencia y, justamente, renegociarla. Probablemente sea este el aspecto más interesante (y de momentos el más descuidado) del debate por venir entre Hip Hop y Danza Contemporánea.

El Hip Hop vendría a ser en suma la expresión dancística Hi-Fi, la más impecable, la más digital, de eso que Franco Berardi ha bautizado Semiocapitalismo o Infocapitalismo, describiéndolo como el empleo masivo de las nuevas tecnologías de informatización para desarrollar, con intentos incalculablemente disuasorios, la producción y el consumo cada vez más indiscriminados de nueva realidad. Ser “actores de la historia” significa, pues, haber incorporado las normas semiocapitalistas de la praxis inmediata como imagen fiel de una performance virtual de sí o viceversa del consumo de la autoficción vrtual como vivencia real (self-consumption, y por ende self-presumption); y haberlas incorporado con suficiente radicalidad como para asumir que efectivamente el espectáculo ha remplazado definitivamente la historia, y que en este espectáculo totalmente extemporáneo, es decir editado en real-time, los prácticos (improvisadores, hombres de acción, sujetos self-made, “accionistas” de toda calaña, “cuerpos tirados a la batalla” de una forma que Pasolini no atisbó imaginar y que lo hubiera horrorizado) se desenvolverán mucho mejor que los analistas.

Tampoco se considera problemático que la acción directa, la experiencia y el run-through sistémico sean en realidad la expresión masiva de un total apaciguamiento de los antagonismos sociales (perfeccionando con nuevas cotas de eficacia la labor de la desmovilización general): el Semio-capitalismo es suficientemente ancho, expansivo e inflacionario como para debilitar paulatinamente la simple sospecha de que pueda existir algo en el extrarradio de su marco, cuya ampliación es constante (ese extrarradio es la zona pobre que la teoría ha habitado desde siempre).

Hace unos años el aciago programa de televisión Fama (a bailar), tristemente uno de los agentes más destacados en la popularización de la Street Dance en España (y en todos los países de Europa que se vieron infligir ese format televisivo), lanzaba a bombo y platillo su tercera temporada (o cuarta: no he controlado, ni ganas que tengo), titulada Fama – RevolutionS (nótese el astuto plural) con la consigna “La gente ha tomado las calles”: referencia obscenamente explícita al catálogo de tópicos anti-sistema que los consumidores de hip hop adoran asociar a su música favorita. Podemos por supuesto liquidar la iniciativa de la cadena de televisión como el enésimo acto de expropiación ideológica. O podemos preguntarnos si el llamamiento descafeinadamente revolucionario de los guionistas no expresara la simple constatación de que el Hip Hop se había convertido, ya por entonces, en el enclave cultural que apagaba (o que volvía increíblemente más complejas, más espinosas de sobrellevar) las distinciones clásicas entre revolución y docilidad. Preguntarnos si no se daba, en la panoplia de estilos de la Street Dance, la misma ambivalencia que apreciamos en fenómenos como el Flash Mov, donde efectivamente la gente (entendiendo por “gente” el pueblo de la Infoesfera, que trama la movilización-relámpago en las espesuras presuntamente “emancipadoras” de la Red) toma las calles para brindarse a una tonificante performance de revolución bien consensuada o de consenso bien bien revolucionario.

Colofoncito televisivo: hace unos tres años el equipo de Fama inauguró con éxito apabullante su primer campo de verano (rosado epílogo posmoderno al siglo de los campos, campamentos y parques temáticos): vivero neo-escoltista de nuevos talentos Street Dance, llamados a vivir una experiencia mu-guay,  comunitaria y humana, animados a bailar a tope en el marco de un entreno total, con las vistas puestas en movilizaciones futuras, o con la perspectiva de un futuro-en-la-televisión – que es lo mismo -. Y mucho miedo me da.

Sólo ahora es posible medir el alcance de la mutación antropológica propiciada por la misa negra que unió en matrimonio la economía global y el semiocapitalismo: masificación del privilegio (poseído o fantaseado o ambas cosas a la vez) de la realidad como autoproducción, y por supuesto un fantasmagórico giro virtual de las fantasías sobre realización de sí que han vertebrado la aventura de la subjetividad en el último siglo. Michel Houellebecq (y Jean Baudrillard antes que él) han debidamente señalado que, bajo los auspicios de un capitalismo cada vez más desterritorializado, y cada vez más propenso a favorecer la proliferación online de su ideología (que no viaja en Red sino que, en buena medida, es la Red misma), el territorio ya no precedería ni sobreviviría al mapa, es decir a su computación, descomposición y reprogramación flexible. El territorio se volvería ya totalmente fantasmal, literalmente mítico.

Así pues, las crisis globales de todo tipo premeditadas en el marco de la estrategia del shock no suponen, en este aspecto, un acto de edición de lo real o posproducción en real-time menos refinado que la programación de esos mismos videojuegos en los que los nuevos wanna-be guerreros se entrenan a ser la encarnación terminal de lo que el capitalismo absoluto espera de sus súbditos: las persuasivas contrafiguras cinematográficas, o los temibles avatares armados de sí mismos. Mission impossible (siempre que sale un nuevo episodio de la infumable saga, el marketing nos recuerda que el señor Tom Cruise, discípulo guaperas de Scientology, quiso interpretar él mismo sus secuencias de acción). O, en una versión más tétrica, Misión Suicida, que precisa, como toda misión, de un oportuno disparador ideológico o religioso.

La excitación para-erótica con la que el público suele acoger las estelares prestaciones del Breaker o B-boy (en la rama más atlética y, en muchos aspectos, la más “marcial”, del Hip Hop) no expresa otra cosa que la compulsión colectiva a venerar el icono de un cuerpo real empeñado en proezas que acostumbramos asociar a la actividad de los cuerpos virtuales. Delata también, en el peor de los casos, la grosera “nostalgia de barbarie” que ha dado auge, en el imaginario popular reciente, a un alucinante revival del prototipo antiguo del stuntman suicida anti-sistema: el gladiador, protagonista indiscutible de toda la última oleada de porno-ficción televisiva y narrativa.  Precisamente la tendencia a admirar la inhumana habilidad de ciertos humanos por hacer cosas imposibles y peligrosas (y a reinterpretar el mandato popular de la danza en términos espectacularmente “suicidas”) es entre otras cosas lo que en la última década ha impulsado los astutos empresarios de RedBull a anexionar generosamente las kermesses y competiciones de Hip Hop (sobre todo en la variante B-Boy) a su ancho menú de deportes de riesgo y fiestorros inherentes (hace unos años incluso el Flamenco, con la complicidad de Rafael Amargo, entró en la propuesta, oportunamente fusionado con las proezas del Flatland y de sus ciclistas desquiciadetes. En tiempos más recientes, fue un conato interesante de fusión Flamenco-Hip Hop Felahikum, producto de una joint venture entre Rocío Molina y la Cie. Wang-Ramírez).

El catálogo Redbull, que fomenta a conciencia una confusión totalmente fascista entre competición deportiva y prestación artística, en alistar a los artistas de Hip Hop como si de “atletas extremos” se tratara aplica el mismo baremo por el que contrata los atletas urbanos de Par-court como performers de aúpa. Los vídeos de estas manifestaciones son emitidos a destajo por las pantallas de los gimnasios de esta ciudad: no hay mejor acicate a la misión heroica (la auto-producción de una contrafigura de sí sexy-belicosa) asumida por los adeptos del fitness, militarmente motivados a alcanzar deportivamente un objetivo auto-estético. Y a ser su propia obra maestra.

La fuerza del Hip Hop es, en este aspecto, su principal debilidad: la que lo expone a incontables manipulaciones mediáticas y servidumbres ideológicas encriptadas. Fuerza (y debilidad) de constituirse como  la encarnación más directa de la “pérdida del territorio” inherente a la virtualización del cuerpo; fuerza (y debilidad) de haberse convertido en la manifestación identitaria preferente de la primera generación cuya idea de realidad se haya forjado mayoritariamente sobre estímulos de tipo virtual, y sobre la sistemática inutilización o desmaterialización de los referentes físicos o simbólicos que habían conformado el sistema de la realidad para las generaciones anteriores.

Llevada al campo de la danza, esta desmaterialización del referente halla una expresión infalible en la enorme variedad de modos corpóreos que configura el mapa de los estilos Hip Hop. Todos ellos se fundamentan de hecho en una neutralización aparentemente artificial (o en una hipertrofia aparentemente innatural) de los referentes que han vertebrado durante un siglo la aventura ideológica de la danza moderna: peso, gravedad, flujo, inmanencia, organicidad, momentum, etc.

La manera más sencilla de describir el sistema de “efectos” desplegado por el vocabulario de la danza Hip Hop, es de imaginarla como un conjunto bien articulado de editings o renderings específicos del cuerpo real y de su movimiento; de considerar que, a menudo, incluso los nombres de esos estilos parecen inspirados en el tipo de imagen corpórea “emancipada de sí” que la ciencia ficción antes y la tecnología virtual después han venido normalizando en los 30 últimos años: fenomenal antes que fenoménica.

Todo deja suponer que, en el caso del Hip Hop, haya venido materializándose de la forma más paradójica la sospecha, expresada por Benjamin, de que en las fases terminales de la civilización lo real dejaría de elaborar sus imposibles y ocurriría si acaso lo opuesto: que “lo imposible trabajara lo real”. El primer resultado de esta reprogramación de lo real como “performance de lo imposible” es la reducción literal de las disidencias reales (y ya  imposibles) a una mera “revolución del simulacro”: por un lado la alocada subversión de las leyes físicas de un cuerpo bien entrenado a actuar como simulacro de sí; por otro la seductiva y peligrosa revolución en sentido propio, la independización y toma de poder, del simulacro sobre lo real que pretendía autorizarlo o dictarlo. En este sentido no hay nada menos “representacional”, menos estrictamente performativo que el Hip Hop; al mismo tiempo no hay que encarne con mejor aproximación la golosina mediática de una real fiction sin fisuras.

No es que el Hip Hop se halle ahora mismo en una encrucijada (y mucho menos en la supuesta encrucijada entre Arte y Mercado, que es cómo suele describirse su dilema). La encrucijada es de tipo estructural, porque de alguna forma determina (o indetermina) la agenda política y poética del Universo Hip Hop desde sus orígenes. Se trata de decidir si el hecho de que el cuerpo efectúe los efectos y afectos del Semiocapitalismo posee en sí virtudes subversivas (porque convierte al Hip Hop en una asunción poética y paradójica de las nuevas normas sociales y corpóreas, una denuncia directa del statu quo y de cómo el statu quo ha reformateado nuestros cuerpos), o si precisamente este rendering digital, esta síntesis sin errores del nuevo orden, determinado a la movilización permanente de lo virtual y a la desmovilización permanente de lo real, no sea en el fondo un acto extremo de docilidad, una eufórica vivencia del conformismo.

En los entresijos de la Cultura Hip Hop anida, al fin y al cabo, la insidia potencial que estuvo detrás de todo el giro tecnológico de las últimas décadas: el riesgo de que, pese a que los procedimientos digitales prometieran perfeccionar la deficitaria fidelidad al original que se expresaba en la tecnología analógica, la transición de analógico a digital supusiera una progresiva abolición del referente y, la desaparición, con él, de cualquier margen de crítica. Cualquier margen, diría Rove, de análisis.

 Cumplimiento permanente que corroe los espacios del deseo.

Podemos, pues, evaluar con más astucia la actual polarización semántica del Hip Hop en dirección subversiva: me refiero una vez más al histérico y belicosamente pacifista fuck the system que constituye mayoritariamente el temario de las letras rap y que invoca la marginalidad de la Street Dance como argumento definitivo de legitimación política; me refiero al incombustible epos de videojuego que gusta de retratar al bailarín de Break como último de los combatientes y paradigma cool del “guerrero urbano” (el Manuel du guerrier de la ville de la coreógrafa neo-hop ‘Nguyen es una verdadera enciclopedia de estos crujientes topicazos), cuando no del Super-heroe de una era consensuadamente anticonsensual (como Captain America y Superman lo fueron de la era consensual): en 2010 arrasaba la serie web The LXD, cuyos protagonistas, miembros de un colectivo de Street Dancer especializados cada uno en un estilo Hip Hop específico, disponían además de super-poderes que activaban (ejem) a través de la danza.

Si el Hip Hop despotrica sincopadamente contra el Mercado con una energía directamente proporcional a la extensión de la tajada que el Mercado le va sacando al Hip Hop no es, como suele creerse, porque el Mercado quiera desvirtuar la naturaleza libertaria y marginal de todo un mundo, sino porque ese mundo ha aceptado la regla neo-capitalista de insultar con más fuerza precisamente al amo al que se sirve con más dedición. El Hip Hop está infinitamente expuesto, con su gamberrismo anti-establishment, al peligro de convertirse en la variante carnavalesca del politically correct; de ser, en suma, la forma de corrección política más extrema.

La celebración del Hip Hop como contra-cultura o cultura popular no deja en resumidas cuentas de ser tramposa, por la simple razón de que ninguna “cultura popular”, que goce de un aval mediático indiscriminado y que se trueque en los decálogos de popularidad fomentados por la televisión, puede serlo. Resulta casi cándido aplicarle la parafarenalia de  categorías “benévolas” que los Cultural