Israel Galván. Con solo pronunciar su nombre, atraemos una lista interminable de epítetos y calificativos que, a lo largo de más de dos décadas, se han ido sumando a la sombra de su baile como las latas escandalosas a los coches de los recién casados: el bailaor de soledades, el bailaor del silencio, el que baila de perfil, el que traza geometrías. El irónico, el transgresor, el virtuoso. El bailaor total. El hijo pródigo. Aquel que traicionó sus orígenes y revolucionó el flamenco. Aquel que removió las entrañas de la tradición para encontrar su propio camino y convertirse, él mismo, en tradición.
En tradición, sí: “conjunto de rasgos propios de unos géneros o unas formas artísticas que han perdurado a lo largo de los años”. Hoy en día, Israel Galván no es solo una gran figura del flamenco y la escena contemporánea. Hoy en día, Israel Galván es también un estilo, una escuela y un repertorio. Es tradición, en el sentido más preciso y honorable de la palabra.
En el flamenco, como en todas las artes, la tradición crece y se expande con el paso del tiempo, siguiendo unos parámetros muy determinados. Si repasamos la trayectoria de Galván, en seguida nos damos cuenta de que el bailaor cumple con todos los requisitos para ser considerado como un clásico de nuestro tiempo. Sus obras se han ganado el reconocimiento de la crítica y el público internacionales. Su baile se estudia en escuelas, conservatorios y universidades. Sus espectáculos se reprograman en teatros de todo el mundo y su éxito en los escenarios va acompañado de un proceso de transmisión de su lenguaje.
El espectáculo de su consagración definitiva, Arena, se volvió a programar catorce años más tarde. La obra que lo consagró como primera figura del flamenco “de vanguardia”, lo ha consagrado también como un “clásico contemporáneo” ¿Le queda algo más por conseguir a Israel Galván para que podamos considerarlo, definitivamente, un clásico?
“El Amor Brujo si es un perro, me muerde,
lo tenía cerca y no me daba cuenta”
Hasta que un crítico no le preguntó “¿para cuándo El Amor Brujo?”, Israel Galván no empezó a plantearse la posibilidad de reinterpretar la obra de Manuel de Falla: “quizás porque no me siento identificado con sus versiones en clave de Ballet Flamenco o Danza.” Esto nos lleva a preguntarnos si la reinterpretación del repertorio es otro de los factores indispensables para ganarse una estatua en el olimpo de los dioses: ¿hasta qué punto es necesario reinterpretar la tradición pasada para devenir la tradición del futuro? ¿O quizás ha llegado el momento de actualizar el repertorio, como corpus y como concepto?
En el caso de Israel Galván, aunque la llamada de El Amor Brujo tardó en llegarle, finalmente encontró un camino que le permitió acercarse a esta pieza. Una inspiración más formal que temática que lo conectó con la experiencia de las primeras intérpretes que se enfrentaron a la partitura de Falla: “quiero bailar el proceso de transición musical que hubo entre la versión de Pastora Imperio hasta Antonia Mercé La Argentina”.
Para bailar esta transición, Israel se transforma en Eduarda de los Reyes. Este alter ego que el bailaor construye en su Gitanería en un acto y dos cuadros, le permite, según sus propias palabras, “cambiar cuerpo y alma”. El recurso del transformismo se convierte así en una suerte de rito de paso hacia el universo estético y expresivo arrebatado por el binarismo de género (como ocurría en ¡Viva! de Manuel Liñán). Pero ¿por qué necesitamos travestirnos para explorar las maneras de bailar consideradas tradicionalmente como femeninas? ¿Es el travestismo una excusa para permitirnos el “baile de mujer” o una fase indispensable del ritual de invocación? ¿Tiene que ver con una cuestión estética, ética o generacional?
“Mi búsqueda en el baile es la transformación, y en este caso,
los antiguos maestros me dan la clave para cambiar cuerpo y alma.”
Israel Galván aspira a “ser un cuerpo, ni hombre ni mujer”. Romper las barreras entre el baile de hombre y el baile de mujer para ser libre. A lo largo de su carrera, este deseo de libertad lo ha llevado a desarrollar un lenguaje personal y una poética propia basados en la reconstrucción de los códigos flamencos y las estructuras tradicionales. Reconstrucción, que no deconstrucción. Porque Galván desmonta para volver a montar. Como apunta Fernando López Rodríguez, “en Israel los referentes del pasado aparecen, distorsionados, reubicados, reestructurados, pero aparecen: el espectador puede desarrollar una mirada re-compositiva de los elementos reconocidos que son presentados de una manera nueva”.
La operación que lleva a cabo el bailaor en el ámbito del cuerpo y el baile es similar a la revisión de los cantes y la voz flamenca que realiza el Niño de Elche. Un cantaor, creador y agitador sociocultural que se ha convertido en una figura omnipresente en la escena contemporánea de nuestro país.
Ahora bien, en contraposición a Galván, el discurso estético e ideológico del Niño de Elche tiene que ver más con la distorsión y la destrucción que con la reconstrucción. No en vano, lleva ya algunos años “matando” el flamenco. Su discurso, tan provocador como ambiguo, se sitúa en el eterno interrogante. Es un cóctel entre el anti-arte gamberro de las vanguardias históricas y el nihilismo disfrutón de la generación beat.
“Cuando arde el teatro y la piel y la carne se consumen
vemos debajo el esqueleto de dos máquinas.”
Cuando Francisco Contreras e Israel Galván comparten escenario, las leyes del espacio y del tiempo parecen expandirse. Cuando estos dos “mellizos” se encuentran sobre las tablas, se convierten en dos cabezas de un mismo monstruo, en el yin y el yang de una misma religión. El positivo y el negativo de una misma imagen que consigue revelarse ante nuestros ojos gracias a la ironía, la irreverencia y unas ganas insaciables de seguir jugando.
En Mellizo doble, bailaor y cantaor exploran la relación entre máquina y flamenco. Un binomio que no solo nos remite al baile con dinamos de Vicente Escudero, sino que nos hace pensar en otras “maquinaciones” contemporáneas, como las experimentaciones con la guitarra de Raúl Cantizano, las Máquinas sagradas de Juan Carlos Lérida o el activismo audiovisual de Los Voluble. En esta ocasión, Galván y Niño de Elche se adentran en el flamenco como máquina de emociones, tomando como punto de partida su paradoja fundacional: ser un arte de percepción espontánea e improvisada, pero de construcción altamente compleja y codificada.
Con la precisión quirúrgica de un cirujano y la curiosidad desacomplejada de un niño travieso, Israel y Francisco diseccionan las estructuras flamencas para poner en evidencia sus límites e intentar ampliarlos. Especulan con los códigos y exprimen el lenguaje desde el rigor y desde el juego para enseñarnos la cara más lúdica de la experimentación. La libertad y el permiso que ambos artistas se dan en escena nos demuestran que el compromiso no es incompatible con la diversión. Que la investigación nunca estuvo reñida con el gozo (más bien, todo lo contrario).
Salvador S. Sánchez
ISRAEL GALVÁN presenta al Mercat de les Flors: ‘El Amor Brujo. Gitanería en un acto y dos cuadros’, el 13 i 14 d’octubre de 2022, i ‘Mellizo Doble’, el 15 i 16 d’octubre de 2022
Bibliografía
Didi-Huberman, Georges. El bailaor de soledades. Valencia: Pre-Textos, 2008.
Frayssinet-Savy, Corinne. Israel Galván. Bailar el silencio. Barcelona: Continta me tienes, 2015.
López Rodríguez, Fernando. “Israel Galván, ¿qué es la contemporaneidad en la danza española?” en La investigación en danza en España 2012. Valencia: Mahali, 2012.
López Rodríguez, Fernando. De puertas para adentro. Madrid: Egales, 2017.
Salas, Roger. ¿Por qué bailamos? Papelería sobre la danza (y el ballet). Barcelona: Cumbres, 2014.
Videografía
No más versiones: El Amor Brujo, Fernando López (2021)
Guitar Surprise, el baile de las cuerdas, Raúl Cantizano (2020)
Flamenco is not a Crime, Los Voluble (2019)
Máquinas Sagradas, Juan Carlos Lérida (2018)
Carmen, máquina flamenca de Ignacio Rodríguez Linares (2015)
Vicente Escudero, Archivo NO-DO (1965)