“Asile, asile, ô mon asile, Ô Tourbillon!
J’étais en toi, ò mouvement,
en dehors de toutes les choses…”
(Paul Valéry)
La historia de la sintonía a distancia, de la aventura meta-crónica entre Ola Maciejewska y La Loïe (como se la llamó en los enclaves mundanos de Europa a comienzos del siglo XX) empieza en 2011, cuando Maciejewska impacta el mundo de la teoría y de la praxis con un estudio de movimiento, Loïe Fuller: research, que era un sondeo a solas del universo plástico de Fuller. Bombyx Mori, concebido para tres intérpretes, es, en muchos aspectos, una floración de esa primera inmersión. “Inmersión” porque sumirse en el mundo matérico de Fuller (y enfundarse en los inauditos volúmenes de tejido que Fuller llegó a movilizar en los momentos álgidos de su carrera) es una especie de aventura acuática. ¿El último exploît coreográfico de Fuller no fue acaso la puesta en imagen del poema sinfónico La Mer (el Mar) de Claude Debussy, que suponía la movilización de una superficie de seda suficiente a cubrir toda la escalera monumental del Grand Palais parisino? Inmersión, pues: que supone el desafío plástico de “esculpir” una forma que no se deja manejar ni habitar sino teniendo en cuenta su naturaleza escurridiza, su esencia cinética, lo inasible de su aparición, su sustancial invisibilidad: una forma en suspensión (precisamente porque es imposible decir cuánto haya, en ella, de forma – y cuánto de materia). Suspendido, transicional es también el estatuto de la oruga Bombyx Mori, cuando desaparece en su ovillo de hilo de seda, como en una apnea marina entre lo que ya no es, y lo que no es aún.
Buceo, si se quiere, en aguas mortales: el mar es una temible matriz de formas sin nombres y de improvisaciones biológicas capaces de desafiar cualquier taxonomía, de desbaratar cualquier lenguaje; un inmenso reino de invertebración. Y un “medio” en el sentido más puro: espacio de materia (o materia de espacio). Si al describir la danza hipnótica de las medusas Valéry pudo pensar en Loïe Fuller y en sus castillos efímeros de forma y luz, es porque Fuller hacia esto: usar la materia más ligera, la más impalpable, para inscribir en esa membrana una verdadera “epifanía del medio”: la piel danzada del espacio. Que Maciejewska revisitara esta paradoja, y adoptara, “esculpiendo el espacio”, la temeridad de dar forma a lo invisible y a lo desaparecido (como otros artistas han hecho en los últimos años – entre ellos Rodrigo Sobarzo y Phia Ménard o, aquí mismo, Carme Torrent e Iñaki Álvarez-), fue también de importancia seminal para redefinir esas nociones de reenactment, re-incorporación o re-aprociación que han coloreado el debate poético de las dos últimas décadas, devolviendo un enérgico protagonismo a las individualidades intensivas, a las singularidades somáticas y a las excepciones poéticas que conformaron los umbrales de la danza moderna entre 1892 (la fecha en la que Fuller desembarcó en Paris) y la segunda guerra mundial. Que vuelvan a interesar tanto artistas que, pese a crear tantas escuelas, fueron todas depositarias de estilos directos, idiosincrásicos, difícilmente reducibles a una pedagogía, es en muchos aspectos un síntoma de la soledad que, en un medio artístico abarrotado de propuestas y marcado por una tasa muy elevada de arbitrio, los artistas sufren (síntoma, también, de que sufren la soledad suficientemente como para reivindicar su derecho a la indeterminación y a la suspensión como condiciones imprescindibles para poseer un lenguaje propio). De estos revivals de singularidades (y a menudo del proyecto teorético de buscar en esas singularidades los cimientos arquetípicos de una modernidad que se niega a proclamarse agotada; o de la tentación política de someter una temporada eminentemente femenina de la danza moderna a categorías de análisis propios de los gender studies) han sido objeto en oleadas sucesivas Isadora Duncan, Ruth St Denis, Mary Wigman, La Argentina, Ida Rubinstein, Tortola Valencia, entre otras.
En un panorama generalmente dominado por la actitud de desandar la historia en busca de esencias – que es como desandar la biografía de la modernidad en busca de algo así como un ADN cultural – el redescubrimiento de Loïe Fuller (que inauguró para España, en 2014, una hermosa exposición de la Casa Encendida) equivale a habitar una paradoja, a desandar un prejuicio, a afincarse en un sistema de formalización que desatiende (o que suspende) muchos de los valores y parámetros que la modernidad nos ha acostumbrado a asociar a la danza; y que durante mucho tiempo han contribuido a que la Loïe se percibiera y estudiara más como un capítulo de las artes plásticas, como el síntoma de un cierto momento de civilización, como un “fenómeno” – mundano y espectacular -, que como un momento de extraordinaria incoatividad, un inaudito inicio de la danza moderna. Tal vez el problema fuera precisamente el carácter fenoménico en sentido estricto (phainomenon es a la vez el monstruo y “lo que aparece en la superficie”, la epifanía) de los números, todos ellos “fenomenales” que Fuller propuso al público parisino desde la ambivalente tribuna artística de Les Folies Bergères (antes de llegar en pocos años a ser la única artista con un pabellón propio en la Exposición Universal de 1900). Tal vez el problema fuera esta alianza estructural con el universo de las superficie y con los efectismos del entertainment, en una temporada en la que las poéticas apuntaban a devanar un mundo de esencias, rigores, verdades, sinceridades. Toda la trayectoria de Fuller (como confiesa la artista) fue imbuida del sutil desasosiego de no ser tomada suficientemente en serio: de que un mundo pasmado de admiración ante sus hazañas escénicas (con la excepción de pocos ilustrados – entre ellos Marie Curie, Paul Valéry, Auguste Rodin, Stéphane Mallarmé) no hiciera el esfuerzo de entender aquello que admiraba. Toda la trayectoria de Fuller fue marcada, en resumidas cuentas, por la soledad. Maciejewska es posiblemente (junto con Patricia Caballero, que lo ha hecho desde lugares muy irónicos) la primera artista en devolver a Fuller la seriedad que en su tiempo se le negó.
Puede que esta sea la diferencia sustancial entre su reenactment y los muchos actos de imitación o sampleo emprendidos, durante la vida de Fuller y las muchas décadas que siguieron su muerte, por un tropel de imitadoras, epígonas, admiradoras, émulas, que todas ellas se esforzaron más en revivir un efecto que en reencarnar una causalidad. Es otra, si se quiere, de las paradojas que se desprenden del fenómeno: sustancialmente no existen grabaciones de Fuller que no sean grabaciones de imitadoras, cuando no de impostoras. La Loïe real es todavía un secreto, envuelto en mares de significaciones y transformaciones y aproximaciones. Con dar vueltas para la danza fuese principalmente el dar vuelta de algo a su alrededor, obtuvo al menos esto: que también acercársele, un siglo después, signifique dar vueltas alrededor del eclipse de una carne. Qué paradojas anidan, para nuestro tiempo, en esa eclipse, en ese secreto? Porqué la Loïe? Por demasiadas razones:
Porque Fuller fue, a decir de muchos, el emblema poético de la Belle Époque; de un tiempo atravesado por optimismos, desinhibiciones, pasiones decorativas y obsesiones gráficas; de un tiempo cuya aceleradísima joie de vivre era el síntoma (y la denegación eufórica) de un estruendoso apresurarse, para Occidente, hacia el desastre de dos guerras mundiales, de varios genocidios y de unas cuantas inenarrables derivas fascistas. Con su orgía cadavérica de consumos, con su exacerbado “festivismo”, nuestro presente se hace eco de esas décadas de catastrófica alegría y de derroches desacomplejados.
Porque Fuller fue la primera (y en mucho tiempo la única) en alumbrar la hipótesis de una danza en la que la relación entre cuerpo y espacio intentara objetivarse desplegando una interacción casi matemática (porque basada en incontrovertibles reglas físicas y ópticas) entre el universo del sujeto y el mundo de los objetos, entre la carne y la materia. Su mensaje fue casi obliterado por el ditirambo de la subjetividad “emancipada” que promovieron el duncanismo y toda su descendencia poética. Obeso de arbitrariedad y de todos los excesos de la subjetividad, nuestro tiempo se encuentra en un umbral parecido: hambriento de nuevas objetividades.
Porque, en un tiempo en el que Duncan atrincheraba la danza en las retóricas naturales, en los cultos orgánicos de la Körperkultur y de la performance al aire libre; en un tiempo en el que la danza reaccionaba a los malestares de la modernidad con una terapia a base de elementos regresivos y, en resumidas cuentas, anti-modernos, Fuller fue asimismo pionera en formular correctamente la urgencia y los términos de una sincronía posible entre nuevas tecnologías y arte performativo. No ya por considerar que las tecnologías pudieran coadyuvar las labores “ilusionistas” del teatro, sino por emplear la danza como un “solvente” del universo técnico: la fuerza capaz de destilar a las tecnologías “progresivas” y “productivas” de su tiempo un irresistible potencial de delirio. Sus ensoñaciones escénicas siguen siendo la imagen más fehaciente y la más sintética de las fuerzas que agitaban el subconsciente de toda una época cuya consciencia, fabricada como la nuestra a golpes de exposiciones universales y sensacionalismos, se veía dominada por todo tipo de optimismo, toda clase de positivismo técnico-científico.
Porque Fuller fue en este aspecto quien más obró para que la danza, en lugar que concebirse sólo como un éxtasis cinético, pudiera concebirse como un éxtasis cinemático: movimiento de una imagen antes que imagen de un movimiento . Lo atestigua su prolongado flirteo con las generaciones heroica del cine primitivo francés e inglés, que cedió en masa a la tentación de filmarla: de los hermanos Skladanowsky (1895), a Dickson para la Edison Manifacturing Company (1895 + 1896 + 1897), a los hermanos Lumière (1896), a Demeny (1897), Alice Guy (1899 + 1900 + 1902), Meliès (1899), Smith (1902), De Chomón (1908) y otros.
Porque Fuller supo ser excéntrica en un momento en el que utopías sociales directamente emparentadas con los delirios volkisch de los totalitarismos inminentes, dictaban a la danza incontables paradigmas de “concentricidad”. Promovió instancias centrífugas (de descentralización del sujeto y de su movimiento en el extrarradio, en la membrana, en el envoltorio) en años en los que Duncan afianzaba una manera completamente centrípeta de concebir la danza; y supo practicar el arte de ausentarse en un momento en que cundía por todas partes el mito de la presencia.
Porque cuando el mundo se alzó en objeto (y sujeto) de un auto-alumbramiento enérgico, y cuando el paradigma anti-genealógico o autógeno – la norma de crearse a sí mismos – se impuso como un carácter distintivo de la cosa llamada modernidad, Fuller contuvo intuitivamente el frenesí de ese acto de auto-existencia en un ovillo de movimiento, un remolino dinámico y matricial: imagen cuya suspensión, cuya “estabilidad” precaria (cuya posibilidad, por ende de ser captada en epokhé, en flotación) dependía precisamente de la capacidad, benjaminiana ante litteram, de organizar, gestionar, coordinar la turbulencia. Las inmensas flores centrífugas y auto-erguidas de Fuller eran parte de una genealogía floral que, en los nenúfares pictóricos de Monet, y en los nenúfares literarios de Mallarmé, inscribió un nuevo “mito de la identidad”: el prodigio de la “flor que flota sobre si propio reflejo”, de la imagen que remite a sí misma. Capaz de sobrecogedores arrebatos de modernidad, Fuller llegó a la culminación de esta lógica cuando decidió modificar el dispositivo de su Mirror Dance, ejecutada en el interior de una caja de paredes reflectante, y cerró con espejos especiales el lado de la caja frente al público: para que el público pudiera verla (ver, mejor, la fantasmagoría engañosa de sus difracciones y refracciones ópticas), mientras ella sólo se veía a sí misma.
En esta vertiente psíquica e identitaria, el trabajo sobre Fuller prolonga con otros medios un cuestionamento del principio de suspensión y de los usos de la ingravidez como “estadio mental” que Maciejewska ha llevado a cabo desde el primer momento, ella también, emblemáticamente, con un trabajo en vídeo (Cosmopole, 2014), inspirado en al revolucionario trabajo fílmico de Maya Deren. Y esto nos lleva los niveles y móviles más profundos de su buceo por las aguas fulleriana.
Cuando las tiernas aproximaciones del Romanticismo fueron remplazadas por las inclemencias de la cultura psicoanalítica, Fuller, que era culturalmente susceptible a nostalgias románticas (y que en sus películas perdidas soñaba con llevar el universo poético del ballet – hadas, sílfides, espectros – a nuevas cotas de sugestión cinemáticas), presintió que el espíritu de la modernidad no estribaría en la adopción analógica de un mundo de metáforas (lo que habían sido el Romaticismo y su ballet), sino en la creación de las condiciones digitales en las que la metáfora se engendra a sí misma por asociaciones, sugestiones, inferencias automáticas; y que el cometido de la danza fuera de dar forma (suspendiéndola) a esta gestación de la semejanza; ser una crisálidas de cosas y nombres de cosas (serpentina, torbellino, fuego, mariposa, flor). Y constituir un mundo en el que la forma no existía que como metamorfosis. No es un caso que la “mariposa” (la metáfora general de la transformación; también la metáfora general del proceso que permite a los contenidos del alma de expresarse – o de escaparse – en formas huidizas, por lapsus, asociaciones inauditas, síntomas -) se convirtiera en su obsesión. O que por motivos análogos, pese a un cierto bagaje de puritanismo americano, la obsesionara el apólogo bíblico de Salomé: de la mujer que no termina nunca de “ceder” su último envoltorio.
En un tiempo de indefensiones, Fuller se entrenó a constituir lo que a vario título Mallarmé y Valéry describirían como un “refugio” de movimiento: una cápsula dinámica en la que literalmente la subjetividad hacía “acto de ausencia dialéctica” reinventando su visibilidad. Cuando a partir de los 70, con la vista confusamente puesta en el precedente fullerianos, en el medio gay estadounidense cundió la boga del flagging , la imagen de los tejidos variopintos agitados en movimientos frenéticos alrededor del cuerpo volvía a reproducir este mecanismo de defensa: por un lado estabilizar el estrés psíquico inherente a la discriminación en la reproducción de un patrón dinámico hipnótico y auto-hipnótico; por otro desplegar esta visibilidad psico-délica ante-litteram a través de una membrana cinética que a la vez protegía y exponía, exhibía y escondía. Construir danzándola la crisálida desde la cual sea posible darse a luz dando a luz deliberadamente su propia identidad como un diferencial. Habitar esta medialidad de la imagen “a punto de nacer”, del significado siempre a punto de nombrarse.
Cuando en Bombyx Mori reintepretan en negro los fantasmagóricos océanos de tejido blanco de los solos de Fuller y de su escuela, o cuando inscriben su meditación cinética en un espacio blanco (mientras Fuller aprovechó al máximo las posibilidades luminotécnicas y psicagógicas de la oscuridad), Maciejewska y sus intérpretes no están simplemente obsequiando la franqueza analítica, el espíritu anti-ilusionista de los “cuerpos sobre blanco”: están produciendo algo así como el reverso, el “negativo” de la foto movida que fue el arte de Fuller: están depurándola de los resultados y consuntivos imaginales en los que cristalizaban sus solos, de una manera reconfortante para los públicos de la Belle Époque; la están reteniendo en el margen de la definición, en el borde de la semejanza. Están, en un cierto sentido, intentando aislar la “objetualidad” de los conjuntos de cuerpo y materia creados por Fuller, en el más acá de todo “objeto”, de todo “nombre”, de toda semejanza. Curiosamente, en un trabajo que, a mil leguas poéticas del mundo de Maciejewska, un artista como Vicente Colomar está conduciendo alrededor de la interacción entre cuerpos y objetos, persiguiendo él también un cociente de objetualidad que prescinda del sistema de referencia en el que se halla aprisionados los objetos, se produce la misma inversión: Black Noise (ruido negro) se titula el proyecto; y reproduce por inversión la figura posmoderna del White Noise o “ruido blanco”: la pululación estática (si una pululación puede serlo) de una pantalla en el que no llega a fraguar ninguna imagen determinada: un fenómeno de pre-sintonía.
En uno de sus primeros trabajos, Tekton (2014), la alusión implícita de Ola Maciejewska a las placas tectónicas apuntaba en el fondo a devanar la misma paradoja: la de estudiar qué relación, qué tipo salto psíquico (cultural, identitario) se producía en el pasaje de movimientos tan abstractos, tan matemáticos, tan espantosamente inhumanos como los de las costra terrestre, y el paisaje reconfortante y pasajero, la membrana frágil del mundo que nosotros también, dando vueltas alrededor del mito de la identidad, habitamos y constituimos. Somos este giro de un espacio concluso – nunca concluido.
Roberto Fratini Serafide
Ann COOPER ALBRIGHT, Traces of Light: Absence and Presence in the Work of Loïe Fuller, Wesleyan University Press, Middletown, 2007.
Loïe FULLER, 15 Ans de ma Vie, Éditions du Mercure de France, Paris, 2014.
Rhonda G. GARELICK, Electric Salome: Loïe Fuller’s Performance of Modernism, Princeton University Press, Princeton, 2007.
Aurora HERRERA GÓMEZ, Body Stages: the Metamorphosis of Loïe Fuller, Skira, New York, 2014.
Susan JONES, Literature, Modernism, and Dance, Oxford University Press, Oxford, 2013.
Steven LEVINE, Monet, Narcissus and Self-Reflection: theModernist Myth of the Self, UNiversity of Chicago Press, 1994.
Giovanni LISTA, Loïe Fuller, Danseuse de la Belle Époque, Hermann, Paris, 2006.
Stéphane MALLARMÉ, Crayonné au Théâtre, en Oeuvres Complètes Vol. II, Bibliothèque de la Pléiade, Gallimard, 1995.
Paul VALÉRY, Degas Danza Dibujo, Editorial Nortesur, Sant Cugat del Vallés, 2012.
Links de interés:
https://www.lacasaencendida.es/exposiciones/escenarios-del-cuerpo-la-metamorfosis-loie-fuller-2985 (web de La Casa Encendida, Exposición “Escenarios del cuerpo. La metamorfosis de Loïe Fuller”, 2014)
http://www.numeridanse.tv/fr/themas/81_danse-et-accessoires (sección temática y selección de vídeos “Danse et accéssoires”, Numéridansetv)
http://scholarship.claremont.edu/cgi/viewcontent.cgi?article=1077&context=scripps_theses (Tesis doctoral online, Katharine HUTCHINS, Loïe Fuller and her Influence on the Arts, Claremont Colleges, 2012)
https://www.questia.com/library/journal/1P3-842889291/light-motion-cinema-the-heritage-of-lo-e-fuller (artículo online, Tom Gunning, “Light, Motion, Cinema!: The Heritage of Loïe Fuller and Germaine Dulac”, Questia, Trusted Online Research)
Links vídeo:
https://www.youtube.com/watch?v=fIrnFrDXjlk (filmación original de Papinta, “The Flame Dancer”, imitadora de Loïe Fuller)
https://www.youtube.com/watch?v=zmMS65wJpQE (filmación de Loïe Fuller en una película de prod. Pathé, 1902)
https://www.youtube.com/watch?v=zmMS65wJpQE (película de los hermanos Lumière coloreada a mano, Serpentine Dance, 1986)
https://www.youtube.com/watch?v=4bnrk0ZMdho (selección de fragmento de películas de varios autores con imitadoras de Loïe Fuller)
https://www.youtube.com/watch?v=GACXDifNyLk (extracto vídeo, reconstrucción de Loïe Fuller, La Mer, 1925 – Jessica Lidbergh Cox, Megan Slayter)
https://www.youtube.com/watch?v=vKlmCmXivRQ (Gay-rave Flagging in the Park, San Francisco 2016)
https://www.youtube.com/watch?v=y321YKUc7KY (Jodi Sperling, Reconstrucción de Loïe Fuller, Clair de Lune)
https://www.youtube.com/watch?v=D6HKLwLV84A (Demonstración “Loïe Fuller Slow Motion”)
https://www.youtube.com/watch?v=ZlW-TQ3aj6I (extracto y entrevista Phia Ménard, Vortex, 2012)
https://www.youtube.com/watch?v=STn0D4ICCdU (teaser Rodrigo Sobarzo de Larraechea, Apnea, 2013)
https://www.youtube.com/watch?v=ycvwUKBwUWM (Extracto Patricia Caballero, Aquí gloria y después paz, 2011)