• Facebook
  • Twitter
  • Instagram
  • Youtube

‘Los de pies en flamas’, por Víctor Molina y Bàrbara Raubert

‘Los de pies en flamas’, por Víctor Molina y Bàrbara Raubert

No lo apresures,
ten calma,
dulzura de ser no
siendo,
que de esperar voy
viviendo
y son tus pasos
mi alma.

  1. Valéry, “Pasos”
    (Versión de Charles Dampierre)

«Todo aquel que cae tiene alas», dice la poeta Ingeborg Bachmann. «Jeder, der fällt, hat Flügel.» Y el batir de las alas en la caída de Rocío Molina son su baile. Se estremecen al haber caído.  La caída es un misterio. No es evidente. Menos para un bailarín flamenco, que tuerce las manos pero lleva siempre el tallo bien erguido. En las notas a su traducción de Sófocles, Hölderlin desarrolló una peculiar teoría de la caída a (o en) la vida. Lo que sucede en la caída, según él, no es la variación del movimiento continuo y sucesivo de las almas o de los sujetos, sino al contrario, lo que se provoca es la representación auténtica, la palabra auténtica, el gesto puro, la pura respiración. Caer y levantarse, inspirar y expirar, aleteo hacia dentro y aleteo hacia afuera, así andamos.

De manera que en la caída, ser y ser pro-vocado son en una sola y una misma cosa. Visto así, el bailar sólo puede ser una gran desposesión. La desposesión que en el susto la priva del silencio de la quietud anterior (y quizás interior). Como expresión de la caída, el baile es la voz de la catástrofe que surge en el cuerpo, el ay!, la voz que lo agita, la que lo somete a todo aquello que él ni siquiera podría imaginar. No hay que olvidar jamás que παλλειν (pallein), en griego, significa agitar. Ser agitado. Bailar es experimentar una irrupción en la forma pura de la in-quietud temporal. Es sentir la brasa que nos quema por dentro.

Todo mundo sabe la palabra flamenco viene de flama, y que recibe ese nombre por que es incendiario. Su combustión lo eleva. Lo somete a la fuerza de la ascensión. Pero con Rocío Molina el flamenco también cae. Y hace las dos cosas. No para abatirse, sino para situarse entre suelo y cielo. Su baile, por oposición al flamenco tradicional, se ve comprometido en lo puramente equívoco, en lo esencialmente ambiguo. Tanto es así que la danza de Rocío Molina hace de la simbiosis su necesaria especialidad. Y lo hace de manera programáticamente radical en esta pieza. Caída del cielo representa la caída y la nostalgia de la ascensión apareadas codo a codo. Por eso, al ser objeto de doble y contradictoria fuerza, se explora en su escena todo tipo de doblez. Y probablemente no es por casualidad el hecho de que siempre se apele a la contemporaneidad al hablar de Rocío Molina. Porque con mucha frecuencia transgrede la noción de tradición flamenca, porque sus piezas aspiran por encima de todo a una generación que utilizan el flamenco para servir a través de él -o por encima de él- al puro impulso hacia la creación, a ese puro goce de la creación dancística, en su conjunto, como una suma total y unitaria, al lado de Israel Galván o Juan Carlos Lérida, con quien ha coincidido en algunos escenarios.

Rocío Molina, la bailaora, la danzadora,  lucha contra la danza y aun contra su voluntad no puede dejar de servirla. La danza se le impone, el espectador se encuentra ante sus piezas en las que inevitablemente se realizan el milagro donde todo se vuelve baile. Pero la lucha no termina en cada uno de sus espectáculos. La exigencia de ir más allá, siempre más allá, es una parte ineludible del destino de la bailaora en relación con sus propias obras y en relación con el lugar o lo que podríamos considerar la naturaleza de esas piezas dentro de determinado tipo de historia, esa historia que lucha siempre contra sí misma, en tanto que historia y en tanto que historia de un arte.

No queremos hablar de pureza en el sentido de asepsia. Ni la existencia ni el baile se preocupan ni pueden preocuparse en lo más mínimo de conservarse a sí mismos en tanto existencia y en tanto baile. Hemos oído de sobra comentarios sobre la música que ya no es música, sobre la literatura que ya no es literatura, sobre la danza que ya no es danza. Todos esos análisis y comentarios son ciertos, con la pequeña salvedad de que la música nunca ha querido ser música, la literatura nunca ha querido ser literatura, la danza nunca ha querido ser danza, sino que todas ellas (si olvidamos como legítimamente tenemos que hacerlo a la cultura, a la que se quiere hacer vivir al arte), son el pretexto para que en su seno se aloje y portugalbrands.pt/cialis-portugal.html portugalbrands.pt/preco-viagra.html
encuentre su presencia algo que está antes y fuera de ellas, que no tiene “realidad” sino que es una mera “posibilidad”, una pura esencia que busca su forma y que finalmente gracias al bailarín la encuentra. Su nombre genérico es poesía. Quizá antes no se le llamara poesía. Quizá se le llamara Dios. O destino. Pero entonces la música que ya no es música, la literatura que no es literatura, y el baile que no es baile para la cultura son simple y necesariamente un una exigencia creada por la muerte de Dios en el seno de la misma cultura. Es la vida, es la danza que, aún sin poder ignorar su procedencia, su oscura fidelidad a lo que todavía no es -a la muerte antes de la muerte, a la muerte en tanto no existencia original-, no puede dejar de estar al servicio de la creación, de la existencia en tanto que violencia ejercida contra la esencia para que toda sustancia encuentre a la materia y se anide en ella sirviéndola.

Es posible que en esta Caída del Cielo, Rocía Molina haya logrado también que la danza pase a través de ella. Que el baile también olvide a Rocío Molina. Sería injusto para el poder absorbente del baile decir que esto ocurre siempre. Conformémonos con afirmar que pasa en algunas ocasiones. El baile se aferra a su propia existencia y sobrepasa la voluntad consciente de la bailaora, reapareciendo muchas veces como el medio de que éste se sirve para realizar su comentario -comentario que es una forma de celebración- sobre el mundo, sobre el suelo y sobre la vida (sobre la caída). Sin embargo, es cierto que Rocío Molina ha logrado en esta coreografía apartarse en una medida notable del marco que crea dentro del espacio cultural la noción de baile para adentrase cada vez más definitivamente en otra noción más vasta y que puede alcanzar incluso a la danza.

Rocío Molina suele repetir que el negro para ella es la vida. Es la absorción (la inclusión) de todos los colores. Los tristes y los explosivos, los claros y los mezclados. Hay tiempo beber y tiempo para reír (CITA BÍBLICA). Si la caída empieza en blanco es sólo porque ese blanco se abandonará. Para ella, como para Baudelaire, no hay paraíso que no sea perdido. Y sin embargo, el blanco, el eco de la no caída no insiste, sino que subsiste en la vida. Y subsiste abajo. Como soporte de la caída. Como arte. Como amor. Y, sobre todo, como soporte de fiesta. Caída del cielo, por su voluntad de celebración, encuentra y hace reaparecer de nuevo la posibilidad de existencia de la Fiesta. Aunque sabemos que la fiesta, en su sentido profundo y auténtico, sólo es posible dentro de una colectividad determinada. Es una forma del culto mediante la que una sociedad cualquiera se celebra a sí misma o celebra el centro de coherencia que la hace posible. Profana o divina, la fiesta sólo puede realizarse dentro de esa colectividad. Por eso ha existido siempre tanto en las sociedades primitivas como en las más refinadas, dentro de la esfera religiosa como dentro de la más estrictamente laica y puramente social. Puede ser religiosa o cortesana, popular o aristocrática. Dentro de todas sus formas y manifestaciones ha estado presente siempre. Fiesta compleja en la sociedad inmediata de ese Sur de donde ha emanado el flamenco. Fiesta religiosa en el culto a Dionisos, en los diferentes estilos por lo que ha pasado el culto a la deidad cristiana o en la aparente (sólo aparente, es necesario subrayarlo) barbarie de los cultos. Fiesta en todas sus formas posible, pero siempre fiesta.

Pero esa posibilidad, la posibilidad de la fiesta (con todos los tópicos que ha sufrido: los utópicos y los distópicos), es precisamente la que ha desaparecido en el mundo contemporáneo. De ahí la soledad que encontramos en los espectáculos de Rocío Molina. De ahí sus continuos Solos. No deja de ser significativo que la Fiesta haya desaparecido junto con la posibilidad de la música en tanto que música, de la literatura en tanto que literatura, de la danza en tanto que danza en la esfera de la cultura. Su desaparición, esa desaparición general, nos deja de hecho tanto sin sociedad como sin cultura. Pero entonces lo que se obliga a aparecer  para colocarse en el centro y convertir su aparente negación en afirmación es la bailarina que por su misma naturaleza de bailarina, no puede ni quiere renunciar a su voluntad y a su necesidad de celebración del mundo y de la vida. Es decir, de la caída.

Quizá Caída del cielo ya ni siquiera es una coreografía. Lo que nos entrega a través de cada uno de los movimientos y de su conjunto en general son la materia sensible necesaria para una indispensable rememoración de la noción de Fiesta. Por eso esta pieza que afirma la voluntad de vivir, contiene también a través de ella una poderosa corriente de nostalgia. La bailarina crea piezas, hace aparecer lo que ya no es por el hecho de su misma aparición y al mismo tiempo no puede dejar de saber que todas sus piezas y coreografías nos muestran algo que todavía no es sino que sólo podría ser en el sentido en que no tienen lugar más allá de su propia realidad de danza, son el testimonio de una afirmación que denuncia con todo el poder su propio esplendor en su propia carencia.

La gran fiesta de Rocío Molina está formada con los residuos de una fiesta que no ha ocurrido, que todavía no ha ocurrido, pero esos testimonios son la irrefutable prueba de su posibilidad. El lugar de esta Caída del cielo es entonces el ningún lugar del baile, ese ningún lugar al que le ha condenado el mundo contemporáneo y que, sin embargo, la bailaora hace visible, probándonos su existencia aun cuando al mismo tiempo muestra que sólo ella es quien hace posible su existencia. Desde ese ningún lugar, que es el lugar del baile, esa inexistencia que prueba la posibilidad de la existencia, recuperamos el espacio de la celebración de nuestra propia caída.

Víctor Molina – Bàrbara Raubert

ROCÍO MOLINA presenta Caída del cielo en el Mercat de les Flors los días 20 y 21 de mayo de 2017 dentro del Festival CIUTAT FLAMENCO

———————————————————————————————————-

Web de la compañía

www.rociomolina.net/

Links

Juan Carlos Lérida

juancarloslerida.com/

Israel Galván

http://www.anegro.net/index.php/israel-galvan

Conferencia sobre el “solo”, a cargo de Roberto Fratini

http://centdanses.mercatflors.cat/2-dansa-de-solo/

Algunos poemas de Ingeborg Bachmann

http://www.otroparamo.com/el-humo-asciende-de-la-tierra-poemas-de-ingeborg-bachmann/

Bibliografía

Alfredo Grimaldos (2010) Historia social del flamenco. Ediciones Península, Barcelona.

José Antonio Sánchez (2006) Artes de la escena y de la acción en España: 1978-2002. Arte, Cuenca.

Viodegrafía

Más allá del flamenco (teaser), de Producciones Cibeles

Caída de una gallina, por Etienne-Jules Marey. Minuto 5:25 a 5:54