Barcelona, 18 de enero 2023
RF: Ya tienes muchas horas de vuelo en materia de interacciones dialécticas entre voz y gesto. Sería interesante saber si tu pasado de actor – una formación actoral de abolengo, avalada en su tiempo por premios importantes – ha repercutido en el salto o shift poético que en algún momento te llevó a la coreografía; si ha pesado mucho en tu opción de seguir trabajando con la voz y cuestionando las interferencias de cuerpo y lenguaje.
JL: Recibí una formación de actor “convencional”. Desde la adolescencia me involucré de una manera muy intensa en el mundo teatral. El medio me parecía el más fantástico del mundo y no quería hacer otra cosa. Llegaba ahí teniendo ya un bagaje previo de capoeira y danzas folclóricas, sin haber pretendido nunca ser un profesional en este ámbito. Tenía, de todas formas, esta práctica, esta memoria. Entonces, en mi ciudad natal, Recife, emprendí una carrera universitaria y un posgrado en arte dramático. De ahí empecé a trabajar con todo lo que se me antojaba en el ámbito teatral: del teatro de calle al teatro convencional al teatro infantil…. Tenía un enfoque muy físico, pero me gustaba encarnar personajes y me gustaba el texto. Poco a poco, para resumir, empecé a darme cuenta de que la forma de hacer teatro que conocía en ese momento era algo limitada. Se resumía en escoger una obra, distribuir los personajes entre los intérpretes, dejar que cada actor subrayara sus líneas, ensayar de una u otra manera – el proceso podía variar levemente – … pero se trataba de poner en escena un texto. A mí, en cambio, me interesaban cada vez más las prácticas, las maneras de hacer. Entonces fundé una compañía con actores coetáneos del Instituto del Teatro de ahí, hicimos un par de creaciones, ganamos premios, las cosas empezaron a moverse un poco más, para mí, en términos autorales. Paralelamente, un coreógrafo danés, Peter Michael Dietz, que tenía una larga trayectoria profesional en Portugal, estuvo residiendo durante un tiempo en Recife, donde se le había encargado un trabajo para una compañía mixta de intérpretes portugueses y brasileños. Yo no era bailarín ni me había pensado como tal, pero, como tenía cierta fisicalidad, aquel coreógrafo me invitó a formar parte del equipo. La experiencia fue reveladora: entendí que la danza contemporánea permitía inventar una dramaturgia original a través del cuerpo. Tenía 24 años y no deseé otra cosa que seguir estudiando, trabajando y formándome en este ámbito. Con la compañía de Dietz realizamos una gira en Brasil y posteriormente fuimos a Portugal. Yo no conocía Europa. Me propuse gastarme el caché recorriendo Europa con una mochila para volver a Brasil al cabo de unos meses. De hecho, seguí estudiando en Portugal, me enamoré, empecé a trabajar en mis cosas, luego fui a formarme a Angers, y terminé finalmente en Barcelona, donde llegué más por motivos amorosos que por otra cosa. Aquí hice mi descubierta de la ciudad y de su escena. En relación con mi trabajo actual, creo que parte de la poética de la performance es la posibilidad de utilizar diferentes recursos, del texto al canto, del gesto al movimiento a la manipulación. Hay muchas capas posibles. Siempre pensé la performatividad como un campo de expansión. De aquí nació mi interés por trabajar y estirar las posibilidades expresivas del cuerpo.
RF: Siempre le tuve mucho respeto y admiración a creadores – muchos de ellos con perfiles solitarios, o soliloquiales — que como tú se han movido entre los renglones geopoéticos de las escuelas y corrientes. El panorama de la danza tiende a ser bastante estanco y territorial, hecho de demarcaciones muy netas, por no decir clanes, por no decir familias, por no decir mafias. Siempre me ha parecido que dentro de este sistema tan poco fluido de “facciones” poéticas, han existido en todo momento sujetos muy libres, que no sabías exactamente dónde enmarcar, porque no fichaban establemente en ningún obrador ideológico. Artistas que, por lo general, han pagado un precio bastante alto, por el hecho de no contar con las garantías que suele otorgar el hecho de “pertenecer” a alguna agrupación específica. Siempre me he preguntado si para ti, en concepto de identidad artística o de oportunidades profesionales, ha pesado el hecho de ser extranjero; si en algún momento has sentido que no era tan obvio y automático integrarse al contexto de aquí.
JL: Ves bien que de base mi formación artística ya es un poco mestiza: soy un actor que se dedica a hacer danza. Puede pasar que la gente no sepa cómo clasificarme. Hay artistas teatrales que me piensan como bailarín y creen que pertenezco a este club, y artista de danza que opinan que no bailo como un bailarín de formación ortodoxa. Soy un poco abigarrado, que digamos. Nunca me he interesado por definirme o enmarcarme en un determinado modelo de performer o actor o bailarín. Pero es verdad que he vivido una leve reticencia del contexto. Puedo entender que ocurra, cuando llega al circuito alguien que no ha pertenecido a todas las etapas clásicas de aprendizaje e iniciación (estudiar con ciertos maestros, trabar ciertas alianzas, construir confianza, etc.). Cuando llegué aquí, con 28 años, ya estaba danzando. Tardé un poco en entender el circuito y ver de qué manera podía circular en él. Me costó un poquito, sobre todo al inicio, pero me di cuenta de que la escena de aquí es muy diversa, hay muchos frentes de creación, y hay artistas muy interesantes con los que podía interactuar, como Cecilia Colacrai, Txalo Toloza y Laida Azkona, entre otros. Curiosamente son artistas potentes y, como yo, de origen periférica: todos ellos tienen una visión singular del mundo y del teatro, una mirada “desplazada”. Vienen de otro tejido, tienen otro origen. Trabajo también con mucha gente de aquí, pero es verdad que, en cierta manera, entiendo el cuerpo escénico como un cuerpo-interrogación, un cuerpo que promueve la duda, el cuestionamiento. Por eso, me interesa una figura en escena que pueda desmontar un poco la mirada, que pueda moverse de una manera que no se corresponde con los modos preestablecidos de la academia, que pueda desplazarse entre texto y movimiento sin seguir cánones ya marcados; me interesa jugar con el humor y la tragedia sin terminar de bascular nunca en uno de ambos lados. Creo que esta necesaria (de)formación previa, de mestizaje geográfico entre Sudamérica y Europa me ayuda también a mí a tratar la escena como un espacio abocado a promover este interrogante. Me ubico en este entremedio.
RF: ¿Si tuvieras que señalar más artistas que hayan constelado el mapa de tus referentes en concepto de singularidad, o que hayan alimentado tu reflexión sobre el mestizaje de gestualidad y oralidad?
JL: Están Marcela Leví y Lucia Russo, respectivamente brasileña y argentina, basadas en Río de Janeiro, con las que trabajé un tiempo. Creamos juntos en 2011 una pieza titulada Naturaleza Monstruosa, que significó mucho para mí, sobre todo por las cualidades de apertura y rigor del trabajo, la complejidad del planteamiento, el deseo ardiente, el fervor que vertebraba toda la labor de creación. Cecilia Colacrai es una gran compañera: somos distintos, pero hemos compartido un tramo importante de trayectoria: creo que nuestro encuentro se da en apostar por un cuerpo más allá del cotidiano, en un territorio de pulsiones y estados. Pienso en la brasileña Michelle Moura, especialmente en una pieza suya, Fole, basada en la hiperventilación. Vitor Roriz y Sofía Días, otra pareja de artistas portugueses con los que colaboré, también trabajan mucho la sinergia de texto y voz. Y por supuesto Marlene Monteiro Freitas. Todas mujeres, y todas periféricas.
RF: Rindiendo justicia a este expediente de singularidad compartida, me gustaría destacar la originalidad de tu aportación en lo que concierne el tema de la identidad. Estás describiendo una poética “pendular”: una poética vibratoria, basada en la oscilación. Estamos muy entrenados en una acepción muy “geolocal” de identidad: se suele imaginarla como el lugar en el que cada uno habita, una dirección postal del ser. Pero la verdad es que la identidad es más bien el cómo cada uno ha intentado huir, por fuerza o por amor, de ese lugar. Cada uno es la forma de su escabullirse, la sábana que ha anudado para evadirse según de qué penal. El resto son garitos o celdas del yo, asignados o autoasignados de antemano. La expresión Cavalo do Cão designa, entre otras cosas, un niño muy travieso, o un insecto muy dañino. Me gustaba esta idea del zumbido, un fenómeno acústico producido a su vez por una vibración: la señal de que un insecto está en la habitación, aunque no puedas verlo….
JL: Me gusta mucho la idea de que a constituir un sujeto sean su impulso y su estrategia de evasión. En relación con Cavalo do Cão intenté abordar una cuestión tan cara y tan difícil de tratar, como el colonialismo. Desde el principio tuve claro que no quería abordar el tema temáticamente: no quería entrar en el circuito de la información y del documento. Por eso, quería más bien moverme en el lenguaje, y moverlo, de tal manera que la sensación pudiera surgir antes del sentido o traspasarlo y superarlo. Pensé más en términos de “bloques de sensaciones”, que pudieran revelar una serie de estados capaces de evocar o de hacer vibrar tanto en el cuerpo del performer como en el de los espectadores una memoria más amplia que la factual e historiográfica. Cavalo do Cão tiene como impulso un compromiso con esta memoria otra. Un deseo de inacabar o “desandar” la historia, de recrear el pasado para proyectar otro futuro. Por eso, la performance atraviesa entremundos y temporalidades. Se trata de una hipérbole que arriesga una contramemoria, en las espaldas de toda racionalidad totalizadora.
RF: Creo que tu trabajo de voz se basa en esto: es más un ejercicio dialéctico de fonación que un trabajo de palabra, como si la voz todavía se confundiera con el gesto, todavía fuera carnal; creo que tu gesticulación vocal, sin decir nada, está invocando precisamente un lugar potencial o atávico, fúnebre o naciente, en el que habitan las voces no escuchadas: lo que vibra entre las líneas del discurso; o que desanda la historia de articulación del lenguaje. Con toda su “carne de sonido”, una interjección no deja de ser un fantasma de la palabra.
JL: Me concentré en el aspecto vibracional del habla para plasmar un lenguaje táctil. La voz aquí entra como una posibilidad háptica y rítmica. El propio título, que quise dejar en portugués para salvaguardar su sentido, me interesaba por su polisemia: es el nombre jergal de un insecto cuya picadura es muy desgarradora, es como en mi región definimos los niños indomables o impredecibles; significa también “caballo del diablo” y “caballo del perro” (como si los perros tuvieran caballos). Estas diferentes lecturas, que posicionan la construcción semántica en una especie de sintagma raro y a la vez animalesco, me sugerían un hibridismo muy afín al tema del trabajo. Vi como una posibilidad de tratar desde aquí cuestiones tan gordas como la historia de la relación entre Europa y el resto del mundo. El cuerpo entra en escena con esta pulsión de transitar entre devenires, sin acabar nunca de dejarse captar, para que en ningún momento se le atribuyan identidades o personajes “cerrados”. Es otro tipo de presencia, de trato con el vocabulario gestual y vocal. Sólo puedes tratar lo concreto de una cuestión concreta “abriendo” el lenguaje. Es a través de la experiencia entre gesto y voz como se expresan ambivalencias que las palabras no saben decir. Por otro lado, tenía interés en interrogar, a través de estados físicos, la representación de la noción de salvaje, más allá de cualquier identitarismo.
RF: En una entrevista declaraste que el proyecto había empezado durante el confinamiento y era hijo del tipo de trabajo al que te veías obligado, como muchos creadores, en esa fase de encapsulamiento e insularidad, que nos condenó todos a una especie de presencia residual: cada uno estaba zumbando su inquietud en cajas de resonancia condenadamente estrechas.
JL: Ya desde antes del confinamiento, tenía claro que no quería utilizar palabras, sino trabajar desde un lugar más rítmico, sensorial y musical. Lo veía un poco como la continuación de mi trabajo previo sobre voz. Es verdad que el tono y la manera de abordar empezaron a fraguarse sólo cuando volví al estudio al inicio de esa cosa que llamaban “Nueva Normalidad”. Llevaba muchos meses encerrado y sentí una necesidad extrema de dejar de “ensayar” para hacer prácticas experimentales. No quería, desde el primer día, demarcar una escritura y apresurarme a estrenar algo. Quería guardarme el tiempo de probar cosas. Tardé meses en expandir la plasticidad de los recursos, en maravillarme y espantarme con cosas mínimas. Pero poco a poco, con este paraguas de un imaginario y de una memoria histórica, veía surgir células o bloques de materiales performativos. Traté de ordenarlos, no en términos causales, sino en términos musicales, por yuxtaposición. Y vi que había algo de potencia en este tránsito, y que era una manera de hacer muy singular, al menos para mí, un terreno desconocido e intrigante. Creo que el postpandemia generó esta urgencia por experimentar con la plasticidad del cuerpo y esta consigna clara de no apresurarme.
RF: Ciertos recursos plásticos – objetos, elementos escenográficos y attrezzo – son uno de los aspectos más enigmáticos del trabajo.
JL: Tuve la suerte de tener un equipo reducido pero muy comprometido de gente talentosa, como la Clara Sáez, que se ocupó de la escenografía y me acompañó durante todo el proceso, Miquel Casaponsa, que es músico y ha trabajado mucho sobre sonido y espacios arquitectónicos, el iluminador Ivan Cascon, además de Cecilia Colacrai y Amaranta Velarde, quienes aportaron su mirada exterior. Desde el inicio tenía claro que las cuestiones que me preocupaban pedían descentrar el espacio, tratar la caja escénica como un espacio desalineado. Entendía que la relación del cuerpo con el espacio permitiese concebir la actualidad escénica como algo que no está nunca completamente abarcado por la visión y el oído. Nos preguntamos de qué manera un espacio genérico, una caja negra teatral convencional, pudiera convertirse en este lugar artificial y desalineado, en el que anida una memoria potencial de otras épocas. En toda la pieza hay una especie de fetichismo en relación con los objetos. He leído hace poco que fetiche es una palabra brasileña. Deriva del portugués feitiço, que significa “encantamiento”, embrujo. Se correspondería, etimológicamente, con el castellano hechizo. La mirada de buenas a primera no entiende qué se quiere representar a través de las manipulaciones, y esto da lugar a diferentes lecturas. Un objeto doméstico puede de pronto volverse extraño. Nos interesaba que los objetos guardaran esta clase de hechizo o encantamiento. Con Clara Sáez probamos diferentes texturas y objetos, de una forma muy empírica, por ajustes progresivos de material y dimensiones. Así creamos una especie de hábitat artificial: un paraíso artificial que pudiera evocar este Nuevo Mundo para descubrir o, quizá, invadir.
RF: Los fetiches son generalmente residuales: remplazan un todo desaparecido. No pareces manipularlos para convertirlos en disfraces, sino en un estadio “larval”, que está más acá del disfraz, un embrión de máscara que no llega nunca a completarse como fisionomía. Es otra manera de proceder entomológica, metamórfica. Hace años hiciste una pieza cuyo título, hermoso, era O outro do outro (2010), “lo otro de lo otro”. La mentalidad colonial y poscolonial (he hecho incluso cierta mentalidad decolonial) no deja de basarse en una especie de lectura, representación y descripción de las identidades oprimidas como paradigmas de una alteridad que hay que preservar. Invocar lo otro de lo otro significa llamar la atención sobre las fuerzas metamórficas y residuales que quedan generalmente fuera de nuestras lecturas o escrituras de la alteridad, por muy bienintencionada que estas sean. Hay en suma una parte de la alteridad que queda en una vibración de fondo porque desde aquí no existe un lenguaje capaz de reconocerla y transcribirla.
JL: Me parece un comentario muy acertado. O outro do outro es un trabajo muy distinto a Cavalo do Cão: también es un solo, también hay trabajo de vocalidad y gestualidad, pero allí investigaba más bien sobre paradojas semánticas. De alguna manera era más teatral. En el nuevo trabajo hay otro modo de ser, una indagación de base, que tú reconoces, dirigida a torcer los modos de representación y de identificación, a superar la objetificación tan característica de la antropología clásica. Puedo decir de haber sido profundamente influenciado por el discurso de Eduardo Viveiros de Castro, un antropólogo brasileño que estudia el perspectivismo amerindio: entra en los modos epistemológicos de percepción de los diversos pueblos amerindios, y percibe que los modos de representación de la alteridad no pasan por la clásica objetificación: se vuelve más fluida la transacción entre sujeto y objeto – lo que observo, a su vez me observa -. Además de este intento por distorsionar la mirada tradicional sobre temas coloniales, hay en Cavalo do Cão un intento constante de crear hibridaciones entre lo visible y lo invisible: un interés en tratar el espacio como repositorio de memoria, y a través de la materialidad (del cuerpo, de los objetos, de la voz) acceder a otras presencias o invitarlas. Hay una dimensión algo fantasmagórica, que también es inherente a un procedimiento que fue importante para borrar el contrato clásico de la visión, entre ver y ser visto.
RF: En resumen, si no ves no ves todo lo que ocurre es también porque no todo lo que estás viendo está ocurriendo. De todo lo invisible pervive algo indecible. Creo que en tu trabajo los objetos tienden a trascenderse y superarse en materia. Materia es todo cuanto, del mundo, está esperando ser objeto y tener un nombre. Me impacta el adjetivo “fantasmagórico”. Se me ocurren precedentes ilustres, como el de Kazuo Ohno inscribiendo la presencia de su madre desaparecida en una mesita. Como si los objetos se volvieran más fantasmales a medida que se acentúa su materialidad. Las representaciones clásicas del más allá atribuyen a la multitud de los muertos la cualidad sonora de un zumbido permanente: como si los muertos fueran forma de vida disminuidas, que ya tienen vetado todo acceso al universo redondo de la palabra, pero se mantienen, perviven sin sobrevivir, en esta especie de consistencia sonora larval, subliminal y vagamente molesta.
JL: Me encanta esta noción de “zumbido permanente”. Creo que el cuerpo es un lugar de la memoria y un cruce de fuerzas. En Cavalo do Cão surge también como médium de formas y estados.
RF: Me ha impactado observar que, mientras tu trabajo anterior es generalmente austero (ciertas piezas hacen pensar en conferencias salidas de rosca, y es muy urbana tu manera de habitar el espacio de la comunicación). En Cavalo do Cão hay mucho más color, todo es mucho más camp, como si hubiera una especie de saturación de la imagen, de ruido. Me hace pensar en el italiano “estro”, que se refiere a la inspiración artística, o al modo de ser de ciertos sujetos extravagantes y ocurrentes. Oistros en griego antiguo era el tábano que según el mito perseguía a la vaca Io, obligándola a huir por todo el mundo conocido. De designar este símbolo de inquietud cultural, la misma palabra pasó a describir los estados de inspiración poética y también el celo de las hembras de animal.
JL: Es verdad que piezas anteriores mías tenían un carácter más austero y urbano. Iba de calle y también el trabajo se centraba en el gesto y en la palabra, casi sin distracciones visuales de otro tipo. Aquí quería entrar en otro tipo de registro: una cualidad de presencia que pudiera “extrapolar” la dimensión cotidiana del lenguaje y de la imagen. Quería acceder a un paisaje de espíritus. Veía un campo enorme de posibilidades para abrir y componer. El cromatismo nace del intento, a partir de la familiaridad “irreconocible”, de la domesticidad desplazada de los objetos, de poblar el espacio con formas y colores que pudieran evocar artificialmente – y quizás revocar – cierta idea de “tropicalidad”. De aquí mi necesidad de entrar en un campo más expresionista, de construir una presencia más histriónica y estridente. Lo veía como una dimensión de la performatividad que me intrigaba: veía en la escena contemporánea una fuerte tendencia a ser didascálicos, discursivos y cotidianos. Si en Cavalo do Cão no soy propiamente una persona, sino un “chamán desplazado”, ¿por qué debería asumir un aspecto de entrada cotidiano?
Roberto Fratini
JOÃO LIMA presenta ‘Cavalo do Cão’ al Mercat de les Flors el 16 i 17 de febrer
Bibliografía:
Jane BENNETT, Materia vibrante. Una ecología política de las cosas, Caja Negra, 2022.
Christina F. ROSA, Brazilian Bodies and their Choreographies of Identification, Springer, 2020.
Rachael SWAIN, Dance in Contested Land: New Intercultural Dramaturgies, Springer Nature, 2020.
Eduardo VIVEIROS DE CASTRO, La mirada del jaguar. Introducción al perspectivismo amerindio, Tinta Limón, 2013.
Eduardo VIVEIROS DE CASTRO, Deborah DANOWSKI, Hay mundo por venir? Ensayo sobre los miedos y los fines, Caja Negra, 2019.
Links Vídeo:
(extractos Marcela Levi & Lucía Russo, Naturaleza Monstruosa, 2011)
(extracto Marcela Levi & Lucía Russo, Let It Burn, 2018)
(teaser Cecilia Colacrai, R.A.V.E. – Revolutionary Agglomeration for Voluntary Extermination, 2022)
(teaser Cecilia Colacrai, Anna Rubirola, Joao Lima, Morder la lengua, 2017)
(teaser Michelle Moura, Overtongue, 2019)
(extractos y entrevista, Michelle Moura, FOLE, 2014)
(teaser Sofia Días & Vítor Roriz, Fora de qualquer presente, 2012)
(Extracto y entrevista, Sofia Días & Vítor Roriz, Satellites, 2015)
(teaser Marlene Monteiro Freitas, Guintche, 2013)
http://www.noizagenda.com/agenda/35456/los-micrfonos-jorge-dutor-guillem-mont-de-palol
(extractos Jorge Dutor & Guillem Mont de Palol, Los micrófonos, 2015)
Otros links de interés:
http://www.tea-tron.com/lacaldera/blog/2022/03/08/una-danza-decolonial/
(artículo, Gérard Mayen, “¿Uma danza decolonial? ‘Cavalo do cão’”, La Caldera, 8 marzo 2022)
https://mercatflors.cat/blog/sobre-jungla-de-les-big-bouncers/
(artículo, João Lima, “Las ciências del encantamIento”, sobre Jungla de las Big Bouncers, Blog del Mercat de les Flors, 19 diciembre 2019)