• Facebook
  • Twitter
  • Instagram
  • Youtube

Pasmosamente spam – “Se nos rompió el amor de tanto usarlo”, per Roberto Fratini

Pasmosamente spam – “Se nos rompió el amor de tanto usarlo”, per Roberto Fratini

Pasionaria trata del deterioro concreto, del desperfecto de nuestra mecánica pasional.

Todo cuanto solíamos asociar a las tribulaciones de Cristo camino de la cruz ha sido objeto de una secularización irresistible, que empezó cuando los románticos, arrebatándolas tanto a la teología como a la patología, optaron por conceder a las pasiones una tarjeta black en materia de consumos anímicos, y por convertirlas en el mayor hidrocarburo de la modernidad. En sí, que el expediente cultural de las pasiones sea esencialmente dinámico y progresivo – y que sea tan secularmente mesiánico el mandato que la modernidad les atribuye -, justifica la intuición de tratarlas como ciencia ficción. La ciencia ficción cumple casi siempre el objetivo implícito de banalizar al mundo fenoménico, y de presentar a los fantasmas de ese mundo como logros técnicos del que vendrá.  Por la simple razón de que la secularización no puede prescindir de procesos masivos de banalización, se mire por donde se mire la ciencia ficción es el género-fetiche de las teologías secularizadas: su teúrgia sincera es simplificar concretamente, o re-banalizar “divinamente”, tematizándolas como soluciones tecnológicas, las trivialidades y banalidades, los apetitos pedestres del presente al que transfigura. Pasionaria es un apólogo paracientífico del mismo tipo: la alegoría animatrónica de anhelos que son ya maquinales, banales, desrealizados y pos-humanos en la humanidad que cree vivirlos creyéndose viva hoy mismo. Future in Present Tense – Futuro en Tiempo Presente.

Nuestras pasiones son variantes del fenómeno llamado turismo. Será que el turismo es a su vez la pasión estructural de una posmodernidad cadavérica a la que reanima con estímulos de corta duración. Sociable y plagado de emoticonos, nuestro mapa anímico ya solo obedece a reflejos condicionados. Hecha así, de automatismos culturales y gestos trillados, la peripecia pasional es una odisea al vacío: turismo interestelar.

Una vez descomprimidas las últimas pasiones “seculares” del siglo XX, todas ellas políticas, el mismo Occidente que ha conseguido convertir la política en lo menos apasionante del mundo, tiende a ser un lugar en que la gente se apasiona y moviliza seriamente por cualquier mierda salvo que por los temas que deberían conmocionarla. Vivimos una era de pasionalidad inflacionaria. Y puesto que los fenómenos de inflación y banalización siempre sirven intereses capitalistas, se entiende la procedencia de la ecuación incombustible, afianzada por el léxico de mercado, entre el concepto de pasión y el de hobby o afición; y se entiende, como reacción automática a esta lucrosa reificación o commodification de los anhelos, la metamorfosis de pasiones muy antiguas en adicciones siempre nuevas. Somos de hecho una civilización suficientemente adicta a sus pasiones (primer ingrediente de toda receta de marketing), y suficientemente determinadas a “vivirlas” (en nombre del imperativo de “experiencia” que salpimienta esa receta) como para ser ya incapaz de sentirlas persuasivamente. No hemos sido nunca tan apasionadamente anestesiados. Y de paso, ya que la cartografía pasional despliega alucinaciones y psicosis cada vez más sincrónicas -y cada vez más “socializables”- es comprensible que los buscadores solitarios de pasiones salvajes vayan a cazarlas en lugares cada vez más asociales, violentos o auto-violentos. Drogada a emoticonos, nuestra vida emocional ya solo funciona según la economía del reflejo condicionado: se enciende una luz roja y amamos. Pero puesto que canta cada vez más el abismo entre la pasión que twiteamos y la que sentimos, nuestra adicción a sentir intensamente ya sólo se sustenta en alicientes o coadyuvantes de toda calaña. En el fondo, si “apasionarse positivamente” es tan terapéutico como dicen, y si la vertiente destructiva de las pasiones es patrimonio exclusivo de los desgraciados o de los criminales, lo más natural es que la pasión misma se apoye en medios y aliciente cada vez más fármaco-pornográficos. Así pues, hay pasiones prescriptivas y pasiones proscritas; o pasiones de consumo y pasiones de abuso. Obviamente la pasión es el primer objeto de consumo, y el consumo es el primer objeto de pasión. Nunca ha habido una civilización tan medicada, tan incondicionalmente adicta, y sin embargo tan volcada en redactar los catálogos pormenorizados de excepciones adictivas que, a la masa de los no excepcionales, ofrecen la ceremonia balsámica de creerse muy sanos.

El hecho, en suma, de que nuestro apego a los subidones de todo tipo sea del orden del uso y del  artificio – la pasión por el artificio es la esencia misma del consumismo -; el hecho, por ende, de que nuestras pasiones siempre y solo se habiliten en el consumo de algo – productos, sexo, experiencias, sustancias -, funda y afianza en el imaginario colectivo una dicotomía provechosa entre pasiones sinceras y destructivas (las que consumen) y pasiones postizas y construcitivas (las que hacen consumir). La depresión posmoderna -visceral rechazo a esta mierda de mundo y a su menú de anhelos lucrativos – tendrá por ende que estigmatizarse y curarse para que su pasión negativa sea provechosamente remplazada por pasiones positivas. En una sociedad radicalmente infectada por sus saludables, activos apasionamientos de pacotilla, las pasiones inconsútiles son estigmatizadas (y tratadas) como enfermedades. Vuelven en suma a pensarse en los términos patológicos que representaron las marcas “veritativas” de todo cuanto pudo antiguamente entenderse como “pasión”, del latín patior, aplicado a cualquier paradigma de afección: el padecer inherente a mi total pérdida de control sobre el agente que me controla; una disfunción de mi subjetividad; un estado en el que mis acciones se ven despojadas de la actancia que las hace mías, porque “vivo sin vivir en mí”. El apasionado no es ni legitimamente sujeto, ni enteramente objeto: forma impensablemente activa de la mayor pasividad, la pasión lo convierte en nobjeto.  Si hablar de pasiones fue en algún momento de la historia aludir a los diversos modos “nobjetivos” de autodestrucción, hablar de pasiones en la posmodernidad será invariablemente hablar de diversos modos objetuales de “caducidad programada”.

Los griegos sabían que nuestros estados de alteración (enamoramiento, deseo, ira, envidia, entusiasmo, etc.)  significan simplemente un “estar siendo habitados” por poderes situados fuera de nuestro alcance, cuya manera de habitarnos es, desde luego, “forzarnos a habitar en él”. Los dioses de la mitología griega sólo son personalizaciones de estos fenómenos celulares, “placentales” o topológicos de contención o conglobación: en-amorarse equivale tanto a interiorizar algo como a “internarse” en él. Por ser células de subjetividad dual (diría Peter Sloterdjik), la proverbial “esclavitud” que las pasiones generan es más profunda y compleja, de lo que su metáfora deja suponer. Y las civilizaciones que representaron los anhelos humanos como los formatos preclínicos y sagrados de un “apresamiento en la alteridad”, tampoco ignoraron que las mismas patologías fueran incomparables factores de cultura. El capitalismo ha por supuesto obtenido la neutralización masiva de esta capacidad de las pasiones por fertilizar nuevos campos de signos: las pasiones que nos insta a cultivar, en resumidas cuentas, no cultivan nada. Habiendo dejado hace siglo de ser el nobjeto que, acompañado o acosado por un dios, siente cosas, el sujeto consumidor de nuevos sucedáneos de pasión es a su vez un objeto de consumo entre otros. Consumir la tonificante experiencia de ser consumible es su único anhelo.

Asimismo, la mengua progresiva de los aspectos orgánicos y simbólicos de con-globación que los antiguos conceptos de pasión salvaguardaban, y la acentuación moderna tanto de las ínfulas de subjetivación del sentir como de sus síntomas de objetificación, han provocado una transformación radical de la metaforología pasional: la metáfora más cotizada para hablar de toda “sujeción” a las pasiones pasa a ser la del títere, del autómata, del fantoche, del maniquí.  Pasionaria es una adaptación paradójica de antiguas topologías del anhelo en las nuevas reglas del juego pasional; escenifica la versión actual de esa “célula de espacio habitadas por nobjetos fuera de control” que fueron las pasiones premodernas, y la convierte en “módulo espacial habitado por objetos controlable”.

Me gusta la idea de que Pasionaria sea el nombre de un lugar alejado de todo lugar humano: asemejarse a una casa de muñecas en el sinfín que la rodea es su manera de recordarnos que nuestra pasión solía funcionar a su vez como un cronótopo extraño y absoluto, un aquí sin relación, un hot spot no rastreable, una domesticidad a penas habitable. En palabras de ABBA: “Mama mia, HERE I go again”.

Un conocido mío, en Venecia, una noche de invierno, emprendió desde el museo Correr la pasarela que cruzaba Piazza San Marco en sentido longitudinal – había agua alta y la pasarela era la única manera de llegar al porche de la basílica -. Pese a la niebla, le pareció ver que del lado de San Marco una mujer desconocida también había empezado a cruzar por la misma pasarela. Recorrieron ambos la pasarela, uno hacia otro, mirándose, durante un par de minutos. Cuando se encontraron, en el centro de la plaza, se besaron. Y pasaron juntos los 15 años siguientes.

La misma sociedad que, en resumidas cuentas, negocia el marco y el precio de los arrebatos (asignando una mazmorra específica, un local, un producto, una hora, un lugar, una fecha a cada pasión – la vida es un tío vivo de anhelos asequibles plagado de caballitos por cabalgar -); la misma sociedad que convierte la topología pasional en locación de experiencias, tiende irresistiblemente a pensar las pasiones mismas como un problema de programación, diseño y acotación; a sacrificar otro aspecto seminal de la pasión antigua: su capacidad de superarnos y “desbordarnos”; y a castigar y curar todo exceso, toda obsesión, todo pensamiento fijo, toda adicción “monotemática” en los chill outs y grupos de apoyo pensados para la práctica de los nuevos sacramentos confesionales. La misma industria que te quiere adicto te advierte de que el tabaco produce adicción, pero prospera sobre tu desobediencia, paradójicamente dócil, al imperativo de la moderación. Los fumadores, drogadictos, obsesos, monomaníacos y deprimidos somos aquellos insanos consumidores extremos, anacrónicos y desincronizados, cuya renuencia a acotar el ejercicio de la pasión consiente a una hueste de fariseos complacerse de su ajuar de pasiones sanas. Cargamos con los pecados del mundo, eso es. El vicio es el último Monte Calvario.

Donde el apasionado impaciente e integrado ejecuta programas de anhelo consumista, el pasional paciente y apocalíptico – el adicto – apura como un cáliz la versión viral y totalizadora del mismo programa: transforma en hardware existencial la tecnología soft de la programación social.

Si tiene sentido, en Pasionaria, reinscribir el protocolo del arrebato en una fantasía semántica de artefactos, simulacros, electrodomésticos, dispositivos mediales y mediáticos, es porque los aparatos que amueblan una posmodernidad endeble y pasmosa desempeñan magistralmente la función de “sentir por los usuarios”: la risa enlatada de las sitcoms televisivas nos ahorran la labor social de reírle las gracias a la comedia. No se me ocurre nada más siniestro que un lugar vacío en el que una maquinaria vaya sampleando sin causas evidentes sonidos de risas, a los que nadie escucha y que comentan acontecimientos inexistentes; una habitación vacía que se “sonroja”, se “estremece” y “llora” con eficacia aprendida. Pasionaria retrata, en muchos aspectos, un espacio de este tipo:  topología pasional “al vacío”, donde las “cosas que sienten” tienen ocasionalmente aspecto y ademanes humanoides.

Visto lo visto, en un futuro cercano programaremos maquinarias cada vez más versátiles para que repliquen con intensidad modular la farsa anímica, la mímesis de pasiones cada vez más pop-culturales. De acuerdo con varias fantasías pos-apocalíptica es plausible que estos androides – últimos repositorios inteligentes de arrebato sucedáneo, entrenados en los escenarios predecibles y empobrecidos de la pasión peliculera – nos sobrevivan; y que no se limiten a perpetuar la ejecución del programa aprendido: que sigan aprendiendo;  que no paren de almacenar datos, patrones y procesamientos pasionales subsumiéndolos de la observación recíproca; que restituyan a destajo, con histérica calma, en formas cada vez más arbitrarias y surrealistas, la carátula fantasmagórica, los motivos de nuestras motivaciones, el diseño remezclado, crackeado, hackeable de nuestras efusiones de antaño; que, a falta de contenidos afectivos, desplacen las cajas vacías del packaging que permitió comercializar esos contenidos, las fórmulas de pathos (o Pathosformeln), reciclables como “formatos pasionales”.

Completamente supeditado a la cartografía en frío de los pulsos que lo convocan y revocan, el ballet de la pasión no es otra cosa que un efecto especial o, precisamente, espacial: una topología.

Por eso, Pasionaria vuelve a ser un nombre de lugar: si Kova, el método-Veronal, es una topología del cuerpo danzante, parece lógico que la topografía alucinatoria de las primeras piezas, de los primeros nombres de país de Marcos Morau diera lugar pronto o tarde a topologías abisales de nuevo cuño: del pozo vertical de Voronia (una topología moral) al sinfín casi adimensional, al espacio-circuito de Pasionaria (una topología afectiva), el país más helado de todos.

Pasionaria es un “sistema de acción”, un experimento de mundo. Como si una humanidad al borde de la extinción hubiera decidido gastar fondos y abolengo tecnológico para la puesta en órbita de una cápsula o módulo aeroespacial en el que cultivar “afectos” de la misma forma en la que, según cierta ciencia ficción, se disparan al espacio módulos-invernadero finalizados a conservar la biodiversidad terrestre, criando zanahorias entre Orión y Andrómeda.

En un tiempo de musealización de la danza, y de archivación del patrimonio gestual de occidente, Morau es de los pocos en haber entendido que la única forma plausible de un “museo del gesto” es la que lo declina como un database de formas abandonado a las consecuencias impredecibles y desorientaciones de su soledad cibernética: y que tratando las fórmula de pathos o pathosformeln warburgianas sin solemnidad humanista, las convierte en una buena aproximación a eso que Hito Steyerl describe como “imágenes pobres” por un lado (es decir imágenes de baja calidad, porque el protocolo de su fragmentación, copia y reproducción ha desbancado todo control telemático y todo copyright) y como “imágenes de spam” por otro (porque figuran, duplican y vierten caudalosamente en el espacio inter-satelital una humanidad plastificada, tercamente plasmada por las normas de edición barata de los nuevos decálogos pasionales). En esta cápsula de procesamientos “pasmosamente spam” las escenas de culebrón, los anuncios de perfume, las sonrisas ortodónticas y los confesionales de reality shows se encuentran y desencuentran con el Compianto di Niccolo dell’Arca y con la Medusa de Caravaggio en pie de igualdad. Ninguna de las imágenes pasionales ejecutadas aquí pergeñará una historia: quedará irremediablemente encerrada, como un paquete de datos, en los límites del marco del que fue clonada, y será objeto de ulteriores repeticiones, modulaciones, contaminaciones, contextualizaciones, en una especie de laberíntico shuffle. O un jeroglífico cuyas figuras no llegan en ningún momento a componer una frase específica, porque es como si efectivamente siempre faltara (o fallara) algo, perdido, desfasado, desprogramado. Pasionaria no tiene Historia ni historias: tiene, como cualquier experimento, solo arranques, conatos o resets de una afectividad improcedente, que se reinicia porque un error de sistema la discontinua.

Las historias de amor siempre y sólo tienen inicios; acaban nada más empezar. Obsesionados por el patrón prepotentemente incoativo de la aceleración cardíaca, hemos perdido, por mucho que la busquemos, las claves del tiempo largo del amor. Nuestro único talento, nuestro patrón recurrente, es abrir puertas. Pero somos tremendamente incapaces de demorarnos en la habitación.

Pasionaria es un espacio hecho de retornos al que todos se asoman, en el que nadie se detiene. Al mismo tiempo, se protegen con obstinación, casi con pavor, sus umbrales, amenazados y apresados por invasiones de toda calaña: su vacío sólo se mantiene operativo siendo aprisionado y presionado por formas activas de ausencia. Pasionaria cultiva la obstinada analogía entre los pulsos mecánicos de todo tipo – leds, lámparas, juguetes, teléfonos, teclados, flashes, tictacs de relojes, etc. – y la idea de palpitación o latido: rebosa de “corazones sustitutivos” que, a la vez, con su luz parpadeante, evocan infaliblemente una situación de peligro, o un fallo del sistema. Pasionaria teme sus propias palpitaciones como una enfermera el cardiograma acelerado de un enfermo. Esta lógica de acecho incondicional y sin objeto anuncia invariablemente que el surmenage cultural ha vuelto el universo de los anhelos fantasmal y ajeno, por no decir alienígena: cada vez menos presente y tangible a medida que lo mencionamos, lo invocamos, lo reproducimos. Pasionaria es también esto: una “hauntología” sentimental (del inglés “haunt”, que se refiere a toda ausencia capaz de ocupar, acosar, embrujar un sitio). Como a los difuntos literales, haber muerto brinda también a las pasiones muertas la extraordinaria facultad de obsesionarnos con el merodeo de su in(con)sistencia.

Pasionaria adapta ferozmente Kova – el “método coreográfico” de Marcos Morau – a esta norma de erraticidad pos-humana. Y lo hace teniendo en cuenta que el núcleo de los sentimientos y de las pasiones humanas, sigue siendo, por extraño que pueda parecer, la precisión: ¿Acaso el abatimiento de la minoría deprimida no se remite a un desmentido implacable de las imprecisiones y aproximaciones simbólicas que permiten a la mayoría eufórica tolerar su existencia?; ¿Acaso no es el adicto imbatiblemente ducho en los quehaceres de su autodestrucción? Por muy impreciso que seamos los humanos, impulsados por una fuerte tensión anímica conseguimos milagros de adrenalínica precisión: la pasión nos afina como instrumentos. Pero el sujeto mimético-consumidor, androide ante litteram, programado para sortear toda eventualidad de un “error humano”, no conocerá nunca la verdadera precisión: será siempre exacto, pero nunca “justo”. Si los seres humanos somos generalmente erráticos por omisión, el androide sólo conseguirá ser catastrófico por erogar indiscriminada y exhaustivamente su entero programa, todas sus aplicaciones. En su confusión, una madre humana aún intuiría con exactitud alucinatoria las necesidades no verbalizables de su bebé. Lleno de patrones de maternidad aprendidos en los anuncios de pañales y en los vademécum de pedagogía el androide consumidor, cuando el niño llore y se convulsione, hará todos los gestos contemplados en su programa, sin conseguir calmarlo. Pasionaria es esto: una cápsula de vivencia en cápsulas: demonstraciones en frío de la vida sin la vitalidad y el calor que solíamos asociar a esta palabra; gestos “agotados” por el uso, depauperados por el abuso; piezas “salidas de rosca” que ya no enganchan nada, ya no saben soldar o unir lo separado. Resultan de una performance emocional continua y extenuada (por la publicidad, por el cine, por el deporte, por el desembalaje de la intimidad en las redes sociales, etc.). El plugging -verdadero fetiche gestual de Pasionaria– alude en todo momento a esta urgencia de alimentar, y si acaso electrocutar, la capacidad de sentir algo.

Valga el ejemplo del pianista, que por ejecutar con demasiada obstinación una pieza de cierta dificultad, en un momento dado constata con desconcierto que ya no sabe ejecutarlo, porque los dedos se anudan, los planos rítmicos se colapsan uno sobre otro, las frases se apelmazan, los pasajes más elementales se vuelven bizarros e inabarcables. El pianista de profesión dirá, en estos casos, que “la pieza se ha salido de rosca”, como un tornillo que haya sido girado en el soporte demasiado tiempo y con demasiada energía. También nuestros corazones son cuerdas tendidas: tocadas con prepotencia por violinistas poco atentos, se prolapsan, vibran con dificultad, emiten un sonido cromático y desdibujado, entre ridículo y patético.

Ocurre que las maquinarias deseosas preconizadas por ciertas utopías críticas de finales del siglo XX se harten de su propia plétora maquinal – desde luego que la existencia performativa de puras intensidades predicada por Deleuze y realizada con aciaga exactitud por la World Wide Web recuerda menos una bancarrota de la especie que una epopeya transhumana: los cuantos de intensidad y la performance permanente nos tienen agotados. Puede que los androides de erogar pasiones deduzcamos de nuestra propia eficiencia una melancolía de tipo inédito, versión robótica de la tristeza que el simbolismo atribuyó a las marionetas, las muñecas, los maniquíes: la de no sentir lo que tan eficazmente, si maniobrados con ingenio, fingimos sentir. Puede que dejar de funcionar (la de-función de la maquinaria) o destrozarnos apasionadamente termine siendo, como para cualquier adicto, nuestra última chance de humanidad. Pronto la única pasión, el único signo de vitalidad que ninguna inteligencia artificial consiga samplear, será palmarla (requiescat Blade Runner). A aquel Cristo que de la Mathäus Passion, bajara a rescatarnos subiéndose a una cruz, pediríamos, en lugar de la vida eterna (conseguida por entonces con medios mundanos), que nos enseñara de nuevo a morir. La alternativa es el modo-Pasionaria: la muerte térmica o entropía de los comportamientos afectivos, o una era glacial del alma, que ya estamos viviendo.

Roberto Fratini Serafide

 

Bibliografía:

Gilles DELEUZE, Félix GUATTARI, El antiedipo. Capitalismo y esquizofrenia, Barcelona: Planeta, 1985.

Eloy FERNÁNDEZ PORTA, ®O$. La superproducción de los afectos, Barcelona: Anagrama, 2010

Julia KRISTEVA, Sol negro. Depresión y melancolía, Girona: Wunderkammer, 2017.

Mario PERNIOLA, El sex appeal de lo inorgánico, Barcelona: Trama Editorial, 2005.

Peter SLOTERDJIK, Esferas I. Burbujas. Microsferología, Madrid: Siruela, 2014.

Hito STEYERL, Los condenados de la pantalla, Buenos Aires: Caja Negra, 2014.

 

Links vídeo:

https://www.youtube.com/watch?v=NyF9DjNbT5U (Extracto Minako Seki, Human Form, Site-specific, IV Festival de Butoh, Barcelona, 2011)

https://www.youtube.com/watch?v=Xfs-SEx1nCU (Trailer online Crystal Pite, Jonathon Young, Betroffenheit, 2017)

https://mercatflors.cat/espectacle/salmon-3/ (Teaser Manuel Rodríguez, REM, 2017)

https://www.youtube.com/watch?v=cUGewBdAy8c (Extracto Edouard Lock, Amélia, 2003)

https://www.youtube.com/watch?v=Zx1-KJB_Y_c (Trailer Jefta Van Dinthen, Grind, 2012)

https://www.youtube.com/watch?v=Q-sK-s_TzN0 (Extracto Huang Yi + KUKA, A human robot dance duet, 2017).

https://www.youtube.com/watch?v=50iofGZaW7Y (Conferencia online Martin Rees, “The Future of Human Civilization – Cyborgs, Al & the Post-human Era”, 2018)

 

Links de interés

https://mercatflors.cat/blog/iglesias-de-lo-peor-por-roberto-fratini/ (Artículo online, Roberto Fratini, “Iglesias de lo peor”, 2016)

http://lagrietaonline.com/hacia-una-coreocartografia-del-cuerpo-laberintico-una-charla-con-marcos-morau/ (Entrevista Eloy Palazón, “Hacia una coreocartografía del cuerpo laberíntico: una charla con Marcos Morau”, La Grieta, 9.5.16)

http://www.scielo.sa.cr/pdf/reflexiones/v94n1/1659-2859-reflexiones-94-01-00097.pdf (ensayo PDF online, Gabriela Chavarría Alfaro, “El Posthumanismo y los cambios en la identidad humana”, 2014)