El oscuro chantaje al que llaman futuro debería ser la última preocupación de los creadores nuevos. Ya es mucho (y es lo mínimo) pedirles que entiendan – o que nos ayuden a entender – el presente. Al mismo tiempo es muy difícil que lo hagan mientras el presente los incluye de una forma bastante natural y naturalmente traicionera (eso que llaman “actualidad”), y mientras todo contribuye a que olviden estar incluidos, a que no vean, una vez más, en qué agua están nadando. Acostumbrarse a la labor de la memoria, detectar los elementos ancestrales en el ADN del hacer actual sigue siendo imprescindible si se quiere hacer frente al verdadero cometido de todo gesto de creación, que no es simplemente exponer lo actual, sino recordar el presente. Verlo a distancia mientras se lo nada a vista.
Creo que esto hace la diferencia fundamental entre romper formatos (que puede reducirse a un muy coyuntural dejarse arrastrar por la corriente – o por la contra-corriente – dominante) e inventar formas (que es todo cuanto permite hilar el presente desde una especie de lejanía, de lucidez y translucidez formal, viendo a través de él).
La penúltima vez que leí sobre salmones fue en un hermoso libro de David Grossman, titulado Véase: amor, donde la interminable epopeya oceánica de los salmones, obstinada e incluso tercamente orientada por un anhelo de retorno a las fuentes, se convierte en una maravillosa alegoría de la memoria estructural (en el caso específico del libro de Grossman, que es una novela sobre la Shoah, se trata de la capacidad de rememoración colectiva del pueblo judío). Bruno Schulz, escritor judío-polaco al que un SS asesinó por capricho en 1942 en el gueto de Drohobyc, en la novela de Grossman no muere, sino que se zambulle en el mar de Dantzig para acto seguido metamorfosearse en salmón y unirse a la hueste multitudinaria de otros salmones, igual de supervivientes, o igual de extintos.
A lo largo de todo el viaje, el poeta-salmón emite, junto con todos los demás, una especie de señal química; el correlativo, por decirlo así, de una “memoria de la ruta a seguir”, al que Grossman llama “el gran Ning”. Sería también, si se quiere, una metáfora eficaz de esos procedimientos intuitivos que en los últimos años han transformado radicalmente las formas mismas de la danza grupal, que ya no se ve sometida al principio vagamente militar del unísono; al contrario, si se piensa en prácticas como el flocking, lo que produce en la danza reciente la armonía de los miembros del colectivo en movimiento, lo que determina el tono y la textura de su unidad, es cada vez más la capacidad individual de habitar el instante presente de-sincronizándolo, reconduciéndolo a su intuición, estando en la escucha constante de la dinámica del grupo sin perder nunca una cierta facultad de adaptar esa dinámica a una especie de tempo interior, que es como el eco memorial o la profecía a corto plazo del tiempo general al que obedece el conjunto.
El resultado es, si se quiere, una vibración coherente y enigmática que puede recordar el milagroso proceder de las bandadas de pájaros. O de los bancos de peces. El gran Ning de Grossman es también otras cosas: una señal que viaja por el agua, a reconfigurar, organizar silenciosamente, amparar el tropel disperso de los peces; que les ayuda a saber y saberse, a elegirse a si mismos, como colectivo y como individuos, de entre la fantasmagórica panoplia de formas que el océano, madre de todas las morfologías, cuna de todas las utopías, no deja un solo instante de desplegar.
Cuando pienso en los artistas de las últimas generaciones y en el viaje doloroso al que se enfrentan por esta agua sucia, por esta prieta liquidez que es el presente, quiero creer que su única esperanza de iniciar o reiniciar algo es saberse tercos supervivientes de mil extinciones; respetar al agua en que se juegan la vida. Y en lugar que celebrar el futuro como el festín oficial en que serán comidos, asumir y llevar con dignidad, nadándolo astutamente, el duelo del presente.
Que incluso en plena visibilidad, no olviden el lujo de pasar desapercibidos, de deslizarse entre mallas, barrotes, cauces y desfiladeros. Si nadan sin ahogarse en aguas suficientemente profundas, hay esperanza que no se dejen pillar. Que hagan buen uso de las libertades poéticas que otros, antes de ellos, pagaron tan caras. Y que posean eso que tiburones, pescaderos y gastrónomos no quieren que los peces posean: una memoria excelente.