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‘Memoria breve de los salmones (parte 3)’, por Roberto Fratini

‘Memoria breve de los salmones (parte 3)’, por Roberto Fratini

La pérdida forzosa de una conciencia de lenguaje (que algunos llamarían ignorancia o inocencia, y que es perfectamente paralela, en mucha creación reciente, del extraordinario deterioro cognitivo apreciable en nuestras escuelas y universidades) es, si se puede, la más imperdonable de las putadas que un nuevo artista pueda hacerse a sí mismo en dejarse hacer por el mercado y sus antojos. En esta ceguera es horrendamente fácil confundir intención, tentativa y tanteo.

La misma ceguera acarrea una consecuencia más: si por un lado perjudica la posibilidad de tomar cabalmente posición dentro del lenguaje (porque remplaza el posicionamiento consciente con una

especie de inclusión automática), por otro tiende a sofocar, junto con la transparencia del lenguaje, toda oportunidad de vislumbrar un mundo a través del lenguaje como medio y gracias a él: el océano está hecho opaco por la hipertrofia de un alga llamada metadiscurso. Eso mismo que en los años 60 obedeció a una necesidad fundamental de auto-reflexión he terminado imantando alrededor suyo la casi totalidad de las opciones temáticas de la danza: no hay, a día de hoy, lenguaje artístico más perversamente centrado sobre sí mismo y sus problemas (que muchos de dichos problemas sean también falsos problemas habla con bastante elocuencia de la pandemia de meta-discurso a la que me refiero). Mientras otros enclaves expresivos siguen honrando la consigna general de todo arte, que es repensar el mundo, no deja de ser triste constatar con qué complacencia una proporción extraordinariamente elevada de la danza reciente solo habla de danza. Como si el mundo no existiera, o como si una parte del sector cultivara la ilusión de que la comprensión del mundo es totalmente impensable de no haber previamente gastado todo el potencial poético del lenguaje en definir al lenguaje mismo. La única esperanza de que la danza siga representando en todas sus formas, variantes, aperturas y rupturas, el medio de quienes danzan, es recordar que el mundo – formas, variantes, aperturas y rupturas – es el medio a su vez de la danza. Y que la danza se debe al mundo antes que a sí misma.

Aprecio enormemente los artistas cuyo discurso, en los últimos veinte años, no ha hecho a la realidad el feo de ignorarla o de cogerla como un simple pretexto para devanar otra tesis más sobre la forma de la danza y sus avatares semiológicos. Me parece, incluso, que muchos de los artistas a los que me refiero (algunos de ellos en este festival), han optado de forma casi natural por la forma del solo en reacción a muchas de las problemáticas que este escrito ha intentado resumir: el solo representa, en su universo poético y cinético, el solo contexto en el que plantear de forma honesta la convergencia, más urgente que nunca, entre la realidad como deber poético y el derecho, también poético, del cuestionamiento formal; el único espacio en el que lidiar con la falta estructural de espacio físico y discursivo para convertirla en una oportunidad.

Es más, si hay un rasgo destacado y común en las mejores aventuras solísticas de los últimos años, es que a los nuevos creadores no parece valerles la lógica expansiva que expresaban  los mejores ejemplos del mismo formato, el solo, de la vieja modernidad; esa manera, para entendernos, de ver la danza como una expresión bastante inmediata (y bastante arrogante) de la libertad de autoafirmación y de los absolutos del sujeto. El nuevo protocolo cinético de la soledad se parece más a una liberación progresiva y relativa, que no ignora desde qué angustia, desde qué estrechez se proclama a sí misma.

Así, si algunos cuerpos serán especialmente eficaces en expresar el sufrimiento objetivo al que comporta esa falta de espacio, ese acoso de los signos que he dicho, otros serán muy eficaces en detectar y señalar por qué impensables estrategias formales, por qué astucias es todavía posible fraguarse un oblicuo camino de supervivencia en un espacio tan ahogado internamente por la memoria, tan coartado externamente por la expectación. Lo que más me emociona, de ciertos nuevos artistas, es exactamente lo contrario a la inocencia, frescura y descaro que todos se obstinan achacarles: me parecen incalculablemente más agudos, más pragmáticos, más discretos, más precisos y tal vez – para usar una expresión de Walter Benjamin – más capacitados para organizar el pesimismo que sus muy optimistas compañeros de hace un par de generaciones. Y me pregunto si esto no se deba, entre otras cosas, a un interés renovado, de parte de los creadores recientes, hacia los transcursos, recientes y arcaicos, de la danza misma: un paciente buceo por el lenguaje con sus leguas, sus trechos, sus distancias.

Emanciparse del pasado no significa estar exentos de él. Es más,  emanciparse del pasado no sirve de mucho cuando se es esclavos del futuro. Y me pregunto si no es precisamente en una reinvención de su parentesco con la cronicidad, donde hay que buscar el mandato más apropiado para la nueva coreografía.

No ayuda, en este sentido, la insistencia neurótica con la que se pretende en todo momento inscribir, cuando no alistar a los nuevos artistas en la cruzada del Futuro. “Danza del futuro” fue el título, a comienzos del siglo XX, de un manifiesto de Isadora Duncan. El título expresaba ya por entonces la tiranía de una danza que resultaba tanto más imperativa cuanto que se imaginaba siempre por venir, mientras amparaba de hecho un verdadero delirio regresivo (se trataba, en el caso de Duncan, de un psicodélico retorno a Grecia).

Es la regla secreta de toda Utopía: si se la ubica generalmente en una especie de futuro absoluto es para disimular sus fuertes componentes regresivos. El crucero a las Islas Afortunadas, a las Nuevas Atlántidas, a los Reinos de Babar que encierran la promesa del futuro, es un viaje menos hacia delante que hacia atrás. Toda Utopía relanza la antigua sospecha de que los únicos paraísos – conforme dice Proust – son los paraísos perdidos; y que el más condenadamente perdido se halla justo en medio de un océano amniótico del que fuimos expulsados al nacer. Dicho sea de paso, la metáfora del salmón, a la que mi texto intenta torturar simpáticamente, incluye también este significado: los salmones nadan contra corriente solo y únicamente para hacer retorno a los manantiales que fueron teatro de su reproducción.

Los talentos que obran contra corriente podrían creer que este acto de resistencia (o de reticencia)  a las fuerzas avasalladoras del main stream es un compromiso fácil con el futuro: su danza será por ende falsamente utópica y, muy a su pesar, extremadamente regresiva – una proyección -; la otra opción para esos artistas es tomar conciencia del riesgo que conforma la regresión, y convertirlo en una herramienta más de supervivencia poética, en otra santa malicia del discurso, en un proyecto. Se entiende mejor, en esta óptica, la lucidez de muchos creadores recientes en revisar, releer, repensar las formas y principios de la danza del pasado, bien hurgando en las estructuras generales del folklore, o bien desandando los axiomas de la primera danza moderna, o bien reactualizando los principios del posmodernismo americano y los modos del clubbing.

En todos los casos, parece evidente el deseo no solo de entender los orígenes de una civilización danzada, sino de desglosar lúcidamente y a veces irónicamente, en cada uno de esos orígenes, el fraguarse de un precoz pensamiento utópico; la gestación de algo; la fase infantil, por no decir intrauterina, por la que pasa todo lenguaje antes de saberse dolorosamente lenguaje. No creo que la creación reciente pueda cumplir con su proyecto (que no proyección) de renovar formas y temario de no lidiar con esta pululación del deseo de que está hecha toda la danza pretérita; lo más difícil, teniendo memoria, es no tener nostalgia. Se me ocurre esa anécdota de Foster Wallace, en la que un pez viejo, al pasar a lado de dos peces jóvenes, pregunta: “Chicos, a que el agua está buena hoy?”. Los dos peces jóvenes no hacen comentarios. Pero cuando el viejo ya está lejos, uno pregunta al otro: “Disculpa, qué es el agua?”.

Continuará…