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‘LO PURO Y LO PUTO. Dos caras de una única moneda de oro’, por Patricia Caballero

‘LO PURO Y LO PUTO. Dos caras de una única moneda de oro’, por Patricia Caballero

Llamamos arte al eco de un grito antiguo que nadie recuerda quién lanzó. Un aullido que ha rebotado de siglo en siglo, deslizándose entre gargantas y cuerpos. Por suerte, hay quienes aún pueden sentirlo vibrar en sus células, como si fueran antenas de un delirio atemporal. De algo más terco que la historia, más indomable que la cultura misma. Son los poseídos, los que saben que crear no es inventar y que la ilusión de innovar quedó antigua.

Las llamadas tradiciones culturales quieren ser vehículos de memorias, sentidos y cosmologías. Para ello, nos atrevemos a poner nombres a unas supuestas raíces, como si fueran anclas en el tiempo, cristalizándolas en nuestros imaginarios. 

Nombrar puede ser bendición o peligro, pues conlleva darle vida a algo y el riesgo de matarlo y condenarlo a la rigidez del nombre. Sin embargo, etiquetar no otorga ninguna inmutabilidad. 

Flamenco, sardana, jota, muñeira, samba y tantas otras. Hubo músicas antes de estas músicas, bailes antes de estos bailes, nombres antes de estos nombres y, por supuesto, raíces antes de estas raíces. ¿Y si estuviéramos confundiendo tales raíces con las ramas de otros árboles olvidados, enterrados, devorados por las décadas y los siglos? ¿Cuáles fueron las semillas que dieron vida a esas raíces? ¿De qué frutos cayeron?

La cultura es el “resultado o efecto de cultivar los conocimientos humanos”, dice el diccionario. ¿Cómo fueron, entonces, los procesos que condujeron a tales resultados? ¿Qué aspectos quedaron en el camino y no llegaron a codificarse, ni a grabarse, ni a repetirse, ya sea por la espontaneidad o por lo enigmático de sus naturalezas? ¿En qué sistemas, por caóticos o clandestinos que fueran, ocurrían esos fenómenos? ¿Qué herencias somos capaces de asumir más allá de las que las tradiciones clasificadas nos brindan en bandeja? ¿Qué tipo de memoria necesitamos activar más allá de la enciclopédica?

Las codificaciones permiten la representación y la repetición del acontecimiento original. Cuando las cosas toman nombre, se convierten en hallazgos del pasado a los que la memoria puede acceder.

Como las tradiciones, las rutinas se suman al archivo mental, expandiéndose y repitiéndose hasta ocupar nuestros días, horas, minutos y segundos. ¿Qué espacio nos queda entonces para dar lugar a otros hallazgos? E insisto, no hablo de innovar, pues “original” viene de “origen”. Hablo de vaciar, de limpiar, de hacer hueco.

Casi todo sigue un camino bien marcado, con complicados libros de instrucciones y demasiadas señales de tráfico. ¿Cuál es el momento y el lugar para lo inclasificable, para lo que nunca ocurrió, para aquello que no forma parte de nada establecido, aunque se nutra de ello? Según Chillida, “nunca lo establecido cerrará el paso de lo que nace”. Consuela.

Hay artistas excavadores, melancólicos que, mirando al pozo, buscan arremolinarse en los reflejos de la memoria. Que revisando el pasado quieren crear un futuro rico de herencias reactivadas, fermentadas con las bacterias de ahora. Que admirados e impulsados por esas creaciones colectivas a las que llamamos tradiciones, siguen la estela de un motor entusiasmado por seguir encendido, sosteniendo vida, locura y brillo. La tradición es un caldo en constante ebullición que no quiere, ni mucho menos, ser congelado.

Hay artistas que sueñan con aquel arte que no era pretexto para puestas en escena ni para llenar agendas culturales. El que era herramienta de supervivencia, grieta en la realidad. Un incendio sin nombre que no pedía permiso, concepto, ni justificación. Por muy exótico que suene esto ahora, no hace falta decir que no somos mejores ni peores que antes, ni más ni menos originales. Somos, simplemente, otros. Otros y otras haciendo y viviendo otras cosas. 

Hay artistas que no quieren posar. Sienten el arte como un conjuro. Buscan el gesto primitivo en medio del artificio. Y a pesar de todo formalismo contemporáneo, a pesar de la pulcritud del museo y los protocolos del teatro, quieren arder. Quieren entrar a escena para abrir brechas en el tiempo, para verse cara a cara con lo innombrable.  

Sueñan con ese arte que no entiende de butacas, que se infiltra en los cuerpos como una fiebre. Un arte sin coreografía para el aplauso, sin crítica de suplemento dominical, sin barnices ni vergüenzas. Un arte que es rito, que es grito, que es un estremecimiento compartido. Que no quiere ser explicado, sólo vivido. 

Lo sagrado se burla de sí mismo cuando el trance es real. Cuando ya no hay impostura, cuando ya no hay conciencia de ser visto. Cuando público y escenario desaparece y solo queda el vértigo de estar en el centro del huracán. 

El cuerpo deja entonces de ser cuerpo y pasa a ser territorio tomado por una fuerza que no pide perdón. No es una “experiencia inmersiva”, es la inmersión total, sin flotador ni salida de emergencia.

Es radical negarse a ser reducido a una categoría. Es radical arrasar con las fronteras y ser el vehículo que con desparpajo las atraviesa, difundiendo algo de gracia y sustancia en medio del gran espectáculo. Lo radical radica en un arraigo a espacios y tiempos impuros, ambiguos, errantes e incapturables. 

El arte de raíz es el que persigue a ciegas los rastros fractaloides de unas remotas raíces, sabiendo que no las encontrará nunca. Es el que se pierde en el laberinto de las memorias de unos colectivos que, en el devenir de sus rezos, parrandas y otros actos creativos, encontraban una identidad que colmaba la irremediable necesidad humana de pertenencia. 

Paradójicamente, es perteneciendo y jugando a tales códigos comunes que en muchas tradiciones se practica el arte de la desidentificación. Ese desvanecimiento tan aliviante del artefacto egoico. Así, puede el teatro llegar a ser invocación de lo sublime. Ofreciendo los cuerpos al éxtasis y vertiendo las identidades a la marea del trance colectivo. 

La desaparición se convierte entonces en la verdadera revelación. El arte de perderse es el arte de encontrarse con lo más vasto y feroz. Sólo así deja el artista de construir la obra, para que sea la obra la que construya al artista, a las mentes observadoras y creadoras y, en consecuencia, al mundo.

Santifico la prostitución emocional del que lo da todo sólo por rozarse ínfimamente con un pequeño atisbo de pureza. Pues quiere vaciarse para que algo más grande le atraviese. Quiere zapatear, cual diosa Kali, sobre su propia cabeza pensante y su orgullo desbordado para rendirse a lo que no se mide con parámetros humanos. Hablo de pureza en su forma más cruda. Nada limpio ni inmune; algo bruto y auténtico que no puede no ser. 

Hemos trazado líneas ilusorias entre el ritual y el espectáculo, entre la liturgia y el show. Una muy moderna estrategia para tranquilizar a nuestras limitadas mentes ante la grandeza del misterio y el pavor de lo desconocido. Para separar lo sublime de lo vendible, lo sagrado de lo mundano. 

Y creemos que con esto ordenamos el caos, que hemos encontrado una forma de encajar lo infinito en unas vanidosas cajitas etiquetadas. Increíble todo lo que hemos organizado para que el gran misterio parezca bonito, pulido y seguro.

Y no siempre hay manera, pues la realidad no entiende de fronteras, la cabra tira al monte y la cuerda sigue bien tensa entre el artista de lo puro y la cultura espectacular. 

La naturaleza humana persigue la vida, el latido, las verdades, el rojo sangre y lo genuino. Quiere siempre, e indudablemente, el calor de un fuego asimétrico y bien cuidado. Así que aún podemos hacer del teatro un templo, una plaza, una cueva o un prado… Y de la danza, un aquelarre.

Aún podemos, tanto artistas como espectadores, venerar al arte permitiéndole rasgar el tejido de la realidad. 

PATRICIA CABALLERO

Cicle ‘RADICAL D’ARREL’, del 3 d’abril al 3 de maig de 2025, al Mercat de les Flors