Sunday Service on a roll
All my idols, let ‘em go
All the demons, let ‘em know
This a mission, not a show.
(Kanye West)
Casi una fantasía sobre tres temas de Søren Evinson
Esto es una trilogía, o una tríada, o una trilogía que termina en tríada. A duras penas una dialéctica. Y en todo caso tres estaciones de una peripecia, probablemente inacabada, por los desfiladeros y vericuetos de la performance. No es fácil determinar cuánto haya de aceptación deliberada, docilidad, resignación astuta, en esta peripecia; y cuánto inversamente de ahínco, arrebato, obstinación, inconsciencia – si es que el activismo puede surgir de la pasividad -. Así de ambiguas son las peripecias. Así de ambiguas son también los retornos performáticos a la performance: Janos bifrontes de paciencia y beligerancia, con un pie en la necrocultura y otro en la poliorcética. Recorrer a destiempo los caminos abruptos de la performance sabe mucho a atentado y un poco a velatorio. Quizá se trate de esto: de repeler a los fantasmas que acosan el arte in articulo mortis, asustando los terrores nocturnos a golpes de terrorismo poético. Y si duelo es, como creo, la palabra clave de la performance terminal, ¿de qué duelo, para ser exactos, estaríamos hablando? ¿Duelo por quién, entre quiénes, contra y santo de qué? ¿Qué serán finalmente los vericuetos y passages périlleux de la saga? ¿Ambulacros? ¿Trincheras?
A estas alturas da igual: quizá matar al muerto sea la única manera coherente de velarlo. Quizá todos los ambulacros sean trincheras abarrotadas de cadáveres en cierne; quizá sean entierros prematuros los homenajes en los que se desvive el siglo XXI. Y sea a su vez un oxímoron la meta-performance, o performance sobre performance o posperformance (puestos a hurgar en la sección fashion de los prefijos molones). Pensémosla como una arqueología armada: la exhumación, revelación y liquidación de la performance como fiambre venerable, o como esqueleto, residuo gráfico de una maniobra cultural que pareció viva mientras fingía exitosamente estarlo. En este gesto póstumo y agresivo de evocación y revocación, la posperformance devuelve la performance al recital alegórico, a la escenificación de esa idea de Cultura que, en épocas menos sospechosas, la performance misma había ampliamente contribuido a forjar: una tumba egipcia llena, en palabras de Elias Canetti, de todo cuanto atañe a las necesidades vitales (comida, vestimenta, abalorios, servicios), donde sin embargo el muerto no está vivo.
También en el caso de la posperformance la arqueología funciona como una genealogía invertida. No es la trayectoria de quién se aleja de la performance para convertirla en otra cosa, sino la crónica poética de un retorno obligado y tortuoso de la performance a sí misma – el nostos, las andanzas del rey que vuelve a una casa llena de pretendientes, pretendiendo a su vez ser quien no es -. Sólo los impostores saben retratar la impostura de los originales. No es cierto, por lo tanto, que las revisiones y reciclajes, usos y abusos de la palabra performance hayan traicionado un corpus poético soberano y original. Si acaso, tantas décadas de malversaciones lexicales han cumplido a rajatabla y expuesto como en un escaparate la falsedad genuina, la hipocresía innata, la teatralidad furtiva – por no decir el desmán mercantil – del corpus poético en cuestión. Calculada e inasible como un laberinto de espejos, la posperformance de Evinson es una impostura de segundo grado: reuniendo a consciencia y secularizando las reliquias ideológicas y calderillas materiales de un credo artístico duro a morir, asume cínica y piadosamente que, incluso en las concreciones más originales, emergentes y pioneras del género llamado performance, no se dio más que metaperformance o sedicente performance; que la hipocresía fundacional de la idea de performance es el aval quia absurdum, la confessio (a veces el martyrium) de la misma performatividad, con su presencia, autenticidad, extemporaneidad y con el largo etcétera de los lemas milagrosos que abarrotan su evangelio.
La performance vendría a encarnar, en suma, la paradoja de un teatro cuya mayor conversión, cuya comedia de santidad fuese renegar de sí. Quizá esta apuesta aparatosa por la fe negativa en sí misma sea el aspecto más religioso, más evangélico y denominacional de la performance; quizá sea también razón de que, a pesar de a mil estandartes de contra y subcultura, la performance exhiba un ejemplo tan transparente de metadiscurso consensual y auto-consensual. Ole la performance, en suma: auténtica porque ella lo diga; hecha a sí misma, totalmente inicial, obsesionada con el tema del origen y terminantemente autógena; Born y reborn, como los cristianos de ciertos cultos denominacionales estadounidenses (los más reaccionarios). Porque es proverbialmente falsa la conciencia de quien se cree sus propias mentiras. Y porque solo las falsas conciencias se pasman por verdades superiores. En el país de los mentirosos miente incluso quien afirma estar mintiendo, y por eso hay que creerle: porque jura no creerse a sí mismo, y te llama a ser testigo de su subjetividad dañada, a compadecerlo, a santificarlo. A creer en él porque sabe de mentir pero no sabe mentir.
(O esto es cuanto aparece en el escenario de la liturgia. De puertas para adentro, en la cocina de la performance, vale la inversa: el sujeto sabe mentir perfectamente, pero no sabe de mentir o finge no estar haciéndolo. Si no miente al público, estará invariablemente mintiéndose a sí mismo).
Como resultado de la migración rocambolesca de esta auto-profesión de fe, de Lutero a Peggy Phelan, de las praderas de Illinois a los recuadros de Twitter, de la Contestación a la Conexión, hace tiempo que la retórica de performatividad ha dejado de ser el santo y seña de las vanguardias, para convertirse en un instrumento de autoengaño al alcance de cualquiera: en un pienso autoestético suministrado con derroche a colectividades más hambrientas de motivación que de movilización. La subjetividad autógena de la era pop ya no se gesta en recovecos orgánicos y matrices carnales: si acaso se gestiona; en ocasiones se gesticula. Ocurre que, simplemente, los media en cuanto discurso han heredado el rol que, en los enclaves trasnochados de la producción cultural alta, había desempeñado el discurso en cuanto medio.
Just Desire se ocupa precisamente de esta transvaloración: rastreando una norma performática subyacente en los anhelos patológicos de la sociedad actual, acercando el carisma confesional de la verdad a los mecanismos de la vanidad, conchaba inauditamente las viejas teorías la performatividad con la Teoría del Lujo que vertebra los obradores de subjetividad y los coming-outs victimarios de la era social. Demuestra que la baza de mil vanguardias se ha convertido en un pienso autoestético consumido con voracidad por colectividades más hambrientas de motivación que de movilización; y que la subjetividad autógena, performante y de alto rendimiento de la era pop ya no se gesta en recovecos orgánicos y matrices carnales: si acaso se gestiona; en ocasiones se gesticula.
Si el llamado metateatro de comienzos del siglo XX consistió en la operación de devolver las poéticas de la ilusión teatral a la realidad – performativa ante litteram – de su fabricación, para renegociarlas ambas, metaperformance será la que somete a una maniobra de desencanto y teatralización los cuantos de realidad de lo performativo, tratando y escenificando como mentiras las muchas verdades autógenas y auto-hipnóticas que la avalan en cuanto performance. Convertirá en evento la eventualidad teórica de que aquellas verdades sean posturas, imposturas o “síntomas” (lo síntomas también son posturas e imposturas) de algo que se gesta en la infancia simbólica, en lo reprimido de la performance. Su cometido será menos la subversión de un género, y más el camuflaje y la perpetuación del mismo género en otros medios: un mono mimético para infiltrarse en el campo de operaciones de la performatividad, midiéndola según baremos socio-existenciales de cuño reciente, y re-presentándola como el esquema simplificado, el esqueleto viviente de un prolongado ataque militar de la cosa llamada Cultura contra el mundo de la vida. Siendo en suma narcisista a consciencia, la posperformance dejará al descubierto el narcisismo irreflexivo (si es que puede haber un Narciso sin reflejo ni reflexión), la melancolía operativa de cualquier performance y de la burguesía cultural que la promueve, la disfruta, la argumenta.
(¿Y si la historia de la performance fuera parte de la historia de un capitalismo que consigue perpetuarse precisamente no dando lo que promete mientras expolia lo que no produce? ¿Si su régimen declarado de indigencia disimulara una forma muy estructural de voracidad? ¿La voracidad estructural de la performance no es, acaso, siendo ya rentista de un mito discursivo, rentabilizar discursivamente márgenes siempre nuevos de lo real? ¿La autenticidad no es, al fin y al cabo, el capital “extractivo” que, presumiéndolo inagotable, la performance procura agotar?)
Hija como es de la noción electrizante de campo expandido, mucha “cultura de la performance” reproduce sin querer la marcha inflacionaria y mercificadora de la noción de Cultura (moldeada a su vez por la marcha inflacionaria y mercificadora del capitalismo a secas). Su forma de fracking sería colonizar entresijos de lo Real siempre nuevos, y agotar las cuantidades menguantes de carburación discursiva que se desprende de las zonas de fisura. Surgida como aparece del mismo giro teológico y conceptual del que surge el capitalismo – protestante antes que protestataria – sólo un defecto de registro genealógico, un prejuicio sobre el origen autoriza los apologetas de la performance a declararla tan obstinadamente antipatriarcal.
Para desandar este olvido, la posperformance ahonda, entre otras cosas, en los aspectos fálicos del culto a la Presencia. Y deja claro en que si el carisma desprendido por la excelencia de la prestación del actor tradicional huele a elitismo o clasismo, el carisma desprendido por la presencia desnuda y anti-prestacional del performer perfuma irresistiblemente a totalitarismo, porque igual que los mecanismo de aclamación y los dispositivos gloriosos del fascismo histórico, se despliega necesariamente alrededor de un vacío cualitativo encarnado, en el caso de los regímenes históricos, por dictadores de toda pelambre – todos ellos estetas de provincias, homúnculos degenerados, resentidos, veleidosos y dados a gritar -: “artistas de acción” letalmente talentosos. A Nation is born in me expone precisamente estos automatismos carismáticos de la performance, demostrando que los actos colectivos de aclamación de lo obvio y el acto individual de su proclamación son maniobras fascistas por definición. El fascinum (el fajo de ramas o porras que simboliza desde la antigüedad el brillo marcial de la pura aparición y de la acción directa, tales y como se dan en el jefe militar, dictator, imperator -) es tan obtuso, obvio, inexpresivo y “abracadabrante” que una polla sin dueño. Una presencia implícita y banal se vuelve mayúscula, turgente y agresivamente ofrecida a una peña erotizada de creyentes.
A esta clase de inanidad – o de onanismo – se deben la animosidad, el escandalismo, la torpeza deliberada, la inconclusión y pedantería estructural, la arrogante prolijidad de ciertas poéticas de acción. Los grandes soliloquios de Evinson no hacen sino desenmascarar el contrato psicopolítico, en la performance clásica, entre impotencia y voluntad de potencia, entre apocamiento y carisma. La pregunta histérica que el performer dirige pasmosamente al público y a sí mismo – “¿Qué quieres de mí?”, “¿Qué quieres de aquí?” – llama en causa un interlocutor afectivo, público de consumidores o consumidor público, que no ha pedido, preguntado o exigido estrictamente nada. Para incentivar su drama, físico o mental, con el estimulante neurótico de la culpa ajena, ambos, el histérico y el performer clásico, sólo están delatando, como huelga o protesta, su propio deseo impotente de que se le exija algo: una manera infalible de implicar a los espectadores reluctantes de su impotencia escénica como cómplices o culpables de la misma. Y así fomentar la infinita, circular esterilidad de desear ser deseado y desear. De este “pacto neurótico” está hecha la casi totalidad de la estética de la performance contemporánea. Y como el deseo es impotente por definición, sola y simplemente de deseo – y de un deseo solo, desligado de cualquier objeto, desoladamente abstracto y realimentado – están hecho también los comportamientos performáticos de cualquier agente individual y colectivo, de cualquier agencia y agenda en el paradigma neoliberal. Porque solo el deseo solo justifica la infinita permutación, la performance inorgánica de la mercancía y del sujeto que, como una mercancía de nuevo cuño, nos llama desde el escaparate de su intimidad sobreexpuesta.
Se queda en agua de borraja, pues, esa disidencia del formato que el discurso agita como un talismán. En la era del libre mercado, la Presencia mayúscula no sabe vehicular modos de libertad que no sean, irremediablemente, modelos o modelitos: derniers cris y tendencias siempre nuevas en el showroom de una subjetividad – millennial, urban, swagger, X generation y Z generation – suntuosamente derrotada, y muy operativa a la hora de empaquetar en envolturas puritanas y capuchas suburbanas el eros, íntimamente fascista, de la publicidad. En el mood poético de la performance anida como una profecía el giro “auto-empresarial” de la idea de subjetividad. Podemos integrar a nuestro look mil complementos políticos o disidentes, emocionales o vivenciales, pero ya no nos libraremos del imperativo categórico de ser subjetividades de lujo en el mercado altamente inestable de los superávits existenciales. Poner en entredicho o “desobviar” la naturaleza política de la performance, significará, en general, cuestionar la solvencia política de la performativización de la lucha. Por mucho que la aventura de la emancipación se componga también de gestos performativos, sólo una cultura terminantemente hipócrita puede deducir de esta gestualidad el axioma de que la performance sea un formato naturalmente disidente. La misma cultura ha terminado persuadiéndonos de que el consumo del show de la disidencia sea la más eficaz de las acciones políticas. Pero precisamente la posibilidad de consumir disidencia debería revelarnos que la cosa llamada Cultura es tan solo, a su vez, una versión totalizadora de meta-consumo. Como resultado de esta modelización de las tensiones ideológicas de prestigio, el único logro político de muchas performances recientes es juntar públicos muy convencido de su progresismo con artistas que también juran serlo. Encerrado en este círculo mágico de consenso y con-sentimiento, que Erika Fischer-Lichte ha bondadosamente tildado de bucle de realimentación, y resuelto en circulaciones discursivas sustancialmente infinitas, el disenso abdica cualquier eventualidad de volverse real. La religión de la performance saca tajada de la gran urgencia de toda una colectividad – la más políticamente pusilánime y desmovilizada – por ver premiada su inercia, su incapacidad de acción, con promociones morales, medallas de disenso y certificados de autenticidad.
A pesar de todo, con su rechazo de cualquier teatralidad normativa, la performance apela incansablemente a la dimensión comunitaria y a la emancipación como condiciones “naturales”: el fantasma de lo real, y lo real como fantasma son sus temas dominantes. La emotividad de un debate vertebrado por la sensiblería y el prestigio de las identidades, donde el sujeto y su cuerpo pasan por delante de cualquier “sujeto de discusión”, deja irresistiblemente al descubierto la analogía entre los recursos de la performance y la ley del reality: el crujiente anhelo de volver real la ficción sólo lleva a falsificar la realidad. Y el comercio de verdades entre artista y público termina reproduciendo en detalle la arquitectura dinámica de la falsa con-ciencia: un carné de bondad que artista y colectividad se conceden mutuamente a la hora de federar culpabilidades, esperanzas y mitos. Arrimándose pertinazmente a esta fantasía de “autosuficiencia de lo auténtico”, la performance sólo consigue retrasar la toma de conciencia de que sus temas predilectos (democracia, emancipación, igualdad y convivencia) sólo se pueden negociar como artificios, como ficciones hábilmente concertadas: que el teatro puede ser político porque la política es esencialmente teatral; y que nada resulta más disuasorio que los cuentos mesiánicos basados en el prestigio de la sinceridad.
Las pulsiones emancipadoras empezaron a desrealizarse en el momento, allá por los años 60, en el que se optó por concentrar todo el catálogo de los antagonismos políticos en los padres. Anti-genealógico por vocación, el abecedario formal y temático de la performance es producto de una articulada campaña ideológica de desautorización parental iniciada en la fase contestataria, cuando el campo de la lucha política pasó a ser un drama confuso, pasmoso y debidamente infantil de filiaciones, afiliaciones, herencias rechazadas y familias de libre elección; cuando la generación ascendió a actor casi único del conflicto y, como consecuencia de una simplificación tan majadera, un ejército de nuevos huérfanos se puso, con la bendición del naciente mercado global, a invocar las mamás fantasmagóricas del caso (Marx, Mao y Marcuse fueron algunas). Las líneas semánticas de demarcación entre gestación, gestión y gesticulación empezaron a colapsar precisamente entonces. En paralelo a esta maniobra social de restyling genealógico, unos aguerridos performers empezaron a proclamarse los padres únicos e inmanentes de su destino en esta tierra y en esta escena. El credo subyacente constituía, pese a los mil desmanes de blasfemia y laicidad del género, un poderoso reflujo de evangelismo: “Mi único padre y Autor, quien está en los cielos, soy yo. Hoc est enim corpus meum: este es mi Cuerpo, y sus padecimientos, sufridos por culpa vuestra, os salvarán”. Haciéndose eco de la consigna inherente – A Nation is Born in Me – el teatro posperformático de Evinson hurga sin miedo en este misterio enrevesado de nacimientos, génesis, adopciones y repudios: en el campo de batalla mental de todas las generaciones que se creen tales. Sabe que las generaciones sin futuro son, por regla, las más propensas a renegar de cualquier pasado, recreándose en este reniego, y reproduciéndose en todos los medios y metamedios a su alcance. También sabe que el cariz crístico (no ya crítico) y patológico (no ya pasional) de buena parte de la performance tradicional es un legado político ambivalente; que el neo-bastardismo sacramental de mucha performance sólo era la prefiguración de esa victimología ambiciosa que, en la era de los socials, permitiría a la subjetividad dañada cotizarse como un título de visibilidad, una marca de identidad, un valor de mercado. Mimando con ironía y amargura los excesos del glamur victimista, hecho de sobre-exposiciones y auto-crucifixiones, resurrecciones y redenciones, la posperformance reivindicará si acaso como arma residual, última revancha del sujeto disconforme, el uso activo de la desaparición, consciente de que la invisibilidad no se “expende” performativamente, no resulta en un consumible cultural, no se presta como un servicio.
En un clima de miseria ya irreversible, donde la disidencia se vuelve definitivamente vana, reivindicar la vanidad de la lucha -y hacerlo vanidosamente – sea quizá la última manera de luchar. De guerrillas depauperadas y ornamento terminal está hecha la dramaturgia de la posperformance; de descampados formales que no logran ser campales; de revoluciones ya imposibles que, en espacios vacíos, se han vuelto erráticas y satelitales como desfiles, como rondas, como justas. La escena se vuelve Campo de Marte, espacio de maniobra para una especie de aristocracia terminal y harapienta, condenada a achicalar su beligerancia mientras la degrada. A su manera, la norma poética de Evinson es una heráldica: habla de la invencible tendencia, en la generación más consabidamente jodida, a defenderse, decorarse, condecorarse y ocultarse en una geometría recibida de signos y consignas, motes y jingles. Los miembros de esa generación se dan cita en raves del desencanto; saben en qué lindes de desolación confluyen acción y look, miseria y nobleza; saben que la apoteosis del look es la metamorfosis más reciente y luciferina de los evangelios performáticos; que un movimiento que no va a ningún lado conduce siempre al centro de una fotografía, y que un mono mimético es la prenda más fotogénica de todas. Torneo de vanidad, pobreza y venganza, que recuerda los mundos narrativos de Michel Houellebecq, donde la misma generación que ha convertido vivir en un verbo transitivo, que ha inventado el poliamor y aceptado cotizar en el mercado de la plenitud existencial, para que fuera más fácil quitarle incluso lo bailado, se sube a plataformas irónicas y desesperada, amplía sus frentes de lucha hasta la agorafobia, y se seda a sobredosis de serotonina y sumisión. A esa generación, entrenada a migrar por la senda de la precariedad por patrones coreo-hipnóticos, repeticiones, histéresis, movimientos paralizados, gestos gratuitos, lo que queda de mundo sólo depara más centros de estancia temporánea, esperas interminables y soluciones transitorias permanentes: fotogramas de una película, migratoria y turística, hecha de colas que no avanzan, pateras que no zarpan ni arriban, inminencias sin objeto, esfuerzos vanos, vanidades forzadas, prisas por hacer lo que sea. Marcharse siquiera. O desaparecer, quieras que no.
ROBERTO FRATINI
SØREN EVINSON presenta su programa expandido del 30 de enero al 2 de febrero de 2025
Erika FISCHER-LICHTE, Estética de la performance, Madrid, Abada: 2011.
Roberto FRATINI, Liturgie dell’impazienza. Partecipazione Performance Cultura, Spoleto, Editoria & Spettacolo:2021.
Michel HOUELLEBECQ, El mapa y el territorio, Barcelona, Anagrama: 2011.
Pierre KLOSSOWSKI, La moneda viva, Valencia, Pre-Textos: 2012.
Andrea KOLLNITZ, Marco Pecorari (eds.), Fashion, Performance and Performativity. The Complex Spaces of Fashion, London, Bloomsbury: 2021.
Michel SOULILLOU, Le livre de l’ornement et de la guerre, Marseille, Parenthèse: 2003.
Entrevista de Ruben Ramos-Søren Evinson , Tea-tron (15/1/2025)
Sesión en Antic Teatre, Søren Evinson en residencia al Institut Montserrat, proyecto Púber, Pre-púber, No-púber (18/6/2020).
Videoentrevista Miguel Deblas-Søren Evinson en Réplika Teatro, (14/6/2023)
Teaser Bea Fernández, Este Lugar entre. Pre-think and Free Action (2015)
Teaser Pablo Esbert Lilienfeld, Introducing the Star (2016)
Teaser Olga Mesa y Francisco Ruiz de Infante, esto NO eS Mi CuerpO (versión 2019)
Teaser Robyn Orlin y Albert Khoza, And so you see… our honorable blue sky and ever enduring sun… can only be consumed slice by slice (2017)
Teaser Elena Zanzu, EZ (2022)
Teaser Marco D’Agostin, Best Regards (2023)
Teaser Ivo Dimchev, METCH (2024)