«Cuanto más alto subía
deslumbróseme la vista
y la más fuerte conquista
en escuro se hacía
mas, por ser de amor el lance
di un ciego y oscuro salto
y fui tan alto tan alto
que le di a la caza alcance».
(Tras un amoroso lance, San Juan de la Cruz)
En directo, función tras función, Vanesa Aibar y Enric Monfort se rebelan ante su propio virtuosismo para ir más allá de todo lo que puede esperarse de su danza y sus percusiones. Estamos ante uno de los nombres más relevantes del flamenco actual; y ante un percusionista, compositor y creador valoradísimo en parte de Europa y Asia: dos artistas de solvencia deslumbrante que, en esta pieza, con tal de trascender, deciden desplegar – despegándose de ella – toda su técnica.
La Reina del Metal se considera una pieza flamenca, pero, en palabras de David Montero, lo que interesa aquí es el “desbordamiento flamenco”. Aibar desborda el flamenco como ya venía haciendo al menos desde Sierpe (2019) y en ese cometido arrasa como un ciclón, fundiéndolos, todos los elementos de la escena. El espacio se convierte a su vez en cuerpo en movimiento; la luz y los objetos parecen saltar por los aires junto a la percusión de Monfort, que también se desborda creando paisajes hieráticos. Sus brazos ejecutan ritmos y talas tan acelerados e intensos como refinados: a esta velocidad inverosímil Aibar responde con una precisión del movimiento admirable. Aun así, en esta comunicación virtuosa el espectáculo respira posibilidades de vértigo y caída; factores del riesgo real que asedia incluso una improvisación de alto vuelo como esta. Atinamos a ver qué tan lejos han llegado estos artistas y hasta dónde más pueden arribar juntos, en una relación que se despliega generosa y abrumadora. La apuesta por poner a prueba el alcance de su complicidad es ya de por sí una de las razones de existir de este espectáculo. Se llevan recíprocamente al límite: quizá sea más exacto decir que se “alzan” al límite. Al comienzo de la pieza, ambos están fuera del cuadrilátero de cadenas de metal que es la escenografía, mirando hacia dentro y acompasando su respiración: se han propuesto una aventura de la que, juntos, saldrán airosos.
En su camino para trascender el virtuosismo que representan, han apostado por practicar una poética de la extenuación. Se decantan por numerosos momentos de alta intensidad sostenida en el tiempo, permitiéndonos ver, casi materialmente, cómo la energía se transforma; cómo expande el cuerpo y hace cuerpo el sonido. No vemos sólo el cansancio. Más allá del sudor, cuando de pronto se produce una pausa y aparece un momento de quietud, se revela el cuerpo como “sujeto de enunciación”: esa premisa de la danza contemporánea que André Lepecki llama a colación analizando el trabajo de Xavier Le Roy en su ensayo más conocido. Aibar y Monfort provocan, insisten, interrogan, ceden, vuelven a insistir y desbordan sus lenguajes desde el agotamiento precisamente porque están invocando algo. Están probando, confiesan, a “inventar una nueva liturgia” y les interesa que la transformación se dé ahí, junto al público.
En esta liturgia idiosincrásica la extenuación es rezo y sacrificio al mismo tiempo, invocación y provocación. También es juego. Es herramienta de sacudirse la virtud (y al mismo tiempo exacerbarla) para hacerse merecedores de alguna revelación. Por eso mismo, la extenuación no supone, aquí, un agotamiento de la energía, que en cambio rebrota siempre, como alimentándose de sí misma. Atravesados por un cansancio más allá del cansancio, los cuerpos de La Reina del Metal aparecen atraídos hacia la tierra, como hacia una matriz telúrica. ¿Será acaso el peso del metal, elemento presente en el título de la pieza y en toda la escenografía, el encargado de transformar la forma flamenca?
Con una carga simbólica asociada atávicamente a significados trascendentales (rituales de paso, distinción de poderes, protecciones energéticas y comunicación con lo sagrado), los metales son menos preciosos que, literalmente, sustanciales. En toda la pieza de Aibar pesan, caen estrepitosamente, se balancean amenazantes y, sobre todo, otorgan a toda la acción una solemnidad que, sin perder su relación con la mística, remite más a un paisaje industrial que a un templo. Como si el rito, aquí, se hubiera desligado de los tradicionales ajuares orgánicos, siempre provisorios (flores, manjares, imágenes de personas en vida) para dar paso a una intemporalidad “dura”, como la del cuero en el traje de Aibar, del hierro en la escenografía, la de un sonido mineral, electrónico. El elemento que más simboliza la transformación es el más imperecedero de todos. Y los compuestos de esta alquimia metalúrgica son visibles desde el comienzo del espectáculo.
El metal, además, vibra. No solo cuando la performer lo agita y se balancea, vibra con los graves de la percusión. Vibra todo el tiempo. Al final de la pieza la intensidad asciende tantísimo que el espacio entero parece dispuesto a entrar en resonancia y colapsar. En ese punto solo es posible parar, trascender, encarnar el conocidísimo “fui tan alto tan alto que le di a la caza alcance.” Es el éxtasis. Es entonces cuando Vanesa Aibar y Enric Montfort, en este alarde de capacidades y compromiso con lo desconocido, se hacen eternos.
Paula Pascual de la Torre
LINKS VIDEO:
BIBLIOGRAFÍA:
LEPECKI, ANDRÉ. Agotar la danza: performance y política del movimiento. Centro Coreográfico Gallego, p.Cdl (Cuerpo de Letra).
DE LA CRUZ, SAN JUAN. En una noche oscura. Penguin Clásicos. 2018.