Hay ocasiones en las que a una no le queda más remedio que elegir. Como Hércules en la encrucijada, la única manera de seguir adelante es jugársela y lanzar el cuerpo en una dirección o en otra. Sin embargo, deberíamos llevar cuidado y no caer en la tentación de pensar que un camino lleva a un destino opuesto al otro: el vicio y la virtud son hermanas gemelas y van siempre de la mano. El sistema de dicotomías clásico que nos obliga a pensar el mundo como un sistema de opuestos, ha dejado de funcionar hace tiempo. Elegir ahora, no supone ni afirmar ni negar nada. Elegir más bien consiste en dejar que tu cuerpo haga su camino guiado únicamente por las ganas. Nada nos va a separar de nuestro destino: da igual tirar por un camino o por el otro porque no se trata ni de acertar ni de salvarse. Elegir es permitir que haya un momento para escuchar. Pararse y escuchar cómo se despliega la posibilidad. Y luego ya, que cada cabra tire a su monte.
El teatro es un dispositivo que sólo se activa a través de la elección. Estamos acostumbradas a reprimir la decisión y a obedecer y todos nos convertimos de inmediato en “chicos buenos” que observan aplicados las normas del buen comportamiento burgués pero cada vez que entramos en la sala, elegimos. Pero, hay ocasiones, en las que el teatro pide más y no le sirve la sumisión a la convención. Hay ocasiones en que no basta con sentarnos modositas a consumir visualmente lo que se nos suministra desde la escena. Hay momentos en la vida en los que llegamos al teatro y la máquina hace que se despliegue ante nosotras la posibilidad. Y sí, la posibilidad no es otra cosa que la aceptación de la existencia del otro. A lo largo de la historia, la danza no ha dejado de producir representaciones de lo otro, de lo que quedaba fuera de la subjetividad heteropatriarcal hegemónica: mujeres, sílfides, cisnes, fantasmas, ensoñaciones, faunos, espectros florales, cuerpos embutidos en unitards, cuerpos acrobáticos… Pero ya basta, ya hemos aprendido que los límites de nuestra imaginación son insondables. Ahora sabemos además que el otro no es una realidad separada y opuesta, sabemos que no es un subproducto fantástico. El otro no es otra cosa que el reflejo que nos completa y que anuncia una posible unidad paradójicamente enraizada en cierta fragmentación ontológica. O como dice José Ángel Valente de manera mucho más hermosa y simple: “Yo llamo a mi interlocutor tú. Él me dice tú cuando a mí se dirige. Nos llamamos igual. ¿Seríamos el mismo?” (Notas de un simulador, 1997: 35).
El teatro que Aimar Pérez Galí ha construido para esta ocasión es un dispositivo de transformación celular que actúa a través del Amor. La posibilidad que ofrece este teatro se llama Amor. Pero, una vez más, intentemos no caer en las redes alienantes del romanticismo y la reproducción, hagamos el esfuerzo de entender el Amor más allá del fatal destino de las viviendas unifamiliares. El Amor es una fuerza física que pone en relación gozosa organismos distintos y dispuestos a perder temporalmente su autonomía e independencia en el encuentro con los otros. El Amor es la posibilidad de una extraña armonía entre lo que somos y lo que no sabemos que somos, entre el mundo y su posibilidad. El Amor es el principio que, a partir de este instante en el que estás leyendo esta línea, ha comenzado a gobernar este espacio.
El encuentro de todos nuestros cuerpos hoy, aquí, anuncia la emergencia de un nuevo estado celular: nos vamos a convertir en agentes de excitación espacial. Ni actores ni espectadores. Se acabó la sintaxis y la gramática. Somos cuerpos conscientes de que nuestro sudor, nuestro olor, nuestras respiraciones, nuestras temperaturas, nuestros movimientos, etc., tienen poder arquitectónico, tienen capacidad de levantar y sostener este teatro de transformación celular gozosa. Vamos a convertirnos en pura vibración. Nuestros cuerpos se van a fundir con las voces disidentes que más allá de los límites de la historia, volverán a sonar sobre nosotras hasta instaurar un nuevo orden celular. Todas ellas, todas sus voces de Amor están hoy aquí. Llamadas del futuro en forma de invitaciones directas. Ven.
La danza pertenece a todos y cada uno de nuestros cuerpos, órganos, tejidos, células, moléculas y átomos. Todos los infinitos que constituyen tu ser están preparados para bailar. Este teatro te desea. No solo tu mirada. También todos y cada uno de tus doce sentidos conocidos. Tu hermosa presencia está a punto de convertirse en acción gozosa, en puro baile. Así, hasta que amanezca el nuevo sol.
Jaime Conde-Salazar