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‘Memoria breve de los salmones (parte 2)’, por Roberto Fratini

‘Memoria breve de los salmones (parte 2)’, por Roberto Fratini

Ahora bien, si miramos más allá de las diferencias evidentes – en materia de oportunidades, beneficios discursivos y recursos materiales – entre los emergentes de hecho (quienes se mueven en los márgenes “institucionalizados” del sistema) y los de desecho (a quienes el sistema “desocupa” fuera de todo margen, en el gran vertedero de los excedentes culturales), sí que siguen existiendo, entre ambos grupos, analogías “espaciales” de un tipo más general. La exigüidad de los espacios materiales no es nada en comparación con la de los espacios poéticos. Una vez más, no quiero negar que esos dos espacios, poético y material, estén relacionados, aunque siempre me pareció – confieso – un fuerte síntoma de anemia y un indicio de la infantilización estratégica de los nuevos creadores el hecho de acostumbrarlos a achacar a la saturación del mercado y a la mengua de los recursos toda la culpa del empobrecimiento de las poéticas. El último quien debería rendirse a esta confusión táctica  de pobreza material y miseria formal es propiamente el artista.

La cosa será, por ende, reflexionar sobre las causas de este riesgo de apocamiento acelerado en el que todo nuevo artista y toda nueva poética incurren. Vuelvo al tema del espacio. Bastante tienen las últimas generaciones de coreógrafos con deber tutelar su propia identidad poética, su autonomía, su sagrado derecho al solipsismo, es decir las putas ganas de ser ellos mismos, mientras todos los instrumentos del discurso oficial tocan la sinfonía solidaria y políticamente correcta de lo colectivo, de lo compartido, de lo corporativo y de lo categorial  (este escrito no se sustrae a la regla, pido disculpa por ello). Cuesta reivindicar rasgos creativos propios mientras el mercado te considera solo el espécimen individual de una raza (“salmón” o “nuevo artista”) destinada al consumo responsable.

A más de las asfixias circunstanciales y objetivas, existen razones de sofoco más estructurales. No es ninguna novedad que la página blanca resulte ser, para el que se dispone a escribir, una superficie despiadadamente vacía. Cualquier artista se sabe de memoria el vértigo que puede producir ver tan despejada la superficie en la que depositará su “comienzo de algo”, y qué pena, que frustración suponga el simple esfuerzo, o la simple distracción de dejar existir ese primer signo; qué difícil, de nuevo, sea moverse en un campo tan exento de gestos. Se sufre  un ataque de pánico poético cuyas formas recuerdan de manera alarmante las del pánico clínico, a saber la sensación de que en el mismo vacío del espacio haya “demasiado de todo” como para tolerarlo y seguir adelante; un miedo abrupto y paralizante a que todo el espacio se te eche encima. Ni la página blanca ni la sala de ensayo son tan vacíos como aparentan, sino abarrotados: llenos a reventar de todo lo ya escrito, lo ya hecho, lo ya dicho (por uno mismo o por los demás, vivos, muertos o no-muertos); saturados de escuelas, cánones, modas; empapados de precedentes, tics y modelos.  Todo nuevo artista se sume, por el simple hecho de ser nuevo, en una atmósfera tupida de memoria involuntaria, un agua a la que incontables secreciones de signos se ocuparon de espesar. Todo nuevo artista, cabe decirlo, es nuevo solo en la medida en la que asume la inmensa decrepitud potencial aguardándole y acechándole desde el vacío del inicio. Y es bueno solo si  no paga la agilidad de iniciar algo con fingir el olvido sistemático de todo cuánto le precede.

Los más interesantes de los artistas jóvenes son aquellos, creo, que han renunciado a considerar la juventud como una ventaja en sí. Difícil de cojones, si se considera el ahínco con que el mercado y el discurso – lamento no conseguir distinguirlos – les anima a “aparecer” jóvenes; o si se considera cuánto en ambos, mercado y discurso, cotiza la balsámica mercancía de la inocencia. Más difícil, si cabe, para lo artistas emergentes de las dos últimas décadas, que no se ven solo acuciados por todo lo que saben de cuánto ya se ha hecho – y no pueden fingir no saber –, sino también y muy remarcablemente acosados y coartados por la fantasía vagamente obscena de todo lo “nuevo” de que mercado y discurso son tan glotones. Digamos que su novedad, en muchos casos, simplemente no les pertenece, determinada como es por el juicio de las estructuras “encargantes” y embargantes.

Incluso para los artistas que reivindican el derecho a definir sus propios estatutos de originalidad, será una especie de tentación obligatoria husmearlos en el tufo de las modas y de las histerias ajenas. Porque en resumidas cuentas se les pide menos de ser nuevos que de ser “frescos” (del tipo de frescura que se presta a un consumo rápido). Por cada golpe de aleta el coreógrafo salmonado inhala a raudales la turbia impaciencia del medio. Tanto que, en un cierto sentido, el medio mismo deja de percibirse o vivirse como lo que debería ser (el espacio de lenguaje en el que me muevo y del que tengo conciencia, el entre sobre el que mido cada uno de mis signos, cada una de mis tomas de posición, la dimensión de mi viaje) y pasa a percibirse como una circunstancia convulsa e instrumental: no más la danza como medio, sino el medio de la danza, farándula, mundillo, modernor táctica, coto de caza, botiquín de remedios.

Continuará…