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‘Solitarios y solistas’, por Roberto Fratini

‘Solitarios y solistas’, por Roberto Fratini

No me gustan los estudios de grabación, con excepción del mío,

que es un cuartucho encima del garaje

(Keith Jarrett)

Anécdota y mito a veces colisionan en accidentes poéticos de extraordinaria belleza.  Uno de los más ejemplares sigue siendo el recital que Keith Jarrett, el 24 de enero de 1975, brindó al público de la Ópera de Colonia cuando, a causa de un malentendido organizativo, en lugar del instrumento previsto – un Bösendorfer 290 Imperial, el Stradivarius de los gran colas – se las tuvo con un piano al uso y en malas condiciones, mucho menos solvente en materia de sonido, sensibilidad, mecánica y potencia. Al improvisador jazz más estelar de su generación, acostumbrado a modular catedrales de pianismo sobre los mejores teclados, no le quedó otra que pactar con la tosquedad de un instrumento inadecuado; tocarlo, escucharlo, curarlo de su insoslayable fragilidad, mimarlo con un amor rabioso (al fin y al cabo era un Bösendorfer baby), velarlo a altas horas de la noche – la dirección de la Ópera se había negado a que un concierto de jazz empezara antes de las 23.30 -. Improvisar terminó pareciéndose a un acto de caridad poética, de compasión sagrada por los límites del medio. O de supervivencia.  Estado de gracia – recibida y concedida – que regaló a Jarrett el concierto más memorable de toda una gira, puede que de toda una vida. La grabación del Köln Concert, puesta a la venta a finales del mismo año, sigue siendo el álbum pianístico en vivo más vendido, popular, icónico de todos los tiempos: un hito generacional, o el documento pensativo y suntuoso de un milagro concreto en un mundo concreto, que se antoja maravillosamente lejano cada vez que nuestras cadenas de música vuelven a hacerlo asequible y cercano. Tal vez el misterio del concierto de Colonia ayude a entender la diferencia esencial entre las hazañas de quienes coreografían versiones integrales de los grandes ciclos musicales (la historia del ballet sinfónico ha brindado mil “lecturas enciclopédicas” de este tipo, algunas de ellas memorables; y las Variaciones Goldberg han tentado a una hueste de creadores contemporáneos), y la aventura discreta de quienes optan por coreografiar lives emblemáticos, como se hurga en viejas cajas de fotografías (valgan como ejemplos Once  de Anne Teresa De Keersmaeker, en 2002; o A Love Supreme, de la misma y de Salva Sanchis, en 2017). En el primer caso la danza refuerza la firme intemporalidad de un monumento musical, que atesora encarnándolo. En el segundo rinde homenaje a algo tan irrepetible en sí, tan traumáticamente bello, que es precisamente repitiéndolo, reescuchándolo con obstinación, perdiéndolo todo el tiempo como las colectividades consiguen plasmarlo en una mitología íntima, una cicatriz musical. El exploît de Jarrett hizo mucho más que invitar a complementos o transfiguraciones coreográficas: admitió, e incluso sugirió la posibilidad de que, revocando la impaciencia y la pretensión virtuosa de “traducir” la música, la danza aceptara ser sólo otra manera de auscultarla, habitarla, dejarla pacientemente ocurrir y, si acaso, canturrearla con el cuerpo, con el murmullo partícipe de quienes escuchan ciertas grabaciones vocales. Esta inversión singular – tan inusual en las escuchas de música instrumental – Keith Jarrett la logró con el menos “cantable” de los géneros: si, desbaratando la norma enfática del concertismo, nos urge a la sensación – o a la tentación – de tocar con él es porque su cuerpo, en fricción con la realidad, incapaz de disimularse tras el brillo del medio, está asomándose tierna y belicosamente en cada pliegue de la grabación. Nos anima a creer que podemos salir de esta; a compartir su soledad soberana, a reaprender la ciencia de la delicadeza en el tiempo tan indelicado, majadero, violento que vivimos. Nos insta una y otra vez a velar por la prudencia y la ironía, ahora que la ira de los imbéciles llena el mundo, que los peores están al mando, que los estados mayores de por todas partes son barbacoas de mafiosos y mequetrefes. Visto el patio, las últimas lecciones de tacto y escucha podremos recibirlas únicamente impartiéndolas. Y no serán clases magistrales, porque nos hemos quedado sin palabras, o porque el instrumento que somos suena casi sólo a enfado y desenfado. Pero suena. En ocasiones sueña.

Los fabulosos intérpretes de Trajal Harrell no cuentan con más decorado que pocos taburetes de piano, esparcidos frente a los atriles invisibles de unos pianos ausentes. Y Köln Concert viene a ser la asamblea tierna y fantasmagórica -a ratos tragicómica – de unos cuerpos cuya soledad ha ascendido por fuerza o por debilidad al rango, huérfano y extrañamente vanidoso, del solismo musical. Estrenada en 2020, a inaugurar el mandato de Harrell en la dirección del Zürich Dance Ensemble, la pieza se ensayó y estrenó bajo las directivas draconianas de distancia social que los gobiernos pergeñaron mientras duró la crisis sanitaria de hace cinco años – cuando tantos creían que una pandemia fuera lo peor que cabía esperar de la globalización -. Estaría mal puesta la cuestión de si Harrell salió del atolladero tirando demasiado del carisma de sus intérpretes, y de si este carisma interpretativo fuera suficiente para un espectáculo. En su sencillez desarmante, Köln Concert habla precisamente de esto: de la alquimia íntima que transforma la insuficiencia del medio, las carencias de un conciertodomesticado y venido a menos, en un motivo de autosuficiencia emocional. Todo su núcleo poético está hecho de toques (a veces de TOCs) terriblemente personales: la manera, propia de cada individuo, de ofrecerse, ofreciéndolo, el recital de sus debilidades; de sus carencias, que son lujos baratos; de sus talentos, que son vicios insuperables. De sus genio y figura imaginarios. El piano tan sideral de Jarrett y la voz tan terrestre de Joni Mitchell, resultan así inimaginablemente hermanados en la distancia. Lo que no es suficiente para la liturgia de la Danza Teatral puede bastarle al ritual privado de andar por casa como por un reino diminuto y confortable; de bailar por el recibidor con harapienta solemnidad, como ocurría cuando nadie nos veía, en la miseria del confinamiento, rehenes de unas Bernardas Albas muy liberales. Cuando domesticábamos la catástrofe del presente; y matábamos el tiempo consumiendo con derroche los ecos musicales de un mundo que, hasta hace poco, habíamos compartido. De alguna forma, drapeados al buen tuntún como heroínas clásicas sacadas de quicio y de contexto, o muy imperfectamente enfáticos, como concertistas indigentes, los bailarines y bailarinas de Köln Concert añaden una etapa ulterior, la más íntima y entrañable, al extraño periplo de Trajal Harrell por el legado trágico de occidente (Antigone Jr., 2011; Antigone Sr., 2013). En el fondo, la tragedia griega supuso por encima de todo el uso comunitario y festivo de las peripecias de estirpes y casados muy desgraciados; un universo de intimidades harto declamatorias, y de posturas morales tan enfáticamente drásticas que es casi obvio, a distancia de 25 siglos, reinterpretarlas como poses suicidas. En toda tragedia hay algo de voguing y de jactancia soberana. Emigrando con desenfado de la Casa de Edipo a la Maison Dior, de la House of Xtravaganza al último hogar urbanita en cuarentena, toda la trayectoria reciente de Harrell hurga en el paradigma de las nuevas domesticidades: vulnerables y a la vez matriciales; cambiantes, fatales y teatrales. Domesticidades tremendamente humanas y, a pesar de todo, extrañamente afines, como en Das Haus von Bernarda Alba (2022). Este ha sido, en resumidas cuentas, el legado más profundo de la Queer Theory: reivindicar las casas de nuevo cuño, las familiaridades reinventadas, las intimidades espectaculares como los últimos reductos de una resistencia creativa que sigue siendo la única arma política de los excluidos – de quienes han asumido la paradoja de nidificar en la excepción, y de refugiarse en la sobreexposición -. Me gusta creer que, formado en el cauce canónico de la técnica moderna, en equilibrio entre la sobriedad analítica de Trisha Brown y el histrionismo fotogénico de Martha Graham, Harrell optó por buscar las confluencias de lucha política y divismo en regiones invisibles y vertiginosas, todavía por mapear, de la praxis. Optó en suma por inventarse una arqueología no autorizada de la modernidad, hurgando en las grietas y fisuras – en las entrepiernas y arrugas – de todos los sudores dancísticos marginales.  Con Twenty Looks or Paris is Burning at the Judson Church, el desbordante proyecto-paraguas en el que se inscribe, desde 2009, gran parte de sus invenciones coreográficas, Harrell hizo bastante más que alzarse simplemente como adalid del rescate poético del voguing (y gran sacerdote de la iglesia de conversos que le siguió). Encontró una manera pacífica de contraponer a la austeridad intelectual de la danza de arte caucásica y burguesa (la pose sistemática de occidente) el lujo armado, blasfemo y publicitario, la capacidad de posado de un nuevo glamur que emanaba irresistiblemente de los extrarradios del discurso y de la sociedad. Supo soslayar la castidad un poco hipócrita del deconstruccionismo consensuado y con pedigrí, para deconstruir la danza en las últimas lindes del canon histórico-artístico, en todos esos controversiales enclaves poéticos donde el baile se había utilizado para erotizar la subalternidad y donde el mismo baile había representado, pese a todo, una formidable herramienta de empoderamiento. Singular pero nunca solo (y al contrario muy bien acompañado por arqueólogos aguerridos como Marlene Monteiro, François Chaignaud o Patricia Apergi) Harrell ha celebrado todas las genealogías bastardas de la emancipación, de las Voguing Ballrooms a la House Dance al hoochie-koochie show a los mil avatares exóticos del entertainment blanco. Y lo ha hecho con el cometido obsesivo de sacar del armario de la Cultura los dominios sensibles (o extraordinariamente insensibles) de una danza movida por deseos y poderes; o más exactamente, por el deseo de poder y por el poder del deseo. De su excavación emerge un universo indefectible de virtuosismos sin papeles, elegancias indisciplinadas y salvajes gestos identitarios. Emociona pensar que todos ellos se originaran en hotspots comunitario que la jerga de la subcultura llamaba Houses, asignándoles, como un numen tutelar, una Madre simbólica. Precisamente en esas “casas”, refugio de subjetividades dañadas o huérfanas, y verdaderas cunas de la poética asamblearias (fueron los primeros “parlamentos de cuerpos”), se dio un cortocircuito incendiario entre los códigos de la publicidad y las cicatrices de la intimidad. Porque allí la supervivencia era cuestión de estilo, y los disparates del lujo material y cinético eran toda una bofetada a esa metafísica-miseria que siempre ha puesto la casa del ser, un poco hipócritamente, en la austeridad – o en la pose de austeridad – de quien nunca ha faltado de nada. La identidad volvía a ser, desinhibidamente, show, feria, recital. Con su mimetismo pasado de rosca y su second look a las enfermedades del look, el voguing constituía, por decirlo así, una historiografía alternativa: ¿Acaso su poética no consistía en revisitar (o revestir) “modelos”? ¿Y no sabía, esta revisión, tanto a veneración como a caricatura? ¿No había sido la epopeya de las vanguardias, a su vez, un fantástico, fúnebre desfile de chulerías? Del proverbial encuentro entre Muerte y Moda puede decirse como mínimo que su pasarela es el error reincidente llamado Historia. Y que de esa Historia haríamos un uso menos letal interpretando todos sus posos y sedimentos como otros tantos posados; u oponiendo a sus cadenas de herencias y procedencias el juego libre de las transformaciones y de las precesiones, como ocurre de los modelos en un catwalk y de los solos en una Ballroom.  Era casi obvio que, en su pragmatismo, Harrell publicitara las concreciones del proyecto Twenty Looks menos como etapas de un proceso coherente que como tallas de un vestido – XS, S, M (más conocido como (M)imosa, 2011), L, XL -. En otro cuadrante de la posmodernidad Rem Kolhaas estaba aplicando el mismo criterio a la teoría de la arquitectura. Ambos parecían sugerir que, en la posmodernidad, las magnitudes y cuantidades se han convertido en sucedáneos de los baremos cualitativos. Era igualmente obvio que, desde 2001, Harrell emprendiera, con Tickling the Sleeping Giant, un diálogo permanente con el universo de la Haute Couture.

La alianza tragicómica de moda y muerte resulta más aceptable si, en lugar de obsesionarnos por los revivals, aceptáramos que sólo lo que está muerto, y es más o menos elegantemente cadavérico, puede ser objeto de reviviscencia; que revestir es más interesante y honesto que reencarnar, porque deja una esperanza al cambio. Que el vintage descabellado y vicioso es más profundo que la apropiación ponderada y virtuosa (así las incursiones de Harrell en el Butoh –The Return of La Argentina,2015; o en la Nouvelle Danse de Dominique Bagouet – The Ghost of Montpellier Meets the Samurai, 2016 -). Que coser las heridas de la historia puede ser un gesto, piadoso y suntuoso, de Couture. Que las cosas, las corrientes, las identidades “pasadas de moda” encierran los enigmas más longevos. Hacer Historia, en el actual menú de inquietudes de la danza, puede ser algo más que administrar monásticamente el sacramento del reenactment y de la reapropiación. Hacer historia es tratar la danza como lugar de encuentro de las danzas que no llegaron nunca a encontrarse; es sincronizar historias que corrieron por cauces separados, compaginar escuchas de la realidad que ocurrieron en habitaciones contiguas pero insonorizadas. Y en este concierto de solistas vestirse de retales de uno mismo, bailar con lo puesto que llamamos identidad. Después ya, que nos quiten lo bailado.

 Roberto Fratini

TRAJAL HARRELL / ZÜRICH DANCE ENSEMBLE presenta ‘The Köln Concert’ el 22 i 23 de març de 2025 al Mercat de les Flors

Bibliografía

Peter ELSDON, Keith Jarrett’s The Köln Concert, Oxford University Press, 2013.

Mark FISHER, Los fantasmas de mi vida. Escritos sobre depresión, hauntología y futuros perdidos, Caja Negra, 2017.

Rem KOLHAAS; Bruce MAU, S, M, L, XL, Office for Metropolitan Architecture, 1998.

André LEPECKI, Singularities. Dance in the Age of Performance, Taylor & Francis, 2016.

Links vídeo

(Integral Keith Jarrett, Köln Concert)

(Película, Jennie Livingston, 1990)

(Extracto Trajal Harrell, Cecilia Bengolea, Marlene Monteiro, François Chaignaud, (M)imosa, 2012)

(Extracto Anne Teresa De Keersmaeker, Salva Sanchis, A Love Supreme, 2015)

(Teaser, Patricia Apergi, The House of Trouble, 2022)

Links de interés

https://movementresearch.libsyn.com/critical-correspondence-trajal-harrell-in-conversation-with-thomas-de-frantz-january- (Podcast, “Trajal Harrell in conversation with Thomas DeFrantz, 1/14/11, Movement Research)

https://mercatflors.cat/es/blog/las-mascaradas-de-trajal-harrell-por-victor-molina/ (Articulo Víctor Molina, “Las mascaradas de Trajal Harrell”, Mercatblog, 2017)

https://www.glamcult.com/articles/interview-trajal-harrell/ (Entrevista, Arnold Arakaza, “In Conversation with Trajal Harrell”, Glamcult)