“Somewhere I’ve never travelled, gladly beyond any experience
your eyes have their silence.
In your most frail gesture are things which enclose me,
or which I cannot touch, because they are too near.”
(E.E.. Cummings)
En el origen de Cuerpo Infinito trabaja la hipótesis de un cuerpo que adquiere dimensiones incalculables en el momento y a condición de que se renuncie a de-finirlo o a de-terminarlo; de un cuerpo que se expande en los silencios, en las reticencias, en las lagunas, en las omisiones, en esa nebulosa sustancial de indeterminaciones que rodea los puntos notorios, las fechas históricas, los eventos famosos de una vida, como la “materia oscura”, sin que podamos verla, rodea de una forma muy sustancial (saturando lo que creíamos un vacío) los patrones de puntos y líneas de nuestras estrellas, de nuestras constelaciones. Esto vale sin duda para Carmen Amaya – sobre la que tanto se ha escrito, de la que tantos creen saber tanto – caída en las mallas de mil definiciones. Siempre creí que la urgencia casi patológica de los palos flamencos se rigiera así, como un patrón de deflagraciones, de explosiones lejanas, como un “firmamento” sobre un océano de silencio. Y que su ruido es tan intenso, tan claro, tan dibujado, tan “sobreactuado” a veces, porque tiene que hacerse entender desde un lugar muy oscuro; que hay algo desesperado en su bacanal percusiva: algo terminal, como una palabra “última” que ya no es palabra sino patrón silábico, osamenta rítmica, y que pronto será solo silencio.
Así Olga Pericet decidió conjurar, para Cuerpo Infinito una red de pensadores del movimiento, y pensadores en movimiento, que aceptaron divagar, vagabundear, conspirar, perderse alrededor del enigma Amaya, por los niveles y girones de un múltiple “más allá”, con la persuasión de que sólo es infinito – o es infinitamente solo – el cuerpo que se deja anhelar, rastrear, evocar más allá́ de las evidencias documentales y más allá́ de los mitos oficiales, en un sistema de signos donde presente y pasado quedan engarzados porque la memoria de verdad es siempre borrosa – y el oficio del recuerdo es siempre un arte del desenfoque. No tan solo porque el recuerdo es insoslayablemente subjetivo, sino porque en el recuerdo del otro como fantasma se cuela, de forma irresistible, el fantasma que somos: y la biografía, como diría Antonia Byatt, se vuelve aporía autobiográfica. La última aventura de Pericet no va de simular la “cercanía” y actualidad de Amaya (haciendo revival); se trató siempre y sólo de reconstituir su incalculable, estelar lejanía (haciendo, si acaso reviviscencia): galaxia de recuerdos que nadie recuerda porque no han quedado “grabados” (recorded) en ningún archivo, en ningún documento o monumento. En Cuerpo Infinito, y en la fragilidad explosiva del cuerpo de Olga, anida el brillo de una Amaya infra-leve, que se observa con estupor, con temor, con amor, como una superficie de mundos y lunas tan remotos que la ciencia no llega a captarlos y el mito ya no sabe reinventarlos. Y que se invoca como una Vox clamantis in deserto (“Voz de uno gritando en el desierto”): rastreando la resonancia de un sonido que no está. Buscar el silencio como “lugar de la voz” significa a su vez repensar la voz no ya como aquello que nos habla; sino como aquello que resuena en nosotros antes de que cualquier palabra sea dicha. Los alemanes lo llamaban Stimmung (Stimme significa “voz” en alemán). Y Novalis, el poeta pre-romántico, definía la Stimmung como una acústica del alma (la calidad del vacío que predetermina la calidad del sonido antes de que cualquier sonido se produzca). Cada uno tiene la suya, porque cada alma es una cueva, un abismo, una catedral, una choza diferente. Stimmung será por ende la condición de una voz impensable o imposible: la de nosotros que, estando en el mundo, nos disponemos a gritar y dar golpes como desde un útero (cuando aún no tenemos voz; cuando flotamos en un lugar que es la voz de nuestra madre), o desde la caja de muerto. Stimmung es nuestra aspiración a ser sonoros donde no nos es dado producir ningún sonido, porque sólo hay sonoridad (los golpes del feto son una experiencia solo táctil: sólo se escuchan apoyando la mano sobre un vientre). Desde ese lugar Pericet decidió gestarse como reviviscencia de Amaya. Desde una caja de Schrödinger, padre de la mecánica cuántica, y descubridor del principio de “indeterminación”: la caja de Schrödinger contiene un gato. Mientras no abramos la caja, no sabremos si el gato está vivo o muerto. Mientras no la abramos, la caja contiene un gato infinito e indefinido, que se vuelve gato vivo o gato muerto únicamente en el instante en que lo miremos.
El silencio es el lugar del sonido donde todo comienza y donde todo finaliza, el muro contra el que se estrellan las palabras cuando su sentido resbala. En ese hueco, lleno de ecos, de vibraciones, de sonidos y soniquetes, de transformaciones, de refracciones, de estelas , de reflejos, de heridas que se cierran, de cicatrices que se abren, se instala Pericet para hacer germinar la memoria descifrada de ese cuerpo infinito, y descubrirla desde el polo magnético de otro tiempo, suyo, nuestro.
Porque la memoria es una forma de atracción, o de gravitación. Desde su espacio vacío y reincidente de la memoria, hecho de retornos y circulaciones, Pericet y su coro de “eternautas” observan -escuchan-sienten Amaya como un gran cuerpo de materia oscura que, invisible en todo momento, llena, sostiene y da densidad a todo un universo de movimiento; que los expone a temperaturas extremas, entre el cero absoluto del vacío interestelar y la incandescencia de los soles; entre el cero absoluto de la memoria desistida, y la incandescencia del icono insistido, en busca de Amaya como de algo tan cercano que resulta inasible (o tan presente que resulta invisible). La “sonda Amaya” se desliza entre los signos duros del documento y del experimento (que evocan espacios geométricos, universos de cálculo, fenómenos numéricos, líneas pulcras, cercanías) y los signos suaves, borrosos, del presentimiento y de la experiencia interior (que evocan espacios atmosféricos, imprecisos, pérdidas de detalle, fenómenos matéricos, superficies sucias, lejanías desdibujadas); se desliza, si se quiere, entre las chozas del Somorrostro y las luces de Hollywood, como entre los dos extremos de una misma soledad.
Cuerpo infinito es como una sesión de espiritismo cuya ouija es un mapa astral. Su trance es transitar por Amaya como por un espacio: círculo donde el tiempo es diferente e intermitente, porque pasado y presente han salido de sus goznes, y son invisibles las puertas, los umbrales de intensidad que los abren. Porque el recuerdo de aquello que nunca se supo obedece a las leyes de la relatividad: su curva es infinita.
No se codea uno con el misterio de Amaya sin rozar la magnitud ancestral y astral del flamenco, su esencia, su brutalidad, su dar y su quitar: su devolvernos a nosotros mismos cuando más nos desposee. Genios de la humanidad son quienes abrieron espacios inauditos en el espacio de universos ya cerrados. Genios son quienes estimularon nuevas “tentaciones de infinito”. Buscando al gran cuerpo astral de Amaya, Pericet se encuentra a sí misma, asume el paso del tiempo, el dolor, la consciencia vertiginosa de desaparecer, y reformula su amor a la danza como el amor al medio que la rodea – el flamenco, el espacio, el aire y la ausencia de aire – o las apneas de espacio que el flamenco sabe generar: dimensión sin peso, sin gravedad, serena y, a veces, aterradora. Desde aquí empieza a bailar de nuevo.
Cuando pienso en el cuerpo de Amaya, y en cómo utilizaba la danza para drenarse de las impurezas que sus riñones no sabían eliminar, pienso en una barraca a orillas del mar, un ensamblaje de mamposterías frágiles, agitadas por el viento, que no resultaría tan furiosamente sonora de no ser a su vez tan frágil, tan provisoria, tan desgajada, tan destartalada. Y pienso en lo extraño que es asociar casi invariablemente el mar a ese silencio que buscamos cuando nos paseamos en invierno por una playa desierta: no hay, al mismo tiempo, nada más incondicionalmente ruidoso – el mar no calla nunca. Y no hay ruido más “indiscreto”, más saturado de interferencia, más infinito. Así pienso la infinitud del cuerpo de Pericet en lo infinito del cuerpo de Amaya: la pequeña música discreta, el ruido “finito”, rítmico, obstinado, hecho de patrones apenados, de una caja abandonada en el borde de esa gran inclemencia, de ese ruido infinito: haciendo aspavientos sonoros, zapateando a destajo para decirnos que el gato aún no está muerto.