Las orejas no tienen párpados.
Lo sonoro es el país que no contemplas.
El país sin paisaje.
(Pascal Quignard)
Conspirar, así como soñar con conspiraciones, dan salida a una impotencia anhelante, que es la tensa inacción de ambos, soñador y conspirador. Brindan al primero, al conspirador, la ilusión ventajosa de observar sin ser visto; al otro, al “conspiranoico”, la delirante satisfacción de vislumbrar y entender lo que nadie atina a ver. Complot y fantasía de complot son religiones muy especulares, cuyos feligreses, sedientos de compañía, buscan encarnizadamente cómplices, prosélitos, simpatizantes, catecúmenos (¿“También ves lo que yo veo?”). Compartir las fantasías les otorga un reconfortante barniz de veracidad y lucidez. Y, más a menudo para mal que para bien, los delirios federados logran ser excepcionalmente operativos. Revoluciones, golpes, turnovers autoritarios y conversiones masivas son casi sin excepción producto de conspiraciones exitosas – o sueños cumplidos -; complots venidos a más, casi siempre promovidos a regímenes, a pesadillas, o a regímenes de pesadilla. O simplemente a Estados. La solvencia histórica de una conspiración es una especie de coming out, cuyo resultado más evidente es el eclipse del secretismo que la hacía conspiratoria. Por eso al hablar, en algún momento, de “conspiración nazi” o “complot bolchevique”, los tribunales de la historia dieron prueba de un extraordinario anacronismo. Ocurre que cualquier conspiración, incluso la más malintencionada, encierre una enzima preciosa e inestable de deseo, un núcleo de impulsividad e intransigencia, un capital de discreción que la exposición al aire podrido de los tiempos, a los rigores de la Realpolitik y a la voracidad de los ejecutivos, hacen invariablemente calcificarse. Escribiendo estas líneas mientras desfila por las avenidas la marabunta rojigualda de la requetehispanidad, siento que la semiótica aplatanada de los poderes constituidos es exactamente lo contrario a la señalética prudente y ambivalente de un complot. A la luz del día y bajo los focos de la historia, el más purista de los conjurados seguirá añorando la secreta vitalidad de la camarilla, la lonja, la base, la célula, el núcleo. Y seguirá añorando el gesto perdido de gestar un futuro: el sueño activo – o la acción soñada – que es conspirar.
Pero si en la raíz de este sueño activo está, como sugiere la etimología, el designio de “respirar juntos”, de sincronizar deliberadamente la neumática escueta de inhalar y exhalar, también conspiramos cuando, desde la noche de una grada, respiramos en coro, agazapados en el extraño privilegio de ver a oscuras, como animales nictálopes: inmóviles, expectantes, un poco predatorios. Nada expresa tan intensamente esta dimensión conspiratoria de los públicos teatrales como el silencio armado, el murmullo inquietante e indescifrable (de sorpresa, aburrimiento, aprobación, reprobación, reticencia, trepidación), que se desprende de ciertas plateas. Hete aquí otro fenómeno especular. Porque el arte es, a su vez, una conspiración de los signos, y los signos del medio oscuro llamado danza – tan visibles y tan al mismo tiempo atravesados por la invisibilidad, tan concretos e inasibles- tal vez sean, en el complot general del arte, los más enigmáticos e insidiosos. O porque en la franqueza dinámica de la danza, tan aparente y a veces tan aparatosa, anida una furtividad extraordinaria, el carisma de una acción más “retenida” que liberada. Sospecho que ser buenas artistas y mejores espectadoras de danza signifique en última instancia ser conspiradoras taimadas, conspiranoicas enconadas, o un poco de ambas cosas. Y que tal vez comprendamos mejor la alquimia entre sala y escena cuando renunciemos a pensarla y plasmarla en términos de presencia, comunicación, mediación mutua y caritas discursiva; tal vez captemos más agudamente la tensión que, en los teatros, “conmueve el aire” entre los cuerpos (palabra de Georges Didi-Huberman), si intentamos pensarla como un fértil desencuentro de conspiraciones divergentes, de “modos de ausencia” y “estrategias de desaparición” diversamente oblicuos.
Conspirar obedece más a un instinto de proyección que a cualquier instancia de proyecto. Despliega – o enmaraña – una socialidad no evidente, difusa, atópica. Fragua en espacios – a veces en ciberespacios – intensivos y lineales: sótanos, cuevas, catacumbas, laberintos, entresijos, intersticios. Sus comunidades son esencialmente “virtuales”, si definimos lo virtual, de acuerdo con Gilles Deleuze, como aquello que, a la vez, está y no está ahí donde creemos captarlo. En estos espacios no extensivos o enclaves subliminales, el complot aúna sujetos anónimos, conchabados, susurrantes y deseantes, cuya principal co-aspiración sería repercutir desproporcionadamente en ese mismo espacio extensivo, métrico, instituido e institucional del que se apartaron al entrar en clandestinidad. Quieren ser invisibles y efectivos; viralizarse en la realidad del mundo y en el decir de la gente; estar donde no están y que nadie adivine en qué lugar, literalmente, “se encuentran”; reivindicar la autoría incalculable que otorga el absoluto anonimato; ser la conjetura, el mito, y si acaso el terror de la peña de arriba. Llamar sin responder, y responderse sin llamar en códigos inexpugnables. Quieren ser silentes y detonantes.
Con la misma naturalidad que aboca el respiro a hacerse signo en la voz, respirar juntos libera una señalética vocal literalmente “inaudita” que rompe el silencio del que emana pero no lo interrumpe. Y como los conjurados se susurran juramentos de silencio, ninguna conspiración digna de este nombre haría el error de grabar, documentar, transcribir sus contenidos y procedimientos. Ninguna dejaría rastro de la labor vocal que viene urdiéndola. Mientras no pueda probarse su existencia, sólo será “ruido de fondo” de un imaginario colectivo que termina convirtiéndose en el coautor más solerte y ocurrente de los planes X y proyectos Z de los que se siente amenazado. Precisamente a esto aludía, con una metáfora acústica, White Noise, la novela de Don De Lillo que asentaba, en 1985, el paradigma de la narrativa posmoderna: a la conspiración como deseo, tentación, pesadilla de un mundo dominado por el caos; a la nostalgia de causas, motivos, patrones y estructuras como catalizador del pasmo complotistas que nos agita; de las sirenas que juramos escuchar cuando el delirio sube de nivel; de las interferencias que desintonizan el videoclip neoliberal; de la reducción a zumbido de cualquier disidencia; y de la reducción de cualquier mundo concreto a fantasma, scratch, ruido.
Porque la voz es un poso inestable y un residuo activo de vida: es la emergencia carnal, algo así como una expansión termodinámica del cuerpo (para usar una expresión de Agustín Fernández Mallo) que nos precede en el espacio, permitiéndonos catar el lugar, a su vez, como el cuerpo de espacio que es: los espeleólogos que se bajaron en la gran negrura de cavidades aún por explorar sólo podían hacerse una idea de la amplitud y profundidad del lugar metiendo voces o lanzando monedas. Y porque usar la voz es ya perderla, únicamente la voz, de todo cuanto es nuestro sin pertenecernos, “retorna” en el momento en el que se nos escapa, gritando hablando cantando. A la pregunta “¿cómo te llamas?” contestamos con un nombre: el aspaviento fonatorio por el que, desde muy temprano, aprendimos a con-vocarnos, a hacernos presentes en un volumen de mundo exterior a la piel que, sin corresponderse con nuestra carne, le respondía. Un garfio consonántico, para tantear desde dentro la piel de tambor de la realidad. Onto y filogenéticamente, llamar llamándose es el más primitivo, el más pre-lingüístico de los gestos. Pero el mismo espacio al que nos convocamos dispersa el sonido que lo apropia: mientras no se prolongue en otras gargantas que la hagan re-sonar, nuestra voz es volátil y mortal. Y si atribuimos voces a los difuntos, es sólo porque la voz es lo primero en morir, y lo hará, mientras vivamos, incansablemente: un cuerpo de sonido que se va, al igual que se va, se evapora o se zafa de nosotros el cuerpo, con toda su carne, en cada gesto de la danza que danzamos – cuerdas vocales que somos, membranas atravesadas por un huracanado aliento de mundo -, cuando conjuramos al espacio, invocándonos en él con mil nombres y apodos, flexiones y articulaciones.
Una parte sensible y precoz de la posmodernidad ha asumido la labor de destilar una carnalidad “por defecto” del cuerpo: de retener y modular la naturaleza expansiva y relacional de la carne, salvaguardando su carácter inicial, incoativo, ineducado e integral, movilizándola en regiones expandidas e inexploradas, más allá de sesgos ideológicos como la noción de cuerpo y la de la coreografía. Era casi inevitable que en algún momento un análogo instinto de apertura llevara la danza de arte a lidiar con las cualidades carnales y gestuales de la fonación humana; a trabajar la potencia de resonancia y expansión que la voz, a su vez, encierra sobre todo cuando permanece, orgánica y desorganizada, en su propia fase emergente o naciente; cuando, siendo algo más que respiro, no es aún ni palabra ni canto, ni discurso ni concertación.
Cuando empezó hace medio siglo a coreografiar voces de cuerpos y cuerpos de voz, una artista como Meredith Monk estaba asumiendo el desafío, impensable por entonces, de desandar en conjunto el historial melódico, polifónico y coréutico de occidente. Resulta casi paradójico que precisamente a partir de un uso exclusivamente vocal de la voz (antes que musical, instrumental, compositivo), lograra plasmar un legado musical, un paradigma melódico y coral a día de hoy insoslayable.
Gestada así, en las hipótesis, ensoñaciones y utopías que habían sido del 68 y de parte de la Post-Modern Dance estadounidense; fiel al que había sido el evangelio de una cohesión más aural y sensorial que contractual y discursiva para las comunidades venideras, esta coreo-vocalidad de nuevo cuño no ha cesado de proponer una consistente alternativa ideológica a los modelos normativos de convivencia y coralidad: la promesa, en su tiempo, de un mundo común hilvanado no ya partir de la comunicación y socialización, sino a partir de una especie de incomunicación compartida, en la que los cuerpos comulgaran sumergiéndose en una Stimmung, una acústica, un cuerpo de aliento supra-individual o dividual. Dicha utopía sobrevivió como pudo a la deflación del subidón contestatario. La gran resaca del océano de cuerpos mecido por los decibelios del Summer of Love dejó tras de sí la visión más discreta, resiliente y conspiratoria de una comunidad o comunión “ecoica”. Una comunidad de sonido vertebrada por el impulso pre-lingüístico de intercambiarse signos abiertos y capaces de abrir una potencia infinita, siempre inacabada, siempre reiniciada de disidencia y concertación: la esperanza, dura de matar, de una música “emergente”, que es como algunos entendemos la paz y la justicia social. Vocal por amor o por fuerza – pues generalmente se le deniega la palabra – esta comunidad esgrime las mismas cualidades (abiertas y atópicas) que caracterizaron, antes de la desodorización del mundo, las comunidades “olfativas” del pasado, cuando el aire que compartíamos, en la ciudad como en el campo, estaba gofrado de un inconfundible bouquet aromático, que ahora sólo asociamos, cada cual por su cuenta y por sus narices, a la esfera doméstica. Soñar con conspiraciones fonatorias es aspirar a un vaivén de señales sonoras irradiadas y difusas como un olor corpóreo, una feromona aglutinadora y atractora. Como la caótica promesa de harmonía y sincronía que bulle en el ruido de una fosa de orquesta justo antes de afinar, cuando cada instrumentista vierte libremente gamas, frases, esquirlas de partitura: asimismo, en la pieza más reciente de João Lima, Conspiración, la voz – las voces – ondean, se solapan, colisionan, se acoplan y desacoplan, yendo y viniendo entre todos los estados de la materia que son; persiguiendo una especie de harmonía inductiva, un acorde siempre por hacer, siempre postergado, igual que – en palabras de Manuel Delgado – la ciudad ensaya sin límites, a través de su caos aparente, aquella coreografía imposible que pondría de acuerdo, que alinearía de pronto todas las danzas, todos los patrones de movimiento y comportamiento que se entrecruzan en sus calles. En esto, la compleja concinnitas vocal de Conspiración reproduce y en cierto sentido expande el maravilloso trabajo de reinvención del unísono y renegociación de la sincronía inaugurado hace casi dos décadas por Thomas Hauert (Accords, 2008).
La comunidad ecoica es siempre inicial, incluso matricial: reproduce a escala colectiva un universo de inmersión acústica, de inneidad (estar en y estar con, siendo acompañados por lo que nos contiene) que cualquiera habrá vivido, sin elaborarlo, en la temporada intrauterina de su existencia orgánica. La Chora (la matriz – eso mismo que el Platón del Timeo, convierte en el manantial de cualquier morfogénesis, en la placenta de todo lo existente -) es de hecho anterior a cualquier chóros o chorós, en todas las acepciones que quieran darse a estas palabras (espacio, coro, danza). Es más, puede afirmarse que en todas sus manifestaciones, vocales y gestuales, la coralidad que conocemos emana de un anhelo esferológico (el adjetivo es de Peter Sloterdjik) por prolongar los mimos de la inneidad fuera de la placenta orgánica, bajo la amenaza de otros cielos, que pidan a gritos y a gestos abovedarse alrededor de un cuerpo comunitario, igual de acogedor y premuroso. La historia coréutica de occidente ha sido en buena medida la epopeya de la enconada tentativa de perpetuar una experiencia primigenia de apertura y escucha infinita – la chora – en dispositivo siempre nuevos de cierre, de oclusión, de segregación, de identificación, y finalmente de sordera compartida – el coro. Sobre todo en danza, ha sido en suma una historia de “coropolíticas” mal o bienintencionadas, hijas de la voluntad de traducir en formas cerradas, estilizándolos, diferentes modelos de comunidad y sociedad, como si la danza grupal fuera abocada a exhibir el prototipo formal de todos los modos de convivencia que hemos sabido pergeñar.
Renunciar a esta tentación de ejemplaridad es uno de los méritos principales del proyecto Conspiración. Lo que João Lima deseaba era, si acaso, capturar la coralidad y la vocalidad en un estado inicial, de pura potencia incoativa, precomunicacional, pre-compositiva; y utilizar esta polifonía en estado naciente para desbanalizar y reabrir espacios que se antojaban a priori cerrados (ante todo el espacio físico y arquitectónico de la performance). Su ambición casi sabe a urgencia política, ahora que los canales clásicos de comunicación se ven completamente obturados por la majadería, y el mismo temario de la emancipación, dopado a lugares comunes y anticoagulantes semánticos, fluye de maravilla, pero ya no cuaja; ahora que todo el potencial español de berreo físico, disparate ideológico y cerrazón mental se agolpa bajo los estandartes color guisante de una aberración llamada Vox. En años reciente, de aquella doble instancia -la urgencia poética de renegociar la voz como gesto, y la urgencia política de revisar el coro como metáfora – se ha hecho eco (nunca mejor dicho) un sector difuso pero nutrido de la creación. Sólo en Cataluña cabe mencionar, entre otros, Montdedutor (Los micrófonos, 2013), Blanca Tolsà (Ecoica, 2022), Anna Fontanet (N.A.N., 2024); Mar García y Javi Soler (Caribe Mix ’23), Aurora Bauzà y Pere Jou (A Beginning, 2022), Nico Jongen (Ruido, 2023). Puede que, entre todos, João Lima haya emprendido la misión más temeraria en el dispositivo más austero de todos: generar un espacio inmaterial cuya tensegridad dependiera sólo y únicamente de la capacidad de varias voces por armar un equilibrio, un sistema vivo, un continente sonoro precario y cambiante. Y dejar que en esta economía de gesticulación sonora jueguen un papel central los mecanismos asociativos y miméticos; que la voz vuelva a ser la señal animal que permite, en todo momento, camuflarse, refugiarse, aguardar en la espesura del sonido ajeno, o de pronto agitarla, zarandearla, transformarla; ser en suma invisibles en el paisaje común que se es.
Puede que, entre un lenguaje ya insuficiente y un canto demasiado autosuficiente, tengamos que modular nuevamente como cuando tenemos miedo, para hacernos compañía, y la voz nos recuerde que, caminando por valles oscuros, no estamos condenadamente solos. Puede que en esta nueva ternura, de concitarnos entre todos, tenga sentido apelar a un estrato casi fetal y totalmente pre-lógico de la sensibilidad, a la más antigua de nuestras heridas acústicas: es lo que hace João repensando en forma de nana un aboio tradicional (la modulación vocal con la que, en el noreste de Brasil, los ramaderos conducen a distancia los rebaños). Para que precisamente en el vaivén inmaterial de la voz el cuerpo sea otra vez lo que había sido antes de entrar como un arma más en el conflicto entre sujeto y objeto: el nobjeto, todo tacto y oído, que ondeaba acurrucado entre las paredes de un vientre. La melopea conjunta de la coralidad emergente es una especie de flocking acústico: trashumancia sin destino fijo, enteramente impulsada por un incansable husmeo sonoro y carnal. O un humedal de voces, llamativo,naciente y renaciente, como las cabezas de una Hidra (el ejemplo es de João) – el monstruo que en el mito representaba la incontenible liquidez de las marismas, antes de cualquier bonificación, cultivo y Cultura -. Así es Conspiración: un catálogo fantasmagórico de modos de fonación y mutaciones coreográficas, desatadas por fluctuaciones y cambios – pautados, pero nunca determinados -de corriente y temperatura. Y como la albufera se resiste a cualquier cauce, así el tono, el clima acústico y dinámico que emerge del grupo será a ratos chamánicos a ratos deliberadamente estrafalario; guateque cavernícola en una cueva platónica, y de pronto polifonía nerviosa, tremendamente urbanita; harmonioso y cacofónico, sublime como la sabiduría del borracho, o terrible como la borrachera del sabio. Invocado y re-vocado en todo momento, sólo aparecerá escondiéndose, sólo aflorará sumergiéndose: un complot de cuerpos, que susurran incluso cuando gritan, porque el secreto – cualquiera sea su objeto – es lo último, y ahora mismo lo único, que nos es dado compartir. Llamándonos. Y amándonos.
ROBERTO FRATINI
JOÃO LIMA presenta ‘Conspiración’ al Mercat de les Flors del 24 al 26 d’octubre de 2025
Bibliografía:
Manuel DELGADO, El animal público. Hacia una antropología de los espacios urbanos, Barcelona: Anagrama, 2006.
Don DE LILLO, Ruido de fondo (trad. Gian Castelli), Barcelona: Seix Barral, 2006.
Agustín FERNÁNDEZ MALLO, La forma de la multitud (capitalismo, religión, identidad), Barcelona: Galaxia Gutenberg, 2023.
Mark FISHER, Los fantasmas de mi vida. Escritos sobre depresión, hauntología y futuros perdidos, Buenos Aires: Caja Negra, 2018.
Roberto FRATINI SERAFIDE, “Coropolitiche della modernità. Collettivi danzanti e comunità desideranti”, Danza & Ricerca. Laboratorio Di Studi, Scritture, Visioni, 13(13), 231–285.
Pascal QUIGNARD, El odio a la música. 10 pequeños tratados, Buenos Aires: Cuenco de plata, 1999.
Ixiar ROZAS ELIZALDE, Voic(e)scapes. Experiencias y potencias de la voz, el lenguaje y el tacto en la escena actual, Leioa: Euskal Herriko Unibertsitatea, 2012.
Ixiar ROZAS ELIZALDE, Sonar la voz. 9 ensayos y 9 partituras, Bilbao: Consonni Ediciones, 2022.
Peter SLOTERDJIK, Esferas II. Globos. Macrosferología, Madrid: Siruela, 2014.
Rok VEVAR, Irena TOMAŽIN, “Dance, Voice, Speech, Sound”, Maska vol. 36 Issue 203-204, Sep 2021, 71-84.
Links vídeo:
Extracto Montdedutor, Los micrófonos, 2014:
Teaser Irena Tomažin, Faces of Voices/Noise, 2015:
Meredith Monk, Live in Studio – 11/10/2018:
Extracto Blanca Tolsà, Ecoica, 2021:
Teaser João Lima, Cavalho do Cão, 2022:
Extracto Anna Fontanet, N.A.N. – Now Ask Nothing. Nothing Ask Now, 2024:
Links de interés:
When Dancers Find Their Voices on Stage | CN D Magazine (Dounia Dolbec, “When Dancers Find their Voices on Stage”, Magazine CND. Fr #1, Sept 22)
Roberto Fratini, “Zumbido permanente. En conversación con João Lima”, Mercatblog, 18 de enero 2023
Conferencia, Nathalie Droin, “Les Usages de la Voix dans la Danse Contemporaine Militante”, 3/4/2023