“Ce n’est qu’un début. Continuons le constat”.
Philippe Muray
“And worse I may be yet. The worst is not/ so long as we can say
‘THIS IS THE WORST” .
William Shakespeare
Algunos creerán a vario título recordar The show must go on como la última pieza verdaderamente epocal de la danza contemporánea. Hay quienes jurarían que, por haber sido la obra más emblemática del último giro de siglo, es natural y culturalmente loable querer reponerla a 15 años del estreno. Hay quienes, en fin, consideran paradójico por no decir inoportuno (como está ocurriendo con tantos títulos mayores de la danza contemporánea, en esta época melancólica tan apasionada de revivals, tan volcada en pasear sus cadáveres excelentes) reponer una pieza que no tan solo habría de entenderse – como ocurre de muchas piezas, desde luego – en el paisaje socio-cultural que vino a conmocionar, sino que también, al estrenarse, pareció querer enterrar a carcajadas toda idea de solemnidad y consagración, toda ínfula de museificación. The Show Must Go On, dicho sea de entrada, pasa a ser un clásico muy a pesar suyo. Y hay razones de sobra. La principal es que, en 2001, a los pocos años de verse ascendido el conceptualismo a corriente, o “escuela”, de la danza contemporánea, a los pocos años de habérsele achacado en Francia la crujiente etiqueta de Non Danse, The show must go on ya sabía a remate, a balance, a clausura por todo lo alto: síntesis de toda una corriente (que en esta pieza halló algo así como un manifiesto definitivo); pero también remate (o gracioso golpe de gracia) a toda esa Historia, que pretendía ser la gloriosa parábola de la danza en el siglo XX.
Como epílogo provisorio o consuntivo de la aventura creativa que en pocos años había ascendido Jerôme Bel a vedette de la coreografía internacional y a fetiche de una generación de críticos y creadores, The Show Must Go On coronaba por todo lo alto (es decir con una pieza de gran formato, irónicamente coral) la hazaña de desandar y deshacer, con sarcástica agilidad y con extraordinaria economía de medios, varios de los mitos teóricos y poéticos que habían sustentado el credo de la danza moderna: una labor de revisión y transvaloración del lenguaje que Bel había llevado a cabo por “demonstraciones” sucesivas, con una especie de terca fidelidad a la coherencia de su programa experimental.
Cuando en su primera creación, Nom donné par l’auteur (1994), se limitó, junto con su intérprete favorito, a manipular y desplazar objetos de uso diario con tal de crear entre ellos diferentes formas de de cercanía o contigüidad, dejando que de dar un significado formal y semántico a estas colisiones (o colusiones) se encargara únicamente la imaginación del público, la crítica francesa en estado de shock no supo dar salida a su perplejidad (y a su imperiosa necesidad de clasificar lo que no atinaba a entender) que tildando el trabajo de “minimalista”. A posteriori, parece que el compromiso de Bel fuera más bien de minimizar la danza: de restarle retórica, de dinamitar sus decálogos, de demostrar en suma que danza, coreografía, arte y autoría eran más efectos discursivos o trampas del lenguaje que hechos pasibles de una definición estable. Que en la percepción cultural de la danza anidaba en suma una poderosa dosis de nominalismo, y que la labor de desmontaje de la danza – o la autopsia de su cadáver histórico – pasaba inevitablemente por una revisión despiadada de sus mantras, de sus palabras clave de sus nombres. Revisión, por decirlo todo, del concepto mismo de Nombre como síntesis y emblema de toda autoridad simbólica, de toda fuente de poder o persuasión (eso que Lacan llamó, en los seminarios de los años 50, el “Nombre del Padre”).
El baile se hizo más duro, si cabe, en las piezas siguientes: Jerôme Bel (1995) – donde de pronto, bautizando la pieza con su propio nombre, Bel obtenía el efecto paradójico de cuestionar el concepto de autoría o paternidad del espectáculo y de des-autorizar la noción misma de coreografía; Shirtologie (1997), feroz apólogo sobre la facilidad y por ende la ilegitimidad poética de toda relación normativa o establecida entre signos y significados; Xavier Le Roy (2000), donde firmaba polémicamente una obra que le había sido encargada encargando la coreografía al mismo artista cuyo nombre era también el titulo de la obra en cuestión; y Le dernier spectacle (1998), (título ominoso donde lo hubo), en el que con prodigiosa puntería conceptual Bel desportillaba el mito de la originalidad poética o coreográfica, tejiendo la coreografía con fragmentos de obras ajenas e inaugurando, entre otras cosas, un procedimiento (el reenactment de la danza histórica como sustituto de la originalidad creativa) destinado a ponerse de moda en la primera década del nuevo milenio.
The Show Must Go On vino al final de este breve historial de desencantos del lenguaje, de ataques sesgados a las lógicas de la danza, de eclipses progresivas de todo aquello que habíamos creído co-sustancial a su existencia. Tras años de sabotajes mirados, Bel encontró el medio poético de perpetrar el crimen perfecto: el no-espectáculo de no-danza total. Lo hizo poniendo en el centro del blanco representado por The Show Must Go On el concepto de interpretación (eso que Susan Sontag había eficazmente enjuiciado en un memorable ensayo de 1966): es cuanto se deduce de la calculadísima – y sin embargo inventiva y sulfurosa – banalidad con la que Jerôme Bel renunció sistemáticamente a interpretar (leer, transfigurar, significar), para en cambio ilustrarlos sin piedad, los contenidos literales de las músicas pop que componen la banda sonora del espectáculo. Deslegitimaba así, con cumplirlo al pie de la letra, el antiguo prejuicio de que la danza tenga que adherir a la música traduciéndola en una imagen original. Nada menos que la receta secreta de toda la posmodernidad: realizar sin trabas – incluso con una especie de tóxico candor – los “programas” de la modernidad para que, al cumplirse, esos proyectos y ensueños se vuelquen en su contrario o revelen su paradoja. ¿Oscar Wilde no había dejado bastante claro que lo peor que le pueda pasar a un deseo es cumplirse? Toda la relación entre el mito de la Modernidad y la praxis de la Posmodernidad estriba en este protocolo des-encantador de realización des-realizante.
Fenomenológicamente, el velado y sosegado cinismo operativo de ésta, que llamaremos “generación conceptual” (porque todos sus componentes eran retoños pedagógicos de una de las corrientes dominantes de la década anterior: Tanztheater, Minimalismo belga, Nouvelle Danse) puede recordar la buena educación, los modales acompasados de que dan muestra los niños peligrosísimos que abarrotaban el cine de terror de los años 90. A veces me pregunto si no quepa interpretar la vanguardia de fin de siglo en el marco de un síndrome que esas peli expresaban con brutal franqueza: la sensación de que la religión pedagógica de la segunda mitad del siglo XX no hubiera sino refrendado el ascenso de una clase incomprensible e inescrutable de niños brillantes y posiblemente diabólicos, suavemente abocados a liquidar sin casi inmutarse sus padres, sus madres y la pedagogía de la que eran el logro experimental más exquisito.
Es evidente que, a monte de la labor de reducción al grado 0 de la interpretación musical, The Show Must Go On diera salida a minimizaciones más sustanciales: de la idea de coreografía como acto obligatorio de “invención”; de la idea de música como magia obligatoria, continuum sugerente, flujo sonoro y emotivo del espectáculo danzado (en The Show Must Go On la sintaxis del espectáculo es administrada por un DJ que al tomarse su tiempo – y por ende a llenar de esperas y tiempos supuestamente muertos los intersticios entre un tema y el siguiente – está de hecho demostrando que esos tiempos muertos están llenos de su irreducible presencia, ajena a cualquier economía espectacular).
Lo que sobre todo saltaba era la idea de bailarín como dispositivo androide entrenado a interpretar, es decir a hacer suyas interiorizándolas dócilmente, las consignas del coreógrafo, y a eclipsarse detrás de ella: en todas las ocasiones, que se tratara del grupo de amigos y artistas (a veces ambas cosas) que fue la troupe original, del cuerpo de baile de la Opéra de Lyon o, como en este revival, de un conjunto de espontáneos preferentemente no profesionales, los intérrpetes de The Show Must Go On viene a constituir un variopinto muestrario de personalidades, cuando no de tipos, cuya unicidad y variedad humana es imposible ignorar precisamente porque la transparenta con inaudita claridad la manera que posee cada uno de cumplir la tarea sencilla, de dar forma al esfuerzo “mínimo” que pide la ilustración, la ejecución básica de la música y del mensaje escueto contenido en ella (el mensaje es, por cierto, otro parámetro, otro valor que la pieza desarticula sin piedad). Y de ausentarse, simple y económicamente, en todos los momentos en que la ilustración del mensaje, su encarnación por los mínimos, puede prescindir de cualquier cuerpo.
El resultado? Obligar al público a buscar el foco principal de la pieza, su nudo poético, no ya en cuanto está ocurriendo (que es todo un guiño al potencial de inconsistencia del concepto mismo de espectáculo) sino en el único sustrato real de su no-acontecer: las personas que, transitando la escena se ocupan tan solo, en un cierto sentido, des-ocuparla o des-preocuparla; y obligarlo a constatar con asombro que todo cuanto está (o no está) viendo lo está de hecho viviendo, porque es su cuerpo irrequieto de público desestabilizado lo que corre a llenar de sentido, a respirar en las mil apneas, los mil vacíos de la pieza: es él, en ausencia de interpretaciones claramente “servidas” por la escena, el que corre con la responsabilidad de interpretar o de, simplemente, ser la obviedad consciente de algo que se llama show únicamente en fuerza de la presencia del quienes, los mismos espectadores, se han puesto de acuerdo sin saberlo en darle este nombre.
En esta luz, puesto que en la balsa del lenguaje naufragado no cabía otra cosa que el elemento humano de los performers y del mismo público que de pronto les veía no hacer nada que cualquier espectador no hubiese podido hacer a su vez, la evolución de The Show Must Go On a dispositivo que puede acoger todo tipo de intérprete espontáneo (y en última instancia los espectadores que aceptan de jugar el juego de Jerôme Bel desde el escenario) es natural. Muerto el teatro (muerto también ese teatro muy específicamente engañoso que es la danza) queda en suma la performance que si es el último recoveco de lo humano desenmascarado, es también el género residual por excelencia, el formato terminal de esta y otras artes.
De aquí el efecto epocal: The Show Must Go On anuncia el fin de la danza (lo que, en palabras de Lepecki, sería su agotamiento); resuelve de la forma más radical esa extraña perplejidad ante una posible eclipse del lenguaje danzado con la que ya habían lidiado desde los 80 artistas de la talla de Pina Bausch, Maguy Marin y Anne Teresa De Keersmaeker. Es más, citando ese tema de los Queen que el imaginario de masas ha trasformado en todo un himno kitsch a la capacidad por sobreponerse al duelo y obligarse a perpetuar la farsa bien maquillada de la vida en el teatro del mundo, anuncia nuestra patética ilusión de que la aventura poética de la danza danzada no haya tocado a su fin; y resume el rol paradójico que, a partir de su nombre y etiqueta, la Non Danse ha desempeñado en el conjunto de la historia de la danza: ser su acto extremo de pervivencia, su continuidad a pesar de todo, de la única manera posible – negándola, denegándola o renegando de ella (tal vez se trate de una negación freudiana); el síntoma de que la fase terminal del lenguaje es infinitamente prorrogable (es la tesis de Jean Baudrillard: que el problema principal del arte, en la posmodernidad, no es morir, sino no saber hacerlo; y sobrevivirse por inflación, por diseminación; realizarse por difusión y licuación). Y que seguirá mientras exista la Cultura – el Show definitivo de la posmodernidad – para darle un marco, un nombre y un título. O mientras haya un deje de humanidad y presencia, de reticencia a desaparecer, para darle un contenido.
El aspecto más brillante de la operación de Jerôme Bel fue al fin y al cabo de incluir estructuralmente – con irresistible ligereza – la propia danza conceptual en la aventura irónica de la danza de occidente; de aquí que, pese a una lucidez despiadada, su relación con los transcursos históricos del lenguaje se parece más a un juego compartido que a un juicio universal. Le es en suma totalmente ajeno ese síndrome de enjuiciamiento del pasado y de purgación de la memoria que solo puede ocurrir en culturas muy bobamente persuadidas de haberlo entendido todo y de hablar en nombre del mejor de los mundos posibles. Ha sido el caso de mucho del discurso cultural de los 20 últimos años, tan empapado de los bálsamos de la corrección política (y de la baratija de la incorrección política fácil), tan especializado en desfondar puertas abiertas, que su aire se ha vuelto irrespirable.
Ha sido también, con la complicidad de varias corrientes académicas (empeñadas en corregir al mundo y en alistar los artistas a la causa del bien común), el caso de mucha de la creación coreográfica que, en el nuevo milenio, sigue inspirándose en las consignas de la corriente conceptual de los 90. Por cada pocos artistas nuevos que intentan realmente, desde un planteamiento conceptual, convulsionar el discurso y renovar las poéticas dentro y fuera de la danza (quisiera recordar, entre otros, al menos a Cuqui Jerez, Cindy Van Acker, Nicole Seiler, Patricia Caballero, Ezster Salomon, Sònia Gómez, Germana Civera, Roger Bernat, Gary Stevens, Ivana Mueller, los Corderos, La Zampa, Las Santas, El Conde de Torrefiel, Quim Bigas, Alessandro Sciarroni, Rebecca Murgi, La Societat Doctor Alonso, entre otros) la última década ha brindado un opíparo festín de epígonos cuyo límite principal ha sido una beata, virtuosísima, total falta de auto-ironía. Se sospecha que para todos éstos el logro seminal de la Non Danse haya sido la que creyeron la oportunidad de disfrazar de rigor la ausencia de generosidad poética; y de confundir el hecho de no hacer nada con el de hacer una Nada muy fecunda en posibles efectos de discurso.
Consciente del diagnóstico controvertidamente terminal que implicaba The Show Must Go On, Jeròme Bel no se abstuvo de aplicarlo con coherencia al desarrollo de su reflexión poética posterior: a partir de 2004 optó por lidiar a su vez con el agotamiento de la historia de la danza, y con el llamamiento a la presencia como último patrimonio, último “descriptor” de toda danza; y lo hizo trabajando a partir del cuerpo de esos intérpretes que, a diferencia de cualquier coreógrafo, habían cruzado (o habían naufragado) por muchas estéticas diferentes y cuyos cuerpos se habían convertido en archivos silenciosos de una memoria “interna” del lenguaje, de una historia de la danza íntima e inmanente a la que ninguna historiografía dancística había sabido dar voz: Véronique Doisneaux (2004) y a continuación Pichet Klunchun (2005), Isabel Torres (2005), Lutz Förster (2009), Cédric Andrieux (2009) vienen a ser una memorable guirnalda de “solos verbales”: comparecencias en el tribunal de la historia del lenguaje, puestas, todas ellas, a testificar algo tan sencillo e inesperado como que la persona del intérprete es precisamente aquello que no hemos visto mientras creíamos ver danza; que su manera de cruzar por el universo egocéntrico de la creación coreográfica, de ser soldado raso en la guerra de los estilos, se pareció en todo momento más a una ausencia resistente que a una presencia obediente. También en esto, en la idea de recorrer el cuerpo del intérprete como una memoria viva, un archivo de carne y sangre, un atlas de piel y con el objetivo de capacitarlo para que se hiciera con su discurso, Bel ha sentado un precedente importante: en esta senda lo han seguido muchos, de Vincent Dunoyer, a Dominique Boivin, a Aimar Pérez Galí, a Jury Konjar.
Algunas de las profanaciones puestas en acto por Bel remitían de hecho a un patrimonio de idea que éste compartía con toda la generación de creadores a la que, junto con Xavier Le Roy, encabezaba (si nos ceñimos al canon perfilado por André Lepecki, quien más contribuyó a plasmar teoréticamente la identidad de esa generación, pertenecerán al mismo territorio poético creadores tan dispares como Olga Mesa, La Ribot, Juan Domínguez, Myriam Gourfink, Alain Buffard, Emmanuelle Huynh, Vera Mantero, Joao Fiadeiro): principalmente la idea de que la definición de danza tuviese que desvincularse de toda coacción al movimiento, de todo virtuosismo espectacular, de todo principio de prestación; la idea, por ende, de que si las demás artes habían podido sobrevivir al suicidio de los fines y medios que la historia les había asignado – si era en suma posible pensar la pintura más allá del acto de pintar – no había razón para que la danza, renunciando a su secular vocación cinética, no pudiera o supiera imaginarse más allá del acto de danzar.
Así pues, reeditando a su manera, no sin un cierto aporte de cinismo metalingüístico, la convicción de Yvonne Rainer (quien había sido a su vez, 30 años antes, la cabeza pensante de la Post-Modern Dance americana) de que “The mind is a muscle”, los coreógrafos de los 90 sometieron el gesto coreográfico al imperativo de suscitar una operación, un gesto, una acrobacia más mental y cultural que física. Desmantelaron los parámetros vigentes de excelencia técnica; desautorizaron la noción tradicional de coreografía (la que seguía viendo al coreógrafo como el todopoderoso diseñador de una danza que el intérprete tenía que ejecutar fielmente); abrieron de par en par los umbrales del espectáculo danzado, para que, del “producto” hecho y acabado que había sido en los 4 últimos siglos, pasara a ser obra abierta, work in progress, proceso inacabado, proyecto en devenir; y acariciaron el proyecto de movilizar intelectualmente a un público que había sido criado desde tiempos inmemoriales en el disfrute relativamente pasivo de los encantos que la danza danzada sabía proporcionar: ante la evacuación de la factualidad del espectáculo de danza (en ausencia, simplemente, de espectáculo y de danza), el mismo público se vio en la obligación, por lealtad cultural (o a veces por vencer al aburrimiento que la indigencia del producto parecía inspirar), de convertirse en el autor de una performance de la comprensión, de un tour de force intelectual, que arrebataba el sitio tradicionalmente ocupado por la danza como hecho.
En este aspecto, la principal norma operativa de la corriente conceptual fue el disavowal (intraducible palabra inglesa que describe el hecho de desatender una expectativa como se puede desatender un voto, una promesa solemne): la doctrina jocosa consistente en hacerle zancadillas a una especie de pacto entre artista y público, tan solemnizado por la historia y por el uso que todos parecían haber olvidado su naturaleza de convención. Un disavowal del mismo tipo fue el que se practicó regularmente en los cabarets y soirées de las vanguardias históricas de antes de la primera guerra mundial, cuando las artes plásticas se extraditaron por primera vez en el territorio de la performance ante litteram, y cuando un público acostumbrado a verse satisfecho o decepcionado según que el producto artístico estuviera o no a la altura de los parámetros de calidad asignados a su marco específico, se vio finalmente decepcionado, más allá de lo imaginable, por la total abolición de todo marco, de todo producto y de cualquier parámetro; el objetivo era, que reaccionando a esta eclipse del producto como a una traición, terminara traicionándose a sí mismo y se descubriera finalmente en el inconcebible acto de llenar de pensamiento, de acción o de la acción de pensar, los vacíos prácticos y simbólicos del objeto que había venido a comprar. “Dada os da patadas en el culo y os gusta” es cómo los artistas, describieron la reacción mixta de rechazo e intriga que despertaban las performances del Cabaret Voltaire. De forma algo menos virulenta, aunque bastante análoga en las intenciones, Bel ha declarado: “Más nos hacemos los estúpidos, más el público se siente inteligente”.
No se puede imaginar el conceptualismo fuera de este extraordinario talento (del que Jerôme Bel es sin lugar a duda el ejemplo más ilustre) por obtener el máximo efecto posible con – al menos en apariencia – el mínimo esfuerzo. Da fe de ello la inimaginable hipertrofia de la reacción cultural que la corriente en su conjunto obtuvo y sigue obteniendo con el simple gesto poético de mandar a callar el lenguaje: no hay a día de hoy escuela, época o estilo de la danza occidental (incluido el Ballet) sobre el que se haya escrito, teorizado, publicado tanto como sobre la Non Danse de finales de los 90. Ni escuela, época, estilo que haya sabido aprovechar tan radicalmente los beneficios de la mediación cultural: lejos de quedar confinada o agotarse en los límites de la performance, la No Danza prosigue (y a veces se eterniza), más naturalmente que otros estilos, en la performance general de las mesas redondas, de los aftertalks, de los encuentros con el artista, etc.. El tiovivo del metadiscurso no para de dar vueltas. La alianza entre la esfera de la creación y la del discurso no ha sido nunca tan feliz (o tan sospechosamente feliz); en ningún momento de la historia la retroalimentación de la teoría y de la praxis ha sido tan evidente; nunca la danza se ha acercado tanto al objetivo de convertirse en la portavoz de los valores promovidos, celebrados, difundidos por la vanguardia de la cultura académica.
Habrá que ser honestos: a día de hoy, si existe un peligro de agotamiento para las paradojas poéticas e intelectual que la Non Danse supo desenterrar (y que terminarían obligando al menos dos generaciones sucesivas de creadores a un surplus de higiene intelectual, a un inédito esfuerzo de conceptualizacion), es que esta corriente, que en su tiempo fue la expresión más cabal de un cierto disenso ante el mercado del arte y su sistema de valores, se vuelva consensual precisamente en razón de una excesiva lealtad al y del discurso; o en razón de ese extraño exceso de amor y complacencia cultural que público y crítica adoran exhibir cuando por fin deciden adoptar aquello que en su tiempo despreciaron (el caso Pina Bausch es un triste ejemplo).
Tuve la suerte, en Valencia, de ver The Show Must Go On hace meses, cuando por primera vez se presentaba en España la versión revival con intérpretes locales. Todavía recordaba la esquizofrénica variedad de reacciones con la que el público parisino, supuestamente avisado y avezado a las especias más exóticas del festín cultural, había acogido la pieza hace 15 años. No puedo negar que me hizo un efecto extraño ver con qué diligencia los espectadores valencianos parecían haberse preparado para el “evento”: un trozo de historia de la danza, nada menos. Tardaron minutos en hacerse con los mecanismos de la pieza, como si la hubieran ensayado al igual que el grupo de los intérpretes; cantaron cuando tocaba, se rieron cuando se esperaba, vitorearon a los intérpretes, encendieron los móviles para lograr todos juntos una entrañable postal de concierto rock. Se lo pasaron bomba, que digamos. Hay dos interpretaciones posibles de la curiosa metamorfosis a la que The Show Must go on se ha sometido con aceptar convertirse en un clásico: la interpretación optimista es que, contra toda expectativa, aunque de forma perfectamente coherente, la estimulación del público haya terminado convirtiéndose, a todas luces, en una movilización práctica; que The Show Must Go On se haya convertido en suma en un espécimen excelso de ese teatro participativo o de inmersión que es la gran tendencia de la creación más reciente (y que, dicho sea de paso, también le debe mucho a la revolución conceptual de los años 90); la pesimista es que The Show Must Go On se haya convertido en una especie de parque temático para públicos benévolos, más que dispuestos a una cierta regresión jocosa y absolutamente encantados con poder cultivar el mito de su propia descarada modernidad. No supe – y no sé – por cual de la dos versiones inclinarme. Solo recuerdo que, a lo largo de toda la pieza, sumido el dolby surround de palpable entusiasmo que fraguaban los comentarios en voz alta de todo un público en surménage de autoexpresión, no dejé de escuchar detrás mío una señora (evidentemente ni avisada ni modernizada) refunfuñarle quedito a su marido, mientras le instaba a acortar la experiencia y llevarla a cenar, “es la cosa más fea que he visto en mi vida”. Confieso que tuve la irreprimible tentación de creer que la señora en cuestión fuera la única que tuviese la posibilidad de hacer un buen uso de la The Show must Go On. Pero me abstuve de darme la vuelta, felicitarla en voz alta y abrazarla. Porque no quería que creyera que compartía la sustancia de su punto de vista. Y porque, por muy apropiado que fuera al lugar “liberado” en que la performance había temporáneamente convertido el Palau de les Arts, un abrazo siguió pareciéndome bastante fuera de lugar. Y disfruté mi horita de invisibilidad.
Roberto Fratini
JÉRÔME BEL presenta The show must go on en el Mercat de les Flors del 8 al 10 de mayo
BIBLIOGRAFÍA
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Web compañía
Videografía
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https://www.youtube.com/watch?v=U2mS_8HpI1g (extracto vídeo La Ribot, Laughing Hole, Marco Vigo)
https://vimeo.com/76866353 (extracto vídeo La Ribot, 40 espontáneos)
https://www.youtube.com/watch?v=nVk_9M4SZkc (extracto vídeo Vera Mantero, Una misteriosa coisa)
https://vimeo.com/23973875 (vídeo integral Ivana Muller, While we were holding it together)
https://www.youtube.com/watch?v=ycvwUKBwUWM (extracto vídeo Patricia Caballero, Aquí gloria y después paz)
https://www.youtube.com/watch?v=dwMGDFj0xVo (extracto vídeo Vincent Dunoyer, Emanet)
https://vimeo.com/90622422 (extractos vídeo Cindy Van Acker, Drifts)
https://www.youtube.com/watch?v=383X7kvZ_wg (extracto vídeo Roger Bernat, Dominio Público)
Linkografía
http://fresques.ina.fr/en-scenes/parcours/0043/la-danse-contemporaine-francaise.html#le-clash-des-annees-90 (entrevista Jerôme Bel – Laure Adler, Hors Champ, Radio France)
https://www.youtube.com/watch?v=VLHPSS3d_pk (vídeo Conversatorios Nuevos Lenguajes, Premio Nacional de Danza Guillermo Arriaga)
http://www.lemonde.fr/le-magazine/article/2013/12/06/entretien-avec-xavier-le-roy_3525888_1616923.html (entrevista Xavier Le Roy – Rosita Boisseau, Le Monde)
http://mediation.centrepompidou.fr/education/ressources/ENS-ArtConcept/ENS-ArtConcept.htm (dossier online sobre Arte Conceptual, Centre Pompidou)