• Facebook
  • Twitter
  • Instagram
  • Youtube

‘Que el futuro se haga impresentable (y otros deseos impuros) (parte 4)’, por Roberto Fratini

‘Que el futuro se haga impresentable (y otros deseos impuros) (parte 4)’, por Roberto Fratini

“The ceremony of innocence is drowned”, dice Peter Quint a Miss Jessel. Que ahoguen la ceremonia de la inocencia es también mi augurio a los artistas que vienen: que pierdan el paraíso; que huyan del parvulario; que, despidiéndose de la infancia y de su poderoso ajuar de descuentos ideológicos, indulgencias formales y tutelas morales, también asuman la labor un poco sucia de ser muy complejos en un mundo que va de simple; muy aguerridos en una carnicería que va de parque temático; muy huidizos en un universo de sobre-exposiciones incondicionales; que reivindiquen un derecho a la invisibilidad no menos vital, ni menos poéticamente fecundo que el tan cacareado derecho a la visibilidad; que, justificándose menos con el mundo, se juzguen a sí mismos con un poquito más de severidad; que no se sientan ni especialmente puros ni especialmente buenos; que no les parezca sencillo estar enredados en el tiempo. Que no consideren nunca cerrado su trato con los muertos y que no se acomoden nunca, como monaguillos, en las liturgias del presente. Que, siendo duros, pretendan y merezcan durar.

Que para ellos, por ejemplo, la sobrecogedora boga del revival, del reenactment y del refrito estratégico, trend certero de las poéticas actuales consista en algo más que en el pasacalle de cadáveres o en el catálogo de dinosaurios estéticos que ha sido en todas las temporadas reciente. Que el interés por el pasado (e incluso el renovado interés por todos los atavismos de la danza occidental, por las huellas de la modernidad, los prototipos de la posmodernidad y las raíces del folclore) sea, en los nuevos creadores, la ocasión de reubicar el presente de la danza en una profundidad de campo y de perspectiva que son especialmente urgentes en un régimen, como el nuestro, de consumo forzado de la instantaneidad. Se trata, en el fondo, de ver cuántas utopías es todavía necesario desencantar, cuántas fantasías ideológicas es todavía oportuno atravesar con tal de desvelar al presente y percibirlo con lucidez; cuánta chatarra, como en el trabajo de Ambra Senatore, todavía queda por remover para acunar sin arrogancias algo de sentido. Se trata de asumir que el pasado no es precisamente esa cosa que el presente, en su presunción de inocencia, cree poder archivar y estabilizar; que lo pretérito es enemigo de la preterición; que el pasado es una tierra de imposibles y que no hay, en realidad, nada más resbaladizo. La boga actual de los “archivos de todo” es tan indicativa de una actitud arrogante para con el pasado como el marketing de lo nuevo es indicativo de una actitud supersticiosa para con el futuro: ambas, arrogancia y superstición, son indicativas, ipso facto, de una penosa inconsistencia presente.

Es tiempo, me parece, que la danza redescubra la extraordinaria complejidad de su mandato ético, que no consiste en imaginar al artista como un buen soldadito del bien común: que en el discurso se sigan confundiendo cometidos sociales y cometidos éticos dice ya con suficiente claridad cuánto la “bondad institucional” de los nuevos artista – y su obligación a ser políticamente correctos o digestivamente incorrectos según lo que sugiera el mercado – sea solo otro medio de enajenarles toda oportunidad de expresar un pensamiento ético que sea un pensamiento y que sea ético; otro medio de impedirles des-automatizar el discurso de los valores.

No creo que un arte consiga ser ético si no se niega a repetir dócilmente la letanía de valores “universales” que repiten a diario, con salmodiante fidelidad, los sacerdotes de la cultura y de la política. Seamos francos: la Cultura se parece cada vez más a una especie de dogmática secular (entre otras cosas, los operadores de sus milagros han conseguido imponerla, en las décadas, como una especie de derecho obligatorio: una forma de obediencia salvífica cuyos parecidos con los sistemas de las religiones tradicionales son demasiado evidente como para desglosarlos aquí).

Micro-ludio! La niña del Exorcista es blasfema y habitada por un demonio mentidero y desmoralizante: trabaja para la fábrica de las pesadillas y reparte mal rollo. La niña de San Ildefonso trina al cielo la edificante obviedad de los números que caga el bombo: trabaja para la Fábrica de los Sueños y reparte felicidad. Ambas son niñas explotadas.

Dentro de esta especie de gran empresa redentora, la danza ha asumido con peligroso entusiasmo, desde el inicio del siglo XX, un mandato vagamente místico. Tiene el triste record de ser, en la actualidad, la menos laica de todas los artes. Es imposible cuantificar el daño que este misticismo generalizado le ha hecho al discurso teórico: es suficiente considerar la extraña reticencia de todo el sector a aceptar que se hable de danza, con lucidez, desencanto y objetividad. Igual que la Madre Naturaleza y la Infancia, la Danza parece haberse convertido en una especie de “significante amo” que apaga los interruptores del significado, desenchufa la dialéctica y solo admite el discurso como ejercicio de un embobamiento extático (porque claro, ¿cómo puede, y sobre todo, cómo osa el discurso intentar desentrañar algo tan holístico y somático? Cómo pretende el intelecto violar el círculo místico de un universo que es todo sensación absoluta y vivencia directa? Entonces sigamos rezando, pues al parecer la danza no admite un empleo del lenguaje que no sea estrictamente “confesional”).

Tal vez las cosas cambien cuando la danza deje de verse como una religión; cuando abdique de esta misión, que tiene aceptadísima, de erogar verdades, repartir recetas somáticas de salvación y ser una especie de panacea para las enfermedades de la posmodernidad; cuando asuma la función mucho más humilde y poética de fomentar la duda, el escepticismo y una cierta conciencia de la relatividad de todo (danza incluida). Es muy oportuno desencantar de una vez el discurso y dejar de ver a la danza como la octava maravilla que acaba de un zarpazo con la problematicidad y la complejidad del mundo, porque el resultado es simplemente de restringir el área de acción de la danza a un territorio tan limitado como la área de acción a la que se ve reducido el lenguaje en la mala poesía: la de una poeticidad facilona, potencialmente ñoña, desprovista de toda malicia formal, intensa sin razón, y que se pretende significativa porque, en la extraordinaria banalidad de sus formulaciones, significa todo y nada.

Hay que esperar que los coreógrafos dejen atrás, con el paraíso, los paraísos colaterales y mundos de concordia de los que se alimenta al actual mecanismo de consenso que todos llaman Cultura; que desconfíen, en resumidas cuentas, de las mil trampas regresivas que hacen la delicia de la colectividad: que por ejemplo, sepan contrarrestar la nueva llamada a la desinhibición colectiva, al neo –misticismo, a las mandangas neo-comunitarias, al puerilismo generalizado, a la puta religión mundanal que nos acecha por todos los lados y a todos sus cultos seculares aliados. Por la simple razón de que, si realmente quieren resistirse al Fascismo como a la más antiestética de las deformaciones ideológicas, deberían considerar que todos estos fenómenos de regresión, desinhibición ecuménica y consenso somático – que fueron preludio de los fascismos que conocemos – ya huelen tremendamente a los indecibles fascismos que se nos deparan (y que ya están aquí).

Cabe esperar que los coreógrafos sepan, por otro lado, enfrentarse con astucia a ese otro inconfundible ejercicio de amoldamiento totalitario que es el optimismo tecnológico incondicional: que si de verdad las tecnologías juegan un papel creciente en las nuevas poéticas de la danza, el desafío es de reescribir la relación entre sujeto y tecnología no ya en los términos “taumatúrgicos” que dicta el mercado, sino en términos, como dice Paul Virilio, cabalmente “dramatúrgicos”: la tecnología no consiste en acudir a los medios técnicos que proporciona el presente según el uso que sugieren, sino en tejer un discurso sobre ellos (este es también el significado originario de la palabra tecno-logía). La creación en red sirve de poco si no es también discurso sobre la red. Convertir en tostadora un ordenador es más tecnológico que dejarnos usarlo (y dejarlo usarnos) según los protocolos sugeridos por su fabricante. Como hace con todo lo demás, el joven artista adulto logrará considerar, asumir y tergiversar regularmente los medios al uso por la chatarra potencial que constituyen: emergencias arqueológicas de una invisible decrepitud del presente.

Y, habiendo tenido que crear su propio magisterio, sabrá también que autodidacta de verdad es quien tuvo más maestros y los más severos. Porque callaban cuando se esperaba que dijeran algo. Y porque hubo que inventarlos para aprender de ellos.

Post-ludio:

Hacia el final de su viaje, el Andrej Rublev de Tarkovskij visita una aldea recién asolada por la peste. La iglesia del pueblo necesita una nueva campana. Tal vez su repiqueo – o eso creen los aldeanos supervivientes – sirva para solemnizar el fin de la epidemia que diezmó la comunidad. El problema es que el único fundidor de bronce que tuviera nociones de cómo fabricar una campana también ha muerto. Sin embargo su hijo, un adolescente bastante alocado, asegura conocer con lujo de detalle las técnicas de fundición y de fabricación del molde para la campana. Jura haber aprendido el oficio trabajando codo a codo con su padre antes de que éste falleciera. Se declara totalmente capacitado para la búsqueda de la materia prima, la construcción del horno, la fabricación del molde. Su entusiasmo es tan acuciante que, con la intercesión de Andrej, los habitantes del pueblo deciden concederle una oportunidad. El chico dirige las obras de fundición de la campana con la brusca autoridad de un maestro fundidor hecho y acabado, a sabiendas de que la imperfección más nimia en la ejecución comprometería sin remedio el sonido del artefacto. Una vez que el molde se ha enfriado, los varones del pueblo, dirigidos una vez más por el joven maestro, golpean durante largos minutos la cáscara de arcilla oscura, hasta vislumbrar los primeros reflejos del bronce solidificado. Acto seguido extraen la campana y la izan como pueden a la torre de la iglesia. Cuando por fin la repican, el sonido es de inigualable belleza. Andrej, él mismo un pintor de iconos en busca de motivaciones espirituales y existenciales para seguir pintando (porque el arte del icono es sumamente tradicionalista), quisiera felicitar al fundidor por la maestría demostrada y el buen éxito de toda la operación. Pero de pronto el chico ha desaparecido. Mientras el pueblo está de celebración, Rublev se aleja en busca del joven artista. Lo encuentra escondido en un campo, presa de un llanto convulso. Le pregunta por qué llora, si la campana es una obra maestra y si toda la comunidad está feliz y agradecida. El chico le contesta entre las lágrimas que en realidad su padre, ese cabrón, murió sin revelarle un solo secreto, un solo atajo, una sola norma de fundición. El adolescente se lo ha inventado todo; estaba muy cansado y se ha venido aquí a llorar a su padre por primera vez.