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‘Ninfeos’, por Roberto Fratini

‘Ninfeos’, por Roberto Fratini

“I noticed the sea, I noticed the music – I

Wanted to dance”.

(Allen Ginsberg)

El destino gasta bromas. Bronislava Nijinska dejó los Ballets Russes – donde hasta entonces se había desempeñado sólo como intérprete – en 1913. Y eso que acababa de vincular su reputación de bailarina a los exploîts coreográficos más míticos de la maison Diaghilev. La Gran Ninfa acosada en balde por el fauno de l’Après-midi d’un faune (Nijinsky, 1912) había sido ella; ella, también, la Elegida de la primera Consagración de la primavera nijinskiana (1913). Años después, de vuelta a los Ballets Russes, coreografió tres piezas breves (Les noces, 1921; Le Train Bleu y Les biches, 1924), que bastaron a consagrarla como la mayor coreógrafa de la primera mitad del siglo XX, pero no consiguieron afianzar su prestigio profesional en el marco de la compañía: Georges Balanchine venía pisando fuerte y, por admisión de la misma Nijinska, “ser sólo una mujer” no ayudó. Tampoco consiguió garantirle una atención teórica, crítica e historiográfica congruente el haber sabido en el campo gravitacional de los Ballets Russes a personalidades como Coco Chanel, Darius Milhaud, Pablo Picasso y Natalia Gontcharova xxx. De sus casi 70 títulos, tras el paso por Montecarlo, no quedaría casi rasgo. Las reflexiones y diarios de Nijinska no serían objeto del fetichismo editorial que saludó a las externaciones psicóticas de su fotogénico hermano Vaslav. Discreta por fuerza o por elección, Nijinska sigue siendo, a día de hoy, un enigma, una laguna del metalenguaje. Es asimismo un misterio que la historiografía del neoclasicismo (tan caudalosa, sobre todo en asuntos diaghilevianos y nijinskianos) hiciera prácticamente caso omiso de ella hasta 2022, cuando la primera monografía bien referenciada, Nijinska de Lynn Garafola, vino a hacerle justicia.

Silencio de la historia, incomprensible e imperdonable: después de todo Nijinska fue pionera en sacar las poéticas de los Ballets Russes del destino colorista en el que se había empantanado a raíz del panslavismo etnozoológico de la era Fokine, y del neoclasicismo pintoresco de la era Massine. Agente de una transición estilística que en los años de entreguerras se antojaba apremiante, plasmó una hipótesis precoz y fecunda de abstracción neoclásica: demostró que en el coacervo del folclore, tanto pretérito (la liturgia arcaica de Les Noces) como actual (el marivaudage deportivo y mundanal de Les biches o de Le Train Bleu) anidaba un imponente capital de formalismo; que el primer gesto mental y poético de emancipación es el análisis y la exposición de las abstracciones (rituales, sociales, sexuales), de las geometrías comportamentales que nos sumergen. En este aspecto, Nijinska fue irrepetiblemente feminista. Parcialmente negada y generalmente soslayada, su historia nos recuerda una vez más que la llamada danza moderna fue una morfogénesis femenina, y que sus laboratorios carnales y sacerdotales fueron casi sin excepción mujeres refractarias a la catalogación o auto-catalogación quienes, a raíz de esta complejidad, terminaron jugando roles de segundo y tercer plano en los menús de prioridades de los archivadores, o en el Hall of Fame de la vanguardia. Condenarlas al estatuto carismático, “nínfico” y mundanal de musas fue en muchos casos, para la razón histórica, una manera expeditiva de sortear analíticamente la singularidad que habían encarnado; evadir el desafío de los misterios impuros, que son por lo general los únicos realmente interesantes.

En el catálogo de Lara Barsacq, Fruit Tree (2021), dedicado a Nijinska y al legado sinfónico-coreográfico de Les noces, representa, la tercera etapa de un periplo amoroso (y a veces rabioso) por el coacervo de omisiones y entredichos que ofusca la historia sagrada de los Ballets Russes y, por extensión, la epopeya de la protomodernidad coreográfica: completan el ciclo Lost in Ballets Russes (2018), IDA don’t cry me love (2019) – el homenaje de Barsacq a Ida Rubinstein – y La Grande Nymphe (2023), que vuelve a conjurar la sombra de los Nijinsky (Bronislava y Vaslav) revisitando el mito coreo-musical de L’après-midi d’un faune de Debussy.

De reflexiones integradas sobre la Historia de la Danza y las maneras de contarlas; de la pérdida de inocencia del relato sobre danza; y de la pérdida de inocencia de la danza como relato está hecho mayoritariamente el expediente de la coreografía en lo que va de siglo XXI. Barsacq no ha inventado las instancias de reapropiación “muscular” de la historiografía, ni el imperativo de “sudar el discurso” (según una exitosa formulación de Aimar Pérez Galí); no es única ni genéticamente suyo el proyecto de encauzar el estrés historiográfico, y si acaso de atenuarlo, en síntesis y actualizaciones vivenciales de todo tipo. Tampoco ha inventado las misiones reivindicativas de la nueva historiografía encarnada y endógena: rescatar figuras olvidadas, integrar las desmemorias del cuento oficial, restablecer los hechos o buscar un fantástico punto de convergencia entre la verdad histórica y una idea de justicia más acompasada al ethos posmoderno; Barsacq no ha inventado el reenactment, la reapropiación, el revival, la resucitación de todo cuanto en algún momento fue creído – o fue declarado -, culturalmente muerto. Por mucho que los filones mencionados alimenten su poética (o precisamente por el hecho de constituir su background), no saben circunscribirla. No nos resignamos a encasillar Barsacq en uno cualquiera de los “frentes” en los que se ha desplegado, durante décadas, el conflicto por la propiedad intelectual del relato llamado Historia de la Danza: el frente de la restitución (presidiado por un batallón amoroso de filólogos armados hasta los dientes); el frente de la destitución (donde milita un nutrido comando de revisores beligerantes); el frente de la prostitución (que empeña la artillería pesada de los organizadores de revivals, promotores de mausoleos y obispos de la cultura espectáculo). Barsacq, outsider radical y “radicante”, lucha – si es que lucha – en un frondoso backstage de este teatro de operaciones y mercadillo de cadáveres: un paraje susurrante de resistencia y reticencia, donde ninguna maniobra militar se ha cargado aún el césped. Es indudable el parentesco entre su investigación y un sector de las poéticas muy dado a reeditar el cuerpo como archivo imperfecto, teatro convulsivo de sincronizaciones inopinadas, depositario de una promesa dancística de emancipación que la historia de los géneros (y la historia de género) se ha ingeniado por silenciar o subsumir (Jerôme Bel, Trajal Harrell, Vincent Dunoyer, Fabián Barba, Olivier Dubois, Ola Maciejewska, François Chaignaud, entre otros). Propiedad única e inefable de Barsacq y de las intérpretes que la acompañan, si acaso, es el estilo del recuento, la manera de habitar – y hacer habitable – el relato. Rescatar a título personal o gremial un capital intacto de verdades históricas es el último de sus móviles creativos.

Porque sólo se cuenta la historia de lo perdido, de lo borroso, de lo disperso: perderse, borrarse y dispersarse son condiciones necesarias de un talante humano por historiar que fluye indistintamente a través de las historias y de todo cuanto estemos dispuestos, en algún momento, a calificar de histórico. Tal vez la danza sea el lugar donde puede al menos vivirse una síntesis académicamente impensable de Historia e historias, de record objetivo y memoria subjetiva, porque vivirla es el mejor uso posible de la perplejidad, de la desorientacíón que genera; y, en fin de cuentas, la única manera honesta de contarla. La Historia de las poéticas es muy irrelevante ante la Poética de la historia. Escarbando un poco, veremos que no hay finalmente poética que no sea a su vez un reencuentro náufrago con la Historia. Apañamos una balsa con la insuficiencia de datos que llamamos vida, con el resto de información que llamamos memoria. En un arsenal tan generalmente deficitario, los documentos terminan funcionando más como talismanes que como armas.

Fuerte de esta fragilidad muy asumida, Lara Barsacq ocupa un lugar muy idiosincrásico, de perfil calculadamente bajo, en el variopinto expediente de las revisiones y relecturas de los Ballets Russes, como mito y como hecho. Por haber entendido, quizás, que la epopeya diaghileviana consistió a su vez en revivir el lenguaje histórico del ballet sometiéndolo a una operación tempestiva de mitopoiesis; o por haber intuido que, más en general, la historia de la danza no se opone a los mitos que la subrogan, sino que se realiza en esos mitos. Que por ende sólo podrás contarse otra historia, más justa, realizándola en mitos alternativos. Por su imponente legado de mistificaciones, los Ballets de Diaghilev (de los que nunca podrá decirse a ciencia cierta si constituyeron un acto de fomento o de resistencia a la modernidad) eran para Barsacq el mejor laboratorio de esta variante íntima de posverdad que es contar – y contarse – contando una principalmente consigo misma.

En apertura de su ciclo creativo reciente, Lost in Ballets Russes (2018), guiñaba explícitamente el ojo a la afamada Lost in Translation (2003) de Sophia Coppola: otra manera de supeditar el aproche historiográfico a un sistema abierto de reflejos y redundancias, donde era prácticamente imposible trazar líneas claras de demarcación entre traducción, tradición, transposición y simple transfer psicosemántico. Movida por el deseo de honrar la memoria de su padre recién fallecido con un solo ritual (casi un kaddish profano) Barsacq optó por trabajar a partir del archivo aleatorio del que disponía: una caja de souvenirs y reliquias familiares, muchas de las cuales alusivas a un lejano parentesco con Léon Bakst (quien había sido, con Nikolas Benois, uno de los escenógrafos clave de la edad heroica de los Ballets Russes). Un año después, el cartel publicitario de Ida Rubinstein que decoraba su dormitorio infantil, sería el punto de arranque de IDA don’t cry me love. Casi a pesar suyo, Barsacq ha aprodado a la reflexión meta-historiográfica zarpando de cosas y lugares irreduciblemente íntimos. O de eso que, con una expresión muy bonita, extensible al coacervo de vivencias, memorias y souvenirs materiales de sus intérpretes, describe como “patrimoine personnel”: un conjunto calculadamente espurio de posos de existencia que no aspiran ni a los honores del monumento ni a la honradez del documento; el lugar menos legítimo, y a la vez el único realmente necesario, desde el que empezar una deriva por lo inexplorado de la historia.

La memoria personal y familiar es un zarzal: sus rizomas desafían en todo momento la rectitud catedralicia del así llamado “árbol genealógico”. Tanto es así que la terapia de la Gestalt no ha encontrado mejor manera de reorganizarla e integrarla que desplegándola en constelaciones familiares, engramas y otras heráldicas identitarias; que amoldar en suma el abismo del tiempo a un horizonte de espacio, repartiéndolo por la piel del presente. Cuando Barsacq habla de su relación gestual con la historia como de una “friction d’époques”, alude precisamente a este gesto de recolecta y redistribución sensible, constelación del archivo: la concocción, el frote y la convulsión de tiempos muy contradictorios en un espacio de cuerpo y en el conjunto de los espacios-cuerpos, extrañamente domésticos, que a su vez lo envuelven. Sus viajes autochamánicos por los derroteros de lo pretérito son siempre, asimismo, docuficciones: exponen, desplegados y transfigurados, todos los documentos, objetivos y subjetivos, de los que, mientras se apegaba a ellos, tuvo que despegarse para que despegara su imaginario. Y para danzar la constatación.

Así pues el archivo poético, el bric-à-brac material y fantasmal de las imágenes de archivo y de los fetiches de memoria, casi siempre configuran, en el trabajo de esta creadora singular, una especie de instalación. Sus piezas son, si se quiere, la crónica en tiempo real de una manera singular o compartida de habitar como un espacio doméstico, desenfadado y lleno de “recordatorios”, el tiempo laberíntico, los recovecos dispersos de la memoria. Revelan, de paso, algo esencial sobre e mandato cultural de la instalación en la última linde de la historia de los formatos: plasmar un paradigma ambivalente y neo-placental de contención y de desorientación, porque nos contiene (y a veces nos sumerge) sin dirigir nuestra mirada (Boris Groys, Peter Sloterdjik); que nos protege, incluso nos mece, en una especie de ignorancia expectante, que es la forma genuina de los saberes vivos.

Contar la historia es menos un acto de restitución que de rendición: rendición a la inmensa e inescrutable selectividad del olvido; y a su enrabiada capacidad de afloración y floración. No es un secreto que, en los avatares de la coreografía reciente, los archivos estén de enhorabuena. Sin embargo ha sido difícil, para los archivadores y appraisers de nuevo cuño, emanciparse del aura pseudodocumental que, como un carisma de cajón, acompaña desde siempre el trabajo de archivación; y casi inimaginable renunciar al estrés raso de “catalogar”, revocar la actitud “laboral” que al trabajo de archivo asigna tradicionalmente los créditos de una moralidad más elevada. Barsacq es bastante ajena a estos purgatorios. En su trabajo, el archivo se presenta primariamente como lugar de poso y fermentación. Incluso de re-poso. Lugar, si se quiere, de júbilo y jubilación de los signos, donde la maniobra de rescate del documento es eminentemente intuitiva, y en ocasiones hilarante, atrevidamente subjetiva. El archivo se hace fragrante y flagrante como una forma de autobiografía desplazada. Y se remite a una genealogía del historiar cuyas raíces pueden rastrearse en la praxis de Olga De Soto (histoire(s) 2004; Débords/réfléxions sur La Table Verte, 2012), y en el discurso de investigadoras atípicas como Isabel de Naverán. Llevados a la intimidad, los archivos “florecen”, en todos los sentidos del francés fleurir, que describe tanto la eclosión como el marchitamiento. Florecen como las cosas que el tiempo y las condiciones atmosféricas cubren de los arabescos impredecibles de la mugre: los lienzos inhumados de Hantaï, el Land Art de David Nash, los cultivos bacterianos de Marcel·lí Antúnez. Alrededor de los detritus de historia e historias se devanan redes sensuales, inasibles y gestuales de expansión, invariablemente fabulosas, donde la historia vuelve a actualizarse, a gesticularse y a cultivarse como mito – o como el “destino fabuloso” barruntado en el título del gran proyecto de Barsacq y del OPRL (Orchestre Philarmonique Royal) para el Théâtre de Liège en 2024, Le fabuleux destin des Ballets Russes.

La memoria se pasea como un jardín abandonado: un lugar desordenado, fecundo en incorregibles trastornos del diseño y proliferaciones indeseadas, hijas casi siempre de una vitalidad sorda a cualquier planificación. Apostar por esta metáfora de crecimiento ha empujado toda una rama del ecofeminismo a emprender una especie de batalla ideológica contra la tradición del paisajismo occidental. A su vez ecofeminista es la actitud radicante o proliferante de Barsacq y de sus intérpretes a la hora de organizar o descompaginar el relato, subvirtiendo la compacidad de signo, la univocidad y los trayectos “de sentido único” de la historia contada por los hombres; ecofeminista la capacidad de amoldar el ejercicio de memorar a las formas habitables de una especie de locus amoenus, inculto y lujuriante, donde los recuerdos, incluso los traumas, rompen como nunca las cadenas de la cronología al uso. Si me atrevo a describirlo como un enclave edénico es porque del relato del Génesis al Paraíso Terrenal de Dante, de la Arcadia antigua a la neoarcadia nijinskiana, los lugares amenos y sin tiempo, los jardins de nulle part, han respondido fielmente, en la mentalidad occidental, a una nostalgia mítica de dispersiones, de multidireccionalidades, de suspenso feliz de la razón histórica y de la lógica causal. Todos ellos han sido, sin excepciones, lugares nínficos. Y si hay que dar crédito a Barsacq de una revisión feminista y dialéctica de la razón nínfica es porque la Ninfa, pese a emanar tan claramente de una estructura de deseo masculina, ha encarnado, en

todas las reediciones y renacimientos – de Boccaccio a la pintura preraffaelita – la sospecha de una vitalidad sin nombre, incomprensible e indomable, que mueve (y que huye) de aquel enclaustramiento cultural de la naturaleza que nuestra tradición figurativa llamó paisaje; ha personificado, en suma, la energía subliminal de Eros, el desenfoque que desbarata la figuración y, en última instancia, el enigma preservado de la sexualidad femenina. “No One Knows You but the Rain and the Air”, como dice la canción de Nick Drake que las protagonistas de Fruit Tree cantan a cappella.

Paradigma de una nonchalance, de un transformismo desestresado, la Ninfa vale como metáfora de la mayor seducción del estilo compositivo de Barsacq: sus piezas parecen randonnés maliciosas y sororales de improvisadoras que se conocen muy íntimamente, reunidas en dimensiones extraoficiales o semiprivadas para hacer música, jugar, contarse historias, recordar o inventar otra Historia, mientras fuera hace estragos la catástrofe con su cosecha estadística. Como las alegres brigadas que se mueven en los márgenes verdeantes de ciertos Triunfos de la Muerte, o en las cenefas narrativas de Boccaccio (autor, no es casual, de un memorable Ninfale Fiesolano). Sólo pueden comparárseles, en nuestro radio de atención, colectivos desenfadados de guerrilleras como Iniciativa Sexual Femenina o Las Huecas.

Desván, jardín, descampado – o Ninfeo, como solía llamarse el lugar húmedo del reposo, de la reflexión. En este retiro armado de poesía, Barsacq estrecha un pacto mágico y gestual con todo lo inmanente: un deje de magia y necromancia, de liturgia empírica y apego al mejunje, a la mezcla, al hechizo, al bricolaje asilvestrado. Todo el espacio dejado libre por la conmemoración y sus relatos, se llena de las maniobras (y de los tejemanejes manuales, texturales, posturales) de la evocación y de la invocación: un endorcismo documentado, íntimo, lleno de autoironía. Van en esta dirección, de una nonchalance mágica, los largos rituales a base de trenzas, inspirado en el primer cuadro del ballet de Nijinska, que ocupan toda una sección de Fruit Tree. O sus incursiones despreocupadas en el arquetipo coreográfico de la farandole, danza histórica que renace como spiral dance, baile coreo-cósmico. Es como si el ecofeminismo de Donna Haraway se acomodara suavemente, o se ajardinara, en los claros teóricos del neopaganismo propulsado por pensadoras como Miriam Simos alias Starhawk. De una forma posibilista, heurística, irresistiblemente lúdica.

Cuando samplean y remezclan los fragmentos de memoria gestual de Nijinska coreógrafa en Fruit Tree, y de Nijinska intérprete en La Grande Nymphe, Barsacq y Capaccioli no son nunca demostrativas o didácticas: pocas veces lo documental ha sido tan sensual. Puede que a este giro de sensibilidad no sea ajeno el referente: invocando las protagonistas de las années folles, Barsacq sabe bien que participan a vario título, pero sin excepciones, del clima eminentemente gráfico y ornamental de las artes de comienzos del siglo. Acaparradas por el diseño y los artificios litográficos del modernismo, las pioneras supieron sustancialmente todas acompasarse a la vocación decorativa, magníficamente superficial de un momento de la danza moderna totalmente ajeno a la austeridad y a la ceremoniosidad que la historia posterior pretendió atribuirle. Maurice Ravel lo había intuido: cuando optó por aceptar el encargo de Ida Rubinstein ofreciéndole en 1928 una partitura de máxima audiencia como Boléro, apuntaba precisamente a una síntesis hasta entonces impensable de vulgaridad, superficialidad y sublimidad; un trenzado inextricable de nonchalance compositiva y luxuriance formal. De un firme apego a la superficie puede desprenderse una flexuosidad incontenible. Puede incluso que esta flexuosidad sea una forma particularmente espontánea y acertada de actualización, de sincronización. La Grecia fin de siècle evocada por Isadora Duncan y Nijinsky, no podía sino hacerse presente en la astuta nonchalance gráfica, en el desmán seductor de la ninfa y de los mil avatares nínficos que se agolparon en el metaverso de la ilustración de danza entre dos conflictos mundiales. El esfuerzo de Nijinsky por replicar gestualmente la bidimensionalidad de su fuente iconográfica (la misma pintura vascular griega que había inflamado los apetitos formales de Duncan) era, ya en sí, la expresión de un fantasma de actualización, de pro-cesación del pasado, radicalmente alternativo a esas dinámicas de retro-cesión (y de cesación a secas) que habían caracterizado hasta entonces los modales del clasicismo: si el procedimiento historiográfico es por lo general aplanar su objeto en el pasado, desingularizándolo, los hechos, la danza moderna se vio asistida desde el inicio por un historicismo de signo contrario: a riesgo de codearse con el kitsch, asumió la tarea de conjurar el pasado, de llamarlo a la avant-scène encarnada y encarnizada del presente. Era casi necesario que su evocación de Grecia resultara fatalmente superficial. Muy recientemente, en Las Bacantes (2018) de Marlene Monteiro, ha ocurrido lo mismo: la tragedia ha vuelto a ser catártica colapsando entera en un espacio-pantalla, jugando a ser camp. Por efecto de su hundimiento en la superficie del presente, en el cuerpo de la inmanencia, lo arcaico desprende todo su poder torsional, todo su potencial de flexión, versión, tergiversación. ¿No apuntaban precisamente a este efecto de superfetación dinámica esas artes gráficas que, a comienzos del siglo XX, de Matisse al mismísimo Léon Bakst, se esforzaron por figurar la danza sometiendo su imagen o retrato documental a una “danza del signo” desenfrenada, desacomplejadamente ornamental? ¿No apunta todo el tiempo Barsacq a hilar los abismos lineales de la superficie; a bordar en la materia del presente la huida ligera de los cuerpos pretéritos? ¿Y no será, esta huida en lo pretérito, la única verdadera danza de los cuerpos presentes?

Las grandes olvidadas son quienes de alguna manera, como las ninfas del mito, se han escapado de la sentencia en firme, del retrato de familia de la historia cultural, llevándose consigo un ajuar generalmente pobre y robado de enigmas por formular y respuestas por revocar. A veces vuelven. Y no están nunca solas.

Roberto Fratini

OLGA PERICET presenta en el Mercat de les Flors ‘La Leona‘ (18 y 19 de enero de 2024) y ‘La Materia‘ (20 y 21 de enero)

BIBLIOGRAFÍA:

Giorgio AGAMBEN (2003), Ninfas, Valencia: Pre-textos.

Lynn GARAFOLA (2022), La Nijinska. Choreographer of the Modern, Oxford University Press.

Donna HARAWAY (2023), Visiones primates: género, raza y naturaleza en la ciencia moderna, Buenos Aires: HEKHT.

Bronislava NIJINSKA (ed. Irina NIJINSKA) (1992), Early Memoirs, Duke University Press.

STARHAWK (Miriam SIMOS) (2012), La danza en espiral, Barcelona: Obelisco.

LINKS VIDEO:

(integral Bronislava Nijinska, Le noces – vers. Royal Ballet)
(Extracto Bronislava Nijinska, Le train bleu – vers. Opéra de Paris)
(Integral Vaslav Nijinsky, L’après-midi d’un faune – vers. Opéra de Paris)

Integral Olga De Soto, histoire(s), 2004

Links de interés:

https://es.scribd.com/document/267464585/Boris-Groys-Las-Politicas-de-La-Instalacion (PDF online, Boris Groya, Las políticas de la instalación)