«Si conoce este capítulo, el difunto avanzará en el día
y su alma no será prisionera»
(Libro egipcio de los muertos)
Hay creadores que se mueven casi exclusivamente entre extremos, de lo íntimo a lo multitudinario; del minimalismo al maximalismo; de la anecdótica del solo a la épica de las masas. Olivier Dubois es un ejemplo paradigmático de esta bipolaridad poética. Es indudablemente un coreógrafo de grandes números y medios monumentales (es suficiente recordar los 120 amateurs de Envers et face à tous, 2011; los 40 espontáneos de Mémoires d’un seigneur, 2015; los 300 bailarines de 1000 et une danse, 2017; los mil estudiantes de Origami, 2013;). Pero la grandilocuencia casi orgiástica de los exploits coreúticos que se le atribuyen – huddles carnosos, marchas oceánicas, barricadas de cuerpos – parece sólo alimentar su necesidad de acurrucarse con cierta regularidad en los espacios domésticos, privados y casi confesionales de una soledad muy desenfadada, invariablemente lúdica, y a veces trágica. El dionisismo drástico de Tragédie (2012), la coreografía que lo consagró definitivamente en el santuario de Aviñón, está en las antípodas del clima de shallow play jocoso, contrario a cualquier solemnidad, de Pour sortir au jour – My Body of Coming Forth by Day (2018) y de otros soliloquios que han puntualmente constelado su trayectoria (Pour tout l’or du monde, 2006; Rouge, 2011), como recordatorios de que, antes de convertirse en un miembro del canon coreográfico actual, fue uno de los intérpretes más apreciados de su generación, con un expediente profesional es poco menos que estelar (de Angelin Preljocalj a Jan Fabre a Sasha Waltz). Existe sin embargo una coherencia fulgurante entre formatos tan antitéticos.
El espacio íntimo del solo es, para Dubois, un confesional (o un vestidor) de memoria poética: locus solus de un fabuloso ajuste de cuentas entre la historia personal y la Historia del lenguaje. En este aspecto, Dubois se pone en la senda de quienes (Jerôme Bel, Xavier Le Roy, Dominique Boivin, entre otros) ha insistido en devolver al intérprete y a su cuerpo-archivo las competencias de la narración histórica; o de quienes (Roberto Castello, Boris Sharmatz) han vislumbrado las opciones poéticas de un museo viviente del gesto. La peculiaridad de Dubois, que sigue pensando su danza a solas como el coreógrafo que irremediablemente es, será si acaso recordarnos en todo momento que la relación entre el coreógrafo y la danza se sostiene por el deseo, y que el deseo funciona por incorporaciones imperfectas, reproducciones veleidosas, retrasos, imprecisiones; que hay una extraña timidez, cercana del descaro, en la autoridad de autocoreografiarse, incluso de rememorarse; o que si la memoria del intérprete todoterreno apela invariablemente a reivindicaciones de orden colectivo, clamando contra la subalternidad genérica de «ser intérpretes», el coreógrafo», el coreógrafo, incluso (o sobre todo) cuando considera su pasado carnal e inmanente de intérprete, cuando se recuerda a sí mismo «destendido» en la danza como un animal en la hierba, y no como un coreógrafo observando un paisaje de cuerpos, está tocado por el anhelo. Medirá en todo momento como una especie de abyección el parentesco entre memoria y soledad. Si el punto de fuga de las perspectivas políticas del intérprete emancipado es la eventualidad de no danzar, el punto de fuga de la perspectiva existencial del coreógrafo será siempre el deseo fabuloso o nostálgico de hacerlo: no pudiendo danzar por los bailarines que danzan para él, avenirse en muchos sentidos a danzar en su casa, o a danzar en el lugar de sí – o danzar en su propio lugar. La «pasión de ser otro» le remite fatal e invariablemente a su cuerpo. El archivo resultante, caótico y aleatorio, recordará más un almacén de objetos perdidos que un registro estratigráfico o un museo de vivencias somáticas: más que dentro del cuerpo, la danza estará siempre en sus extrarradios, inasible materia de un anhelo permanente de incorporación, que es deseo de incorporar la danza y su historia al cuerpo, o deseo reluctante de incorporarse carnalmente, y no tan sólo nominalmente, a la historia de la danza. Como si no le bastara con ser un nombre de autor que sobrevive históricamente, y le enamorara la paradoja de ser un cuerpo que cruza por la eternidad. Perteneciendo a una historia que no termina de pertenecerle (y que si acaso pesa sobre sus hombros como una carga, como un lastre), no podrá más que barajar las formas soñadas de su relación con aquella historia en los términos de una «impertinencia» literal , con la ironía de «no pertenecer», y de no querer pertenecerse si pertenecerse significa morir. Si el cuerpo es, como dicen, repertorio, los mecanismos que permiten desenterrar los fragmentos de ese cuerpo repertorial ni siquiera pertenecerán al sujeto que los contiene.
En Pour sortir au jour, son los espectadores mismos quienes rescatan de manera aleatoria algunas de las 60 coreografías escondidas en la carne del coreógrafo. Dubois considera la interpretación como una especie de sacrificio, un modo de «ausentarse en el acto», y describe como instant patrimonial (instante patrimonial) el momento gestual que sigla la inscripción de la obra en un patrimonio inmaterial, y la eclipse del cuerpo que protagoniza ese momento. Volver a hacer disponible la memoria fragmentada de estos actos de desaparición, de eclipse de la subjetividad, es efectivamente, en palabras suyas, «abrir las puertas del repertorio sin pertenecer a la historia». El resultado es una especie de disección que, incluso en las formas desenfadadas adoptadas por Dubois en My body of coming forth by day, interpela menos la historia que la eternidad. Puede recordar la costumbre egipcia de guardar por separado, en vasos canopos, las partes más significativas de los tejidos blandos, en la frenética convicción de que solo una carne preservada pueda revivir en el más allá. Despedazada, forrada, confitada, editada, eternizada, la momia del faraón es, después de todo, una monstruosa obra maestra. No por nada Dubois se ha inspirado, para Pour sortir au jour, en el Libro egipcio de los muertos.
Siempre habrá algo de cómico y desesperado en la soledad de un cuerpo acostumbrado a proyectarse en una multitud, una plétora de cuerpos ajenos. O que ningún cuerpo es más excluido que el cuerpo encargado de encarnar, dominándolo, un cuerpo colectivo. Si algo comparten la víctima y el tirano, es una dolencia que los politólogos llaman «estado de excepción». «Excepción» literal, de paso, es la situación en la que se halla cada parte del cuerpo de la momia durante el proceso de embalsamación (ex-cipere: extraer y contener). Excepción es el estatuto del bandido, de la víctima, del prófugo, del poseso, de la vida desnuda, de la carne desreglada y anómica, del poder absoluto y de la absoluta abyección. Quizá una noción tan poliédrica ayude a entender algunas de las obsesiones poéticas de Olivier Dubois. Por ejemplo su largo flirteo con la Consagración de la Primavera, la partitura que ha brindado a todo un siglo de danza moderna el mayor exemplum dialéctico de una negociación virulenta entre la danza del individuo como patrimonio pulsional, y la Danza de todos como patrimonio memorial, recogiendo en un solo cuerpo privilegio y marginación, elección y proscripción, santidad y culpa. Resulta extraño que un creador acostumbrado a manejar con tanto oficio los climas orgiásticos y ritualistas, las escaladas timóticas y efervescencia del cuerpo colectivo, se haya siempre negado a firmar Consagración de carácter coral; que decidiera si acaso vincularse a la Consagración y a su legado seminal en los términos de un «crédito permanente»; como si se atribuyera una deuda tan incalculable con el «complejo coreo-cultural» del Sacre strawinskiano que la única manera de extinguirla fuera pagarla en plazos discretos, acercamientos minimalistas e incursiones solitarias, que vienen a ser los episodios (dos hasta la fecha, y contando) del proyecto Sacre #.
La Consagración sigue siendo a día de hoy la exposición más elocuente de un punto crítico (del el point pli, diría Deleuze), en el que la utopía ritual puede precipitar en delirio político; en el que los procesos comunitarios pueden volcarse en comportamientos totalitarios y escaladas victimarias. Atestigua, desde 1913, de un incontenible apego de la modernidad al carisma primitivo del «fenómeno originario», o Urphänomen: una pasión a veces terrible por la inicialidad de todos los inicios. Haciéndose un intérprete excepcional de esta pasión poética por la noción de inicio, surgimiento, insurgencia, Dubois ha hilvanado en todas las piezas mayores, de la ya mencionada Tragédie a Auguri (2016) una especie de morfología dinámica de la insurrección, una danza telúrica del levantamiento: sublevaciones de la carne, sublevaciones de la vida orgánica, sublevaciones de los colectivos oprimidos. De una forma muy paradójica, esta pasión política es la que termina arrojando sobre la poética de Dubois una sospecha de visceralidad, y en última instancia de impresionismo ideológico. Interesado más en el carácter incoativo, en las virtudes de arrebato del conato revolucionario, Dubois no retrata programas de emancipación, sino diagramas de sublevación: una comunidad desnuda, explosiva, pulsional, erótica, irracional. No relata la revolución como el conjunto de transformaciones irreversibles que históricamente ha sido, sino como el literal revolverse sobre sí mismo de un instinto casi prehistórico de expansión de lo humano: los ciclos de combustión que gestan, para bien o para mal, los paroxismos, las escaladas y resacas, las implicaciones y los despliegues del cuerpo colectivo. El comportamiento dinámico de ese cuerpo, en el trabajo coreográfico de Dubois, conforma un conjunto casi meteorológico de formas primarias, de Urphänomene coreografici: condensaciones, aglutinaciones, colapsos, dispersiones, alineaciones, circulaciones. Por la misma razón, le obsesiona el formato de la marcha: el primer estadio, el epos inicial de cualquier gesto compartido de movilización; la locomoción marcial; incluso el exceso, el frenesí de la vida nocturna. Puede pensarse en el vaivén obsesivo de los primeros minutos de Tragédie; en la marcha circular del pelotón de mujeres de Révolution, alrededor del un palo de pole-dance y al son de los redobles de tambores del Boléro, reiniciados todo el tiempo; en la «marcha sobre París» de los faunos de Faune(s) (2009), vestidos del mono color naranja de los presos de Guantánamo.
La verdad es que, en una época de descompresión, desmoralización y domesticación institucional de la protesta, Dubois parece preferir los formatos festivos o sacrificiales de la revulsión o convulsión de los gestos menos por el programa político que puedan defender, que por el «puro inicio de algo» que puedan sugerir. Menos por el poder, diría Georges Didi-Huberman, que por la potencia de esos gestos. Menos por programas, que por diagramas. Los desnudos intrincados del final de Tragédie (casi una fosa común, una carnicería al estilo de Sasha Waltz) son tan belicosos y tan derrotados como la hueste rítmica de Révolution. Más afín a las paradojas sin salida de lo trágico que a las proyecciones consecuentes de la política, Dubois dedicó precisamente a la tragedia la más carnalmente explícita de sus coreografías en materia de descripción dinámica del cuerpo colectivo. El diagrama de lo trágico es irremediablemente circular: si por un lado viene a decirnos que en el cuerpo se desdibuja cualquier frontera entre la razón política y la sinrazón carnal, por el otro nos recuerda que la vida misma es un falso movimiento, expuesto a la catastrófica convergencia de inicio y fin; que nuestro cuerpo mortal (lo había dicho con otros medios el Castellucci de Tragedia Endogonidia, xxx) es la tragedia orgánica anterior a cualquier trama, a cualquier sinopsis. Y que el cuerpo que danza representa fatalmente esta pérdida de los rasgos distintivos (una pérdida de rostro) a los que confiamos nuestra ilusión de ser irrepetibles y de tener una historia. «L’interprète dévisagé» («el intérprete escrutado» o, según un juego de palabras intraducible, «privado de rostro») fue título de la exposición que el CND dedicó a Dubois en 2009.
La revolución es una máscara de Eros: como el amor, encierra en la catastrófica pureza del inicio todas sus ilusiones de una historia posible. Esta pura potencia de revolución es como la interminable aproximación de labios de Sacre #1 – Prêt -à-baiser (2013), el beso más estirado de la historia de la danza, que tarda en producirse todo el tiempo de la partitura de Strawinsky. Por eso mismo, la verdadera revolución es una ilusión; o un trampantojo, según la enigmática definición de la trilogía que reúne Révolution, Rouge y Tragédie – Étude critique pour un trompe l’oeil -. Si la lejanía del horizonte es al primer plano lo que el futuro a la percepción presente, el trampantojo es la metáfora del engaño perspectivo y prospectivo: la ilusión movilizadora de un horizonte abierto ahí donde sólo hay barrera, dibujo y muro. Lo imposible que mueve lo real a ponerse en marcha para remitirlo, trágicamente, a una desencantada experiencia de sí. El trampantojo es también una convención del ornamento de interiores. Es como si Dubois reivindicara el derecho, una vez más, a observar el ensueño de la emancipación desde lugares radicalmente íntimos, privados, en muchos casos privativos: demasiado pulsionales (incluso demasiado sexuados) como para volverse programáticos; demasiado gestuales como para volverse acciones. Y sumamente ambivalentes: los levantamiento, al fin y al cabo, engendran indistintamente lo mejor y lo peor. La revuelta como ataque al poder puede amortiguarse o designificarse en su éxito, que no deja de ser conquista de un nuevo poder, encauzamiento dictatorial de la sublevación. Celebrar su aurora energética es una manera de no lidiar con los crepúsculos (totalitarios, autoritarios, neo-conformistas) que a menudo depara.
El segundo episodio de la trilogía, Rouge (2011), es un solo inesperado del propio Dubois, en el que la energía disruptiva del sujeto revolucionario se asemejaba sin más a un grito primitivo, un grammelot inarticulado, o a la insurgencia de una masculinidad elemental por sobre las convulsiones de un cuerpo que, al inicio del mismo solo, se presentaba con rasgos abiertamente femeninos: la crítica sensible a las cuestiones de género no supo literalmente si tomárselo como un alegato queer o como un lapsus machista; un politólogo no sabría, literalmente, si interpretarlo como una oda a la sublevación del cuerpo obrero o al levantamiento fálico del cuerpo dictatorial. Dubois conoce y expone con insuperable elocuencia esta ambigüedad, que contempla por un lado el erotismo como arma emancipadora y por el otro el poder absoluto como condensación fetichista de un rabioso, pasmoso eros colectivo. Es probablemente el mayor legado de Jan Fabre en la poética del francés. Asimismo, el contrapunto poético a la marcha en circulo hipnótica y guerrillera de Révolution es la transpirante manada de hombres que, en Mémoires d’un seigneur (2015), encumbra como una borrasca el cuerpo del héroe, del adalid, del rey, del dictador y, finalmente, de la víctima. Corazones de las tinieblas. Dulzura y precariedad de la tiranía, para decirlo con palabras de nuestro Pere Faura. Que el solitario e insolidario eros de la tiranía se haya convertido en uno de los temas dominantes de las poéticas millennial (Caterina Sagna, Robyn Orlin, Pere Faura, Guido Sarli,) confirma al menos tres sospechas: que el expediente carismático de la subjetividad occidental se halla en horas muy bajas; que «el coronel no tiene quien le escriba» (aunque muchos le den un like); que nuestra democracia es cada vez más un fenómeno nominal, un efecto especial, una fake news consensuada.
Siempre hay al acecho Boléros y subidones: un cuerpo glorioso y colectivo que se crece en la música, un multitudinario yo irradiado por el deseo. Siempre hay falos subiéndose a la mesa roja de una taberna muy concurrida.
Innegablemente, Dubois trabaja con la artillería pesada del desnudo, de los grandes números y de bandas sonoras extraordinariamente resultona. Es posible que parte de su éxito extraordinario se deba al clima de hartazgo producido por el auge de las poéticas prudenciales y de los minimalismos que han marcado toda la historia reciente de la coreografía francesa; en esto, Dubois comparte el turnover pulsional de otros coreógrafos que procedían de esas poéticas (el atípico Christian Rizzo de D’après une histoire vraie, o el atípico Boris Sharmatz de 10.000 gestes); o la pasión por una idea enérgica de danza, una semiosis arrasadora, que también ha dejado marcas en las poéticas (de Daniel Léveillé a Dave StPierre, de Hofesh Schechter a La Horde, de Sharon Fridman a Jesús Rubio Gamo). Pero ser maximalista y elemental en sentido propio – por considerar el carisma de la carne que danza como una especie de «quinto elemento», es al mismo tiempo su principal logro, y su mejor marca de identidad.
Roberto Fratini
OLIVIER DUBOIS presenta ‘My body of coming forth by day’ del 19 al 21 de març al Mercat de les Flors
Bibliografía:
Nelly COSTECALDE, Du mouvement à la danse. Une histoire d’amour avec la Terre, BOD, 2020.
Georges DIDI-HUBERMAN, Desear Desobedecer. Lo que nos levanta, Vol. 1, Madrid: Abada, 2020.
Albert LAURENT (versión poética), El Libro egipcio de los muertos, Montcada i Reixac: Brontes, 2019.
Gabriel GARCÍA MÁRQUEZ, El coronel no tiene quien le escriba, Buenos Aires: Editorial Sudamericana, 1976.
Links vídeo:
(Extracto Pour tout l’or du monde, 2006)
(Philippe jamet, Documental: Des mots de minuit: Olivier Dubois: portrait dansé, 2016)
(Extracto, Révolution, 2010)
(Extracto Rouge, 2012)
https://www.numeridanse.tv/videotheque-danse/tragedie
(Extracto Tragédie, 2014)
(teaser Tragédie, 2014)