«I wanted to get away, never come back, disappear,
melt away into the forest, the clouds,
no longer have memories, forget, forget»
(Agotha Kristof)
Hocus Pocus es una fórmula mágica, como Sim Sala Bim, Abracadabra, Alakazam, Salacabula, y otras. Hay variantes más antiguas y rebuscadas del mismo hechizo: Hocus Pocus tontus tabantus vade celeriter jubeo, por ejemplo. Prestidigitadores y magos de cine suelen proferir este y otros estrafalarios clusters de sílabas en el preciso instante del sortilegio. La finalidad es convencernos (o convencernos a fingir que nos han convencido) de que el sortilegio, el encanto, la transformación no son trucos, sino magia de la buena. Por regla, las fórmulas no pueden leerse en silencio: es de rigor recitarlas en voz alta y con punto de exclamación, masticando bien los fonemas. Las hay que son verdaderos trabalenguas: espejismos, escardillos silábicos, sobrinos idiomáticos, si se quiere, de esas nanas que logran con trucos fonéticos más sosegados el milagro de mecer y adormecer bebés. Quizá los brujos y chamanes de antaño no fueran más que hipnotistas de las cosas. O encantadores de las causas. De este talante por poner la materia a soñar consigo misma sólo queda, en los actuales magos de profesión, la capacidad no indiferente de anestesiar nuestros prejuicios sobre el mundo material.
Las palabras que conforman hechizos no suelen tener ningún sentido. Se ha insinuado, en algún momento, que Hocus Bochus fuera un mago ilustre del extremo norte, y que se encontrara la manera de invocarlo como mentor de nuevos encantamientos. Es plausible, en realidad, que el mago se inventara para justificar a posteriori la fórmula; para que en suma Hocus Pocus, como todos los fenómenos verbales de su clase, fingiese remitir a una lengua secreta, aliena, antigua. Así la oscuridad de los conjuros evoca las tinieblas de un tiempo mítico e infinitamente pretérito, en el que las cosas aún tenían voz, las palabras aún eran cosas, y aún se podía cantarle al mundo para transformarlo.
Por eso se aconseja ser meticulosos en la pronunciación, y seguir debidamente los palabros del encantamiento en un libro de magia, un grimorio: los hechizos son gestos de voz y cuerpos de sonido. Si fueran palabras comunes, de la lengua del día a día, nos fijaríamos de entrada en su sentido común. Siendo palabras descomunales, seducen y embaucan con su cuerpo, su ritmo, con el gesto amplio de sus vocales, con los pliegues de sus consonantes: con su meneo, más misterioso y prometedor que cualquier diccionario.
El idioma de la magia es el más gesticulante de todos: desgranar sus lemas brumosos, el hechicero consigue que revoloteen frente a nosotros como criaturas de sonido, llenándonos de danza los oídos; cautivando nuestra atención justo el tiempo de los manejos necesarios para que el truco funcione. Las sílabas de la fórmula son el correlativo acústico de los intrigantes aspavientos que el prestidigitador ejecuta recitándolas: seguimos fascinados las espirales que la mano o la varilla traza en el aire, mientras la otra mano, en la que no nos fijamos, hace la parte sucia del trabajo – la mecánica escondida tras el pathos del número de magia -. El profesional no escatima medios, gestuales y sonoros, con tal de predisponernos a no ver venir las cosas, a no verlas irse: a verlas simplemente aparecer y esfumarse.
La cosa llamada poesía hace un número parecido con la lengua y el vocabulario al uso: redescubre el cuerpo de ritmo, color y movimiento de las palabras existentes; evoca los fantasmas de significado que anidan en los sótanos y desvanes de la gramática. Los poetas son magos de segunda generación: pergeñan trucos de toda clase para conseguir que las palabras salgan vivas y coleando del mausoleo idiomático. Más melancólicos que los magos de antaño, ya no creen que vayan a transformar la realidad material – confían, si acaso, en que el lenguaje sea de por sí lo suficientemente inmaterial y ligero como para transformarse, gesticular, soñar a su manera. Su grimorio es la retórica. La danza es en muchos aspectos la poesía (quizá la magia) de los gestos. No hay acto lingüístico más deseosamente gestual que la magia – no hay gesto más deseosamente lingüístico que la danza. Ambas aspiraciones fracasan con una floritura.
Todas las artes mencionadas – magia, danza, poesía – trabajan con medios pobres: el chamán con mejunjes repugnantes, la poesía con un sucinto ajuar de palabras, la danza con la indigencia de un cuerpo que solo se tiene a sí mismo, teniendo cerca, si acaso, otros cuerpos igual de pobres. Si en muchos aspectos el arte pobre, la literatura pobre, el teatro pobre – y sustancialmente toda la performance -, guardan un parentesco insospechado con el pensamiento mágico, es porque la magia (que los gana en antigüedad) nació a esto: a convertir en potencia la miseria del mundo material, a consolar quienes tienen más miedos que medios; a ilusionarlos con tirar de las causas y cosas más nimias los efectos más incalculables. De hecho, una traducción muy aproximada de la expresión Hocus Pocus sería «con este poco», o «con tan poco».
Reveladoras son también sus otras etimologías. La primera, Holus Bolus! (literalmente «todo en una bola», «así de golpe»), fue una fórmula utilizada por los acróbatas y malabaristas; la segunda, Hiccus doctius! («he aquí el sabio»), era el anuncio con el que ciertos charlatanes solían presentarse al público de las plazas y mercados; la tercera – y la más acreditada – Hoc est porcus! (esto es una porquería), fue una broma típica de los juglares. En la Edad Media se convirtió en una manera común de describir las estafas o mentiras. El inglés terminó contrayendo toda la frase en un único vocablo, hoax (engaño, fraude, bulo, trola, fake news): la gente respetable está invariablemente dispuesta a convertir la jerga de magos y saltimbancos en el sinónimo de todo cuanto se le antoje poco creíble o poco digno. Recurriendo a la blasfemia Hoc est porcus meum (este es mi puerco), los artistas de calle jugaban mal intencionadamente a deformar la fórmula cristiano-eucarística Hoc est corpus meum (este es mi cuerpo).
Ya que cualquier teatralidad, diversión y proeza olían a infierno, era natural que los performers de toda calaña (bufones, magos, bailarines, comediantes y mendigos) gustaran de describir su cuerpo, mágico y abyecto a la vez, como una alternativa irresistiblemente diabólica al Corpus Verum del dogma sagrado. Parodiaban de manera similar, con un latín macarrónico y agramatical, el idioma docto de la Iglesia que los ponía regularmente a parir; y a la divina providencia y sus milagros rebatían con la destreza profana de la ficción, del truco y del malabar.
Hechizo viene de hacer: a un mundo que depositaba en un Dios único el derecho exclusivo de poner y quitar, de dar y crear, los brujos, curanderos, bailarines, charlatanes y zarrapastrosos, respondieron reivindicando, sin ser filósofos, el caprichoso anhelo terrenal de fabricar, actuar, fingir, transformar, tergiversar. Hubo un tiempo en el que hacer y crear fueron conceptos casi antitéticos: en el que artistas y hechiceros, poetas y mamarrachos fueron más cercanos y solidarios que a día de hoy; en el que habría parecido indigna de todo ilusionismo profesional la pretensión de llamarse creadores; y en el que danzar era hacer trucos con un cuerpo, que, precisamente por negarse a ser divino, lograba ser tremendamente humano.
Mucho antes de que empezara a fardar de Presencia, a cultivar alardes de creación, y a devanar sus evangelios somáticos, la danza fue el arte de transformar, brillar, fantasear, desdibujar por arte de magia la imagen al uso del cuerpo; el arte, si se quiere, de desaparecer a plena luz del día; de deslizarse y acurrucarse en los márgenes de la letra.
Al Théâtre Sevelin 36 de Lausana Philippe Saire cultiva, hace más de dos décadas, el anhelo de reconducir la danza a este lugar mágico, tal vez frívolo. Y tal vez desesperadamente existencial. El desafío de los coreógrafos criados a la sombra del minimalismo y del conceptualismo, fue sobre todo esbozar un itinerario original en el gran callejero metodológico de los años 90; y decidir cómo replantearse aquella noción de dispositivo que tatareaba – y en la que se atareaba – el debate millennial sobre coreografía. El dispositivo se presentaba como una herramienta anti-ilusionística, útil para analizar hechos, definir principios, transmitir conocimientos, normalizar prácticas, democratizar experiencias, devolver la danza a lo cotidiano, a la prosa de la existencia. Emprendiendo una marcha en sentido contrario, Philippe Saire se preguntó si fuera posible reinscribir estas ansiedades didácticas y veleidades experimentales en registros más livianos; si existiese una profecía poética en el parecido invencible entre las potencias del dispositivo y las del truco; y si la coreografía pudiera aliarse con la parte de ilusión que sigue gobernando nuestra relación imaginaria y simbólica con cualquier dispositivo: ese deje de mentalidad abracadabrante que emerge ante cualquier chisme, cualquier artefacto de nueva tecnología, cualquier pantalla, y que invalida toda pedagogía oficial, objetividad informacional, competencia o crédito de formación.
El imaginario colectivo de un tiempo majadero e ignorantísimo como el nuestro adora mecerse en fantasías de escuelas de magia y academias de invisibilidad. Pero por mucho que Harry Potter nos parezca un mito analfabeta, su auge confirma un instinto extraordinariamente humano: la magia, después de todo, ha sido arte con tal de no ser ciencia. Y su boga renovada dice quizás de un muy desorientado anhelo de experiencia y poesía (o de candor y analfabetismo).
Los sortilegios visuales que Philippe Saire ha reunido en Hocus Pocus nadan en el maravilloso paisaje sonoro del Peer Gynt. Tal vez porque la fantástica epopeya dramática de Henrik Ibsen que inspiró Edvard Grieg – una especie de Faust nórdico, o de fabulosa odisea – se parece al viaje de descubrimiento del mundo que Hocus Pocus traduce en imágenes. O tal vez porque Peer Gynt, (que es el contrario de un Bildungsroman, de una «novela de formación» a lo Charles Dickens), expone las tribulaciones involuntariamente autodidácticas de un protagonista que pierde el tiempo y se pierde, se disipa, yerra mil veces, entre duendes y castillos, bosques y mares, confusiones e iluminaciones, accidentes y sueños. Contra la mentalidad estreñida de quien cree ganar lo suyo y aprender lo debido, Peer es un pícaro sediento de experiencias que no aprende nada y lo pierde todo. Sin embargo el conocimiento esencial, el sentido de la vida le es concedido al final del camino como un don: la magia radical del mundo concreto y de los afectos fieles. Peer Gynt nos enseña que el truco es nuestra manera de vivir; que ser magos muy torpes es nuestro destino; y que el hecho de autoengañarnos no nos resta humanidad, al contrario: hay que aplicar a la brevedad de la vida, con su anhelo de distracciones e ilusiones, con sus exámenes y fracasos infinitos, la filosofía de Eduardo de Filippo y de la Gran Magia. Precisamente a esta cosmovisión Saire dedicó, hace más de una década, la memorable trilogía que convertía el entertainment, el cabaret y el teatro de variedades en alegorías existenciales y coreográficas: Est-ce que je peux attirer votre attention sur la brièveté de la vie? (2006), Il faut que je m’absente (2008), Je veux bien vous croire (2010).
Extrañará que el coreógrafo utilice aquí, en una pieza tous publics, el mismo dispositivo de aparición y desaparición adoptado en su tiempo para un dúo desgarrador sobre la quiebra, el cierre del amor. Sin embargo, hay entre la historia de amor de Neon(s) (2014) y el diario de amistad de Hocus Pocus la misma relación que entre fantasma y fantasía. Los fantasmas en los que naufraga el deseo adulto son en buena medida el rastro clandestino de un trato diario con la fantasía que se quedó atrás, en infancias muy lejanas. Seguimos comerciando en fantasmas con los amantes, porque pudimos regalar nuestras fantasías a los amigos de infancia. Y si el amor, por mucho que se lo someta a las sevicias del análisis, sigue materializándose y evaporando según lógicas inescrutables, a nuestros mejores amigos aún pedimos que revelándonos el mundo, y revelándonos al mundo, durante un tiempo nos ayudes a percibirlo y habitarlo como magos muy pobres y ocurrentes.
Philippe Saire encarna en muchos aspectos un delicado punto de equilibrio en las antítesis y antinomías que vertebran el canon poético de la danza suizo-francófona (Nicole Seiler, , Cindy Van Hacker, Thomas Hauert, Yasmine Hugonnet, Gilles Jobin, entre otros). Ha construido un paciente universo de signos pendulares, entre deconstrucción y desmaterialización, encanto y desencanto, crítica y poesía, fabricación y fabulación, utopía y distopía: fiel a la idea de que el deseo expresa una incalculable potencia de estructuración y de destrucción, ha recorrido casi toda la geografía de los deseos errantes y errados: del suicidio (Sang d’encre) a la revolución (Utopia mia, 2014). Consciente de que el punto de vista designa la luz bajo la cual o a través del la cual nos damos a ver las cosas del mundo, sobre todo a partir de los años 10, ha investigado obstinadamente el poder de transfiguración, visual y narrativa, del punto de vista, del corte, del encuadre: pienso en el gran dispositivo cenital de Black-Out (2011), o en el perfecto corte transversal que desdobla sala y escena en Cut (2016).
En esta línea de dispositivos visuales, la poética de Hocus Pocus, enteramente calibrada alrededor de un aparato luminoso a base de neones, viene de lejos. Los segmentos de luz paralelos delimitan, aquí, un verdadero umbral: el acceso, el límite entre aposento y mundo en las viejas mansiones. La palabra hace pensar en la sombra, viene en cambio de una fusión de limen (el límite) y lumen (la luz) – su versión original era lumbral -: el límite de la luz. Definía nada menos que el rectángulo destinado a las apariciones del mundo y sus aspectos en el hogar. Hubiera por extensión podido aplicarse al rectángulo del fuego de la chimenea (donde se cuentan historias); o al rectángulo del televisor, por donde se cuelan las nuevas mitologías y los nuevos fantasmas. El trecho de sombra enmarcado por los neones de Hocus Pocus viene a ser este templum por el que la realidad se con-templa, captando en suspensión las imágenes sin peso, los fantasmas y fantasías que surgen de su vientre.
Testado en la trilogía sobre entertainment, el mismo vocabulario de inmaterialidad (luz, sombra y humo) ha hallado ulteriores empleos, trágicos o hilarantes, narrativos o abstractos, en el ya citado Neon(s) – Never, Oh, Ever, Oh Noisy Shadows, y en piezas abstractas como Vacuum (2015) y Ether (2018).
Hocus Pocus viene al final de este periplo. Para lo niños será sobre todo una fantasmagoría sobre la amistad como aprendizaje mágico del mundo, con sus monstruos y milagros. Los adultos podrán en cambio captar en su sinfonía visionaria un parecido algo perturbador con el universo poético de la novela que también la inspiró, el Grand Cahier (1986) de Agota Kristof (primera parte de la formidable Trilogía de Claus y Lucas de la misma escritora). Crónica transfigurada de la infancia y adolescencia de dos hermanos gemelos- cuyos nombre son de hecho uno el anagrama del otro -, el Grand Cahier no es sólo un apólogo descarnado sobre la guerra, el nazismo y el abuso; es sobre todo la historia surrealista de la complicidad embrujada entre dos aparecidos. Copia el uno del otro, los gemelos son «criaturas» muy peculiares: el desdoblamiento excepcional de su aspecto parece retenerlos enteramente en el orden mágico o mítico de la imagen; la fantasía se resiste a atribuirles una historia o una causa, casi hubieran surgido como el simulacro uno de otro, en el vacío, en la indeterminación de dos espejos enfrentados.
Ocurre lo mismo a los cuerpo de Hocus Pocus: no hacen sino gestarse todo el tiempo en la sombra, aflorar todo el tiempo en la luz como desde una nada placental: aspectos de carne, sospechas de cuerpos, fetos entrelazados – Uno, dos, infinitos – ; y protagonizar a su vez, como el Lucas y Klaus de Kristof, una especie de fantasmagoría, un con-templación errante, hecha de apariciones y fluctuaciones. Mérito del estilo narrativo de Agota Kristof y del estilo coreográfico de Philippe Saire, una especie de realismo mágico, en el que incluso lo peor se materializa como una pura aparición, un monstruo, un phainomenon (en griego «lo que emerge»).
«All’inizio non c’era che una sola lingua. Gli oggetti, le cose, i sentimenti, i colori, i sogni, le lettere, i libri, i giornali, erano questa stessa lingua». Kristof sabe mucho de lenguas perdidas e imágenes encontradas: cuando su familia se escapó de Hungría, tuvo que aprender como un grimorio de fórmulas mágicas la lengua extranjera, el francés, que iba a convertirse en su idioma poético, consciente de que el primer idioma de todo exilio está hecho de cosas y silencios: los objetos sin nombre nos rodean como actos de palabras inarticulados. Asociarles un sonido sabe a milagro. Y volverse adultos, querer dejar atrás la afasia de todo, es fluctuar como en una líquida oscuridad de imágenes mudas, esperando el momento de nacer otra vez.
Por eso, Le Grand cahier habla de límites, de fronteras por cruzar, de separaciones y segundos nacimientos. La complicidad de Lucas y Klaus, en la novela, tendrá por objetivo final y tenebroso la muerte de ese padre que representaba el último vínculo a la prosa de nacer, de derivar y proceder, la última traba genealógica a la magia de la pura aparición, de la pura precesión.
En Hocus Pocus, Philippe Saire parece sugerirnos que el secreto de la fraternidad y de la amistad es finalmente regalar el acto de despedida que nos hace ser uno, que nos permite abandonar la dualidad, de-liberar la unicidad. Que nos permite salir de la ilusión y ver de qué está hecho el mundo sin olvidar que podemos, en todo momento, «hocus pocus«, con tan poco – con este cuerpo mío y tuyo – transformarlo. O al menos transformarnos.
Igual porque la vida pesa un poco menos si renunciamos a pensarla como vivir y morir, y empezamos a pensarla como «aparecer» y «desaparecer»: escabullirse en lo invisible y, de nuevo, aflorar en lo visible, cruzando todo el rato un umbral de luz y sombra. Lo ha recordado recientemente Paolo Sorrentino: «Es todo un truco.». Por muy trágico que nos parezca, una vida de desilusiones entrena a juzgar con más indulgencia la ilusión de quienes aún no se juzgan por ilusionarse: el mejor teatro, la mejor danza juveniles son siempre un gesto de madurez.
Roberto Fratini
CIE. PHILIPPE SAIRE presenta ‘Hocus Pocus’ al Mercat de les Flors el 16 i 17 de gener de 2021
Bibliografía:
John Langshaw AUSTIN, Cómo hacer cosas con palabras – Palabras y acciones, Planeta, Barcelona, 1982.
Manuel DELGADO, La magia. La realidad encantada, Montesinos, Vilassar de Dalt, 1992.
Agota KRISTOF, Claus y Lucas (trad. A. Herrera, R. Berdagué), Libros del Asteroide, Barcelona, 2019.
Philippe WEISBRODT (ed.), À travers. Perspectives sur le travail de Philippe Saire, Atype Éditions, Lausanne, 2015.
Links vídeo:
(teaser Philippe Saire, Est-ce que je peux attirer votre attention sur la brièveté de la vie?, 2006)
(teaser Philippe Saire, Il faut que je m’absente, 2008)
(short film Philippe Saire, Sortir du noir, 2010)
(short film, Philippe Saire, Bunny, 2010)
https://www.theatre-contemporain.net/spectacles/Wade-in-the-water/videos/ (Clément Debailleul, Cie. 14:20, Corps)
https://www.theatre-lacriee.com/programmation/2019/wade-in-the-water.html?saison=http://www.theatre-lacriee.com/programmation/2018/exposition.html (Wade in the Water)
http://sideshow-circusmagazine.com/artists-companies/etienne-saglio (Teaser Etienne Saglio, Le soir des monstres, 2006)
(vídeo integral, Nicole Seiler, Shiver, 2014)
(teaser, Yasmine Hugonnet, Le récital des postures, 2014)
http://www.vr-i.space/vr_i/ (teaser, Gilles Jobin, VR_I, 2017)
(vídeo integral, YoungSoon Cho Jaquet, Romanesco, 2011)