“Queremos vivir en la Tierra, esta Tierra,
pero no como estiércol, como viene sucediendo desde hace cuatro mil años.
Ni nos conoce, ni quiere conocernos, pero este será su error mortal,
porque encerradas en la oscuridad de su harén
y aisladas en nuestros guetos miserables o lujosos
hemos tenido tiempo de espiarle,
de observar a nuestro carcelero, a nuestro señor.
Oh, sí, ya sabemos quién es.
Lo sabemos todo sobre ti.
Tú eres el payaso, el marciano.
Hermanas! Miradle, mirad cómo se esconde!”
(Federico Fellini, La città delle donne)
“Cuando se iba de casa, mi padre me daba una pistola con tres balas. Si un soldado llamaba a la puerta, yo debía matar a mi hermana, a mi madre y a mí misma. Yo me preocupaba por si mi madre debía ver morir a mi hermana o si mi hermana debía ver morir a mi madre primero, o qué ocurriría si fallaba. Solo tenía tres balas. ¿Y qué pasa si cometía un error y era otra persona la que llamaba a la puerta?”
(una mujer africana)
En qué lugar extraño se encuentran Sol, Minako, Julie, Shreyashee, Adele, Lina y Marta? En qué raza de campo? En qué favela? En qué buen tuntún, en qué neutralidad incómoda? Llegaremos allí desde lejos: esta es la historia del mundo, y ojalá no hablara más que de música y danza. Pero es la historia de una guerra. Y la historia de un lugar en la guerra, a falta de un lugar en la tierra.
El imaginario masculino se ha dedicado con esmero en los 5 últimos milenios, a encerrar las mujeres en su cuerpo, y a extraditar ese cuerpo en regiones de lenguaje y significado calculadamente nebulosas. Si para los griegos la vinculación forzosa de las mujeres con los asuntos del cuerpo y su sometimiento a la regla general de todo lo cíclico que preside al mundo de las necesidades biológicas (de la reproducción a la alimentación) era suficiente para excluirla de la acción política al mismo título que los esclavos y los niños, fue incluso más fácil, para la tradición del pensamiento judeocristiano, ponerle todos los colores de la metafísica al antiguo parentesco entre mujeres y enigma y, en un mundo cada vez más secuestrado por la supremacía del logos en todas sus formas (leyes, escrituras, fórmulas, dogmas, verdades), depositar en esa excepción perturbadora, en esa alteridad indomable, en lo escurridizo de ese cuerpo “otro”, todo tipo de miedo ancestral. La historia de la dominación masculina es el más antiguo de los cuentos de terror. Su terror estructural fue suficientemente extenso como para que lo ambiguo, lo secreto, lo múltiple, lo inasible de ese cuerpo y de su sexualidad (“continente oscuro”, fue el ambiguo piropo de Freud) fueran percibidos como una predisposición espontánea (o como la fatal consecuencia de una antigua cata de manzanas) a la mentira y a la traición. La revolución científica no afianzó la metáfora de la Madre Naturaleza que como contrapartida dulzona de una misoginia estructuralmente agresiva: la expresó divinamente Francis Bacon, al describir la ciencia experimental como el arte masculino de torturar, manosear, enjuiciar, diseccionar la Naturaleza para que confesara sus secretos, para que revelara los patrones ocultos de su comportamiento impredecible y catastrófico. Su vocabulario se inspiraba sin vacilar en métodos de obtención de la verdad que la gran cacería de brujas (que se hallaba en su apogeo mientras Bacon escribía) había ampliamente promovido. We Women es como una caricia brusca: el homenaje de 7 mujeres a la carne de un enigma humillado por mil represalias, atravesado por mil interrogatorios. “Humiliatio”, la humillación, viene de “humus”, la tierra, el suelo. Humillar es sobre todo esto: empujar a alguien al suelo. Asemejarlo al polvo que muerde.
Bestia cupidísima (fiera codiciosa de todo y sobre todo de placeres carnales) según una definición grata a la teología medieval, la mujer ha conocido todos los estadios de la animalización. Porque contemplar en ella un sucedáneo de animal (o pensar como un animal su útero: la bestezuela inquieta en el vientre de todas, según los fisiólogos antiguos) justifica a priori el dominio: el pretexto de prevaricación con más pedigree sigue siendo la idea de que, al igual que los animales domésticos, la mujer no sepa valerse por sí misma y que es oportuno, por su bien, ponerle un cencerro. Si elije una vida más irregular, más salvaje o simplemente más solitaria, hela de pronto transformada en zorra, musaraña, loba, cochina. Su cuerpo, en cambio, tal y cómo lo despliega la jerga masculina en todos los idiomas, es un zoológico de animalitos reconfortantes y consumibles (passere, chattes, almejas, conejos, etc.). Pienso siempre en el final de Lola Montés (“montés”, justamente, como ciertos gatos insumisos) de Max Ophüls, en el que la protagonista, una mujer de espectáculo de vida libre y promiscua, amante de artistas y reyes, termina su aventura existencial en un circo cuyo empresario, para rentabilizar el renombre sexual de Lola, la exhibe encerrada en una jaula como “La fiera más peligrosa de todos los tiempos”. Los hombres hacen cola, con una moneda en la mano, para poderla tocar a través de los barrotes.
Y pienso en la siniestra complacencia con que los eclesiásticos han recomendado durante siglos a los feligreses que practicaran en el sexo la postura “a tergo”, por reproducir ésta más fielmente el coito animal, y por servir mejor la finalidad puramente reproductiva del sexo, reduciendo al mínimo el placer (o así creían los eclesiásticos), impidiendo al animal hembra ver al macho y sus partes íntimas (el macho, a su vez, podría centrarse en el anonimato edificante de una vagina desprovista de rostro, sin dejarse distraer por la cara y por el goce ilegítimo de la hembra). La historia de la dominación masculina es también la historia de una asimetría “escópica”, en el que la desventaja de verse reducidas a cuerpo pedía gritos el ultraje añadido y estructural de que el cuerpo se convirtiera en imagen “palpable”, pasible de consumos fantasmales y físicos. La prostitución – “heterotopia” inveterada y reveladora del paradigma de dominación que describo – lleva en el ADN este reparto diferenciado de la ventaja escópica: pro-stitutum es todo aquello que “está puesto delante” para que se lo mire, se lo aprecie, se lo precie, se lo desee, se lo baraje.
La desventaja material, espiritual y política que supuso la costumbre de asignar a las mujeres un lugar demasiado abisal en la gama antrópica de un universo a medida de varón no se ha visto realmente rectificada por la tendencia, totalmente complementaria, de asignarles un puesto excelso en la misma gama. La así llamada Ewigweiblichkeit (“eterno femenino” o “esencia eterna de lo femenino”) es otro de estos misterio provechoso: fantasmagórico globo semántico, Goethe la concibió como la representación de la parte benigna y amorosa del amor de dios, una energía maternal e incondicional, celestialmente ajena a la aridez de la lógica, dotada de inmensos poderes salvíficos y de indudables talentos “ascensionales”. Vista así, la Ewigweiblichkeit fue también el mejor colofón al siglo baletístico de las sílfides, wilis, peris, libélulas, mariposas, cisnes y copos de nieve. Por muy redentora (o al menos halagadora) que se antojara, la versión aerostática de lo femenino implementada por el Romanticismo no dejó de constituir la metáfora involuntaria de una irresistible “inflación” del significante mujer, dilatado por la sarta de prejuicios, mitos y simples mentiras del que se había llenado su violenta alteridad. La mujer del discurso ha terminado por parecerse a esas barbaridades de las que se dice que habría que abrir las ventanas para que salgan flotando. Vientre infinito lleno de nada y que es por ende capaz de gestarlo, de alumbrarlo, y ocasionalmente de redimirlo todo, la gloriosa versión de feminidad que los hombres han gustado de fabricar es a la producción de significado lo que un embarazo histérico es a la reproducción de la vida: una hinchazón engañosa, llena de inconsistencia y expectaciones, que ha ido a más por inflaciones progresivas, rebosante del vacío que la ensanchaba, producto de la des-realización y del auto-engaño. Mientras este globo volara, no habría sustancialmente límite a las proyecciones, a los proyectos y a las tergiversaciones que el universo masculino hubiese decidido conminarle.
Tal vez el vuelo sea la imagen más fehaciente de la huida imperfecta, de la emancipación inconclusa. Todo lo que vuela asciende, para bien o para mal, al régimen de la imagen (y además de una imagen especialmente huidiza, flotante, inasible) y es tratado, para bien o para mal, como se suelen tratar las imágenes (es decir con pocos escrúpulos y mucha fantasía). Cuando las hembras voladoras de la lírica amorosa desembarcaron en los teatros (en forma de hadas o sílfides), se quiso que expresaran su ingravidez surcando el escenario a varios metros de altura, precariamente amarradas a unas chirriantes, aproximativas maquinarias llamadas “vuelos”, tiradas a trompicones por los maquinistas. Muchísimas caían dejándose la carrera o la vida. Hubo recogida de firmas para que se pusiera fin a esta inaceptable matanza de bailarinas, y el promotor de tan humanitaria petición fue Théophile Gautier, el mismo escritor-periodista que bautizó “envol par la danse” (“vuelo, despegue o rapto a través de la danza”) el efecto estético generado por el baile en puntas. Su otra especialidad literaria fueron las necrológicas de bailarinas difuntas. Obró mucho para que vivas o muertas, en puntas o en ataúdes, las bailarinas no dejaran de emprender rutas verticales.
Breve catálogo irrazonable e incompleto de hembras voladoras por amor o por fuerza:
Laika, la perra que los rusos mandaron a morir en el espacio profundo para medir la eficacia del primer cohete extra-orbital.
Los animales hembras que los hermanos Montgolfière amarraron simpáticamente a su primer globo.
La Mujer Cañón de los circos de antaño, la que salía disparada por un hoyo en la carpa.
Mary Poppins (y todas las niñeras vinagradas a las que el viento barre sin piedad para que Poppins pueda aterrizar con la suavidad de un zeppelin presidencial).
La mujer aviadora, paracaidista, nadadora o bailarina de los anuncios de compresas: la que normalmente está en casa cocinando o en un despacho trabajando, pero que elije los días clave del ciclo menstrual para tirarse desde un avión o acudir a cursos de Bollywood (las compresas más vanguardistas – tan ligeras que conminan la sensación de estar sentadas en una nube de frescor – también tienen “alas”). Alguien ha justamente observado que es difícil hablar de emancipación mientras en anuncios de este tipo el fluido menstrual sigue representándose como un líquido azul.
Wonder Woman.
La Azafata de antes del boom low-cost (verdadero arquetipo del subconsciente turístico colectivo): rubia despampanante que reparte sonrisas y bandejas de comida incomestible entre las nubes, y a la que – según un mito que tuvo cierta difusión en los 80 – la silicona de los pechos puede reventársele en pleno vuelo a causa de la despresurización (un problema que Wonder Woman no tiene).
El mosquito hembra (el que pica). La abeja hembra (la que curra). La cigarra hembra (la que canta). La mantis hembra (la que mata).
Santa Rita da Cascia, que quiso ser monja y la rechazó el cenobio (por ser madre y casada), hasta que una noche fue llevada en vuelo por los ángeles hasta el convento y depositada en medio del claustro (el cenobio tuvo que resignarse).
La Hija del dios Indra en “El sueño” de Strindberg, que ejecuta entre nubes un aterrizaje muy aparatoso para cerciorarse con desasosiego de qué asco y qué pena es el mundo.
Las Valquirias, que son vírgenes y guerreras, porque de no ser vírgenes, se ve, no podrían guerrear.
Las “silbantes” de una extraordinaria novela de Antonia Byatt: criaturas míticas y depositarias de un saber irónico sobre el mundo, que planean anunciándose con un silbido aterrador.
Todas las mujeres-pájaro de la mitología (arpías, estriges, sirenas, esfinges, etc.), que siempre hacen las veces de una pluralidad inquieta, de una muchedumbre flotante, escurridiza, compacta, enigmática y airada (Las arpías tenían la holgada costumbre de aguarles la fiesta y los festines a los machos de la epopeya defecando con abundancia sobre copas y bandejas – “cagándose” literalmente en todo -); que encarnan con la mayor hostilidad posible una tremebunda fantasía masculina (“Los pájaros” de Hitchcock no habla de otra cosa: de los pájaros asesinos como alegoría del acecho que supone la inescrutable sexualidad de la hembra humana).
La imagen general será más completa y menos deprimente si recordamos que los pájaros llevan una vida hecha de ciclos y desplazamientos; que llevan inscrita en el ADN una memoria infalible de los lugares y una asombrosa consciencia del peligro; que saben apoyarse en las ramas sin doblarlas, y en los cables eléctricos sin electrocutarse. Que sólo transportan al nido el agua que cabe en su pico, y que mientras la llevan no pueden cantar. Que mientras vuelan se hace al menos más difícil matarlos. El vuelo expresa toda la fantasmagórica ambivalencia de una metáfora que debió ser halagadora y que termina siendo siempre la ocasión de un odio renovado. Cada acto de emancipación, en la historia de los géneros, no ha hecho sino llevar la misoginia a nuevas cotas de reacción. El resultado es que incluso la celebración de la emancipación se expone a lecturas misóginas de todo tipo (tal vez porque hay algo intrínsecamente misógino en la metáfora como principio). Valga para todos el apólogo de Eurípides. Medea mata a los hijos que tuvo de Jasón no ya (o no tan sólo) para vengarse de la traición de éste, sino para evitar que los niños se críen en una ciudad hostil, expuestos a la crueldad insolidaria de personas extranjeras. Matándolos (y abortando acto seguido al nuevo hijo que espera) la heroína se libera de la última traba a su represalia, del último vínculo, del último freno a su vuelo salvaje: sacrificio, si se quiere, y acto extremo de emancipación. Era previsible que, al salvarse volando (en un medio aéreo proveído por su papá, el Sol) de la represalia por matar a sus hijos, fuera tildada de puta, fiera y monstruo por toda la literatura antigua. Y era orgánico que de Eurípides no se supiera nunca si dedicándole una tragedia quiso rehabilitarla o reprobarla. Desde luego que su ejemplo (el de Eurípides, y el de Medea) halló en la historia incontables imitadoras e imitadores.
Las cristianísimas mujeres de la Edad Media practicaron el aborto y el infanticidio (estrangulando al nacer las criaturas cuya subsistencia no podían garantir materialmente) con una frecuencia y con una ausencia de complejos que asombrarían al ex-ministro Gallardón. Abortar (una actividad en la que las mujeres solían ser asistidas por otras mujeres de la misma familia o aldea) fue para todas ellas soltar algo del peso que las ataba más aún a los hombres, a la tierra de esos hombres, y a las leyes y normas que a esos hombres conminaban la posesión de toda tierra y de toda mujer. Dichas prácticas de autogestión de las políticas de natalidad, pragmáticamente toleradas por los hombres, no fueron objeto de una censura ideológica masiva y de una persecución fáctica hasta bien entrado el siglo XV. Pese a toda la reprobación teológica, hasta comienzos de la Edad Moderna se reconoció a las mujeres un incuestionable derecho de propiedad y deliberación sobre su cuerpo y sobre el fruto de su vientre, que las mujeres “administraban” con realismo y teniendo en cuenta una serie de reticencias objetivas (principalmente la reticencia a dar a luz más siervos en una economía dominada por la servidumbre).
Las cosas cambiaron sensiblemente cuando, al finalizar la Edad Media, la naciente economía mercantilista fue reorganizándose en pos de esa “acumulación originaria” que muchos ven como el verdadero arranque del capitalismo. La herramienta más cotizada para obtener en el reparto de los recursos esos desequilibrios que harían la fortuna de pocos y la indigencia de muchos, fue la expropiación masiva. Más y más pequeños propietarios se vieron reducidos al rango de trabajadores asalariados; lo que sobre todo se cercó y expropió con saña fueron esos terrenos de uso común que habían sido hasta entonces el principal escenario de prestación laboral y de emancipación económica de las mujeres, que se había ocupado tradicionalmente de los recursos “solidarios” destinados a la subsistencia colectiva. Para que el descontento popular no se convirtiera en abierta hostilidad, se afianzó de forma casi automática la estratagema de convertir precisamente las mujeres en el sucedáneo de la propiedad que muchísimos habían perdido: el lote, la parcela, el terreno sobre el que cada uno de los hombres volvía a tener un derecho absoluto de explotación. La historia de la dominación masculina es también una historia de precarizaciones sucesivas.
Las ciudades se llenaron de burdeles porque un tercio de las mujeres, desabastecidas de cualquier recurso, se dieron a la prostitución. Se desalentó en ellas cualquier veleidad de adquirir una mínima independencia laboral: se las relegó imperativamente a las tareas del hogar (y a esas labores se negó toda dignidad “laboral” específica). Los lazos de solidaridad entre mujeres fueron atacados con virulencia (prohibición de reunirse con otras mujeres, incluyendo las parientes; expulsión de las mujeres del teatro del alumbramiento, ante una creciente adscripción de las competencias en materia de reproducción a los médicos hombres, etc.). Se censuraron todas las formas de sabiduría que las mujeres habían desarrollado, cultivado y practicado en exclusiva durante siglos (medicina natural, magia etc.), por incompatibles con un nuevo orden económico basado en una relación cuantitativa y objetiva entre trabajo y beneficio (un mundo mágico es peligroso para cualquier forma de mercado).
Se exaltaron en las mujeres los protocolos de la sumisión, del silencio, de la obediencia, de la pasividad; y, dado que las pestilencias de finales del siglo XIV, al matar un tercio de la población europea, habían representado una fuerte mengua de la mano de obra asalariada, las clases dominantes, preocupadas por fomentar el crecimiento demográfico, promovieron una campaña ideológica sin precedentes a favor de la criminalización de cualquier forma de control femenino de la natalidad. El aborto (espontáneo o provocado) empezó a penarse con la muerte (en los dos siglos siguientes las mujeres ejecutadas por infanticidio o aborto casi doblarán, en número, las mujeres ejecutadas por brujería). La misma quema de brujas fue la expresión mastodóntica de este terrorismo de estado que apuntaba, en tiempos de “acumulación originaria”, a disuadir las mujeres de cualquier comportamiento que constituyera un sabotaje potencial a las lógicas del nuevo capitalismo de cuño masculino (sabotaje, por ende, a la acumulación cuantificable de bienes como a la acumulación cuantificable de nueva mano de obra).
Por todo esto, no habremos dicho mucho diciendo simplemente que a partir de ese momento las mujeres, históricamente, pertenecieron a la tierra. Será más correcto decir que, a partir de ese momento, la tierra a la que pertenecían dejó de pertenecerles. Y que esto entregó su relación con el espacio del cuerpo, y con el cuerpo del espacio, a una cadena de paradojas. A una extraña síntesis de territorialización y destierro. De exclusión y reclusión.
Siempre recuerdo esa extraordinaria secuencia de «Lo que el viento se llevó» en la que bajo el bombardeo de Atlanta, en la mansión desierta, Escarlata se improvisa comadrona para ayudar Melania a dar a luz en una ciudad asediada. Hay un momento en el que Escarlata, sabiendo cuánto Melania sea conocida en sociedad como una esposa remilgada y de buenos modales, le dice «No te hagas la valiente. Grita, Melania: aquí no hay nadie que escuche tus gritos».
Tal vez merezca la pena acercarse a este problema de reducción, contracción y corporealización de espacios desde el lugar más indignante. A la violación en pandilla se atribuyeron, desde la Edad Media, rasgos veladamente “performativos”: bravuconada socializadora, prestación deportiva, broma gregaria, espectáculo, danza (que es cómo la jerga de las clases desfavorecidas, en las novelas de Émile Zola, suele describir toda clase de violencia de género). Hoy día, en contextos socialmente conflictivos, los lugares en que los violadores llevan a cabo crímenes de esta clase siguen recibiendo nombres como “sala de producción”, “sala de cine”, “escenario de luz azul” (respectivamente en Filipinas, Vietnam y China). La explicación “esencialista” de la violencia de género insiste en que se trata de una tendencia antropológicamente “naturalizada”: violar vendría a ser “lo que todos los hombres harían normalmente a cualquier mujer en ausencia de censuras morales, control social, penalizaciones jurídicas” (según la corriente esencialista, la mujer acepta históricamente ser propiedad de su marido y víctima exclusiva de sus violaciones, con tal de que un solo hombre le ofrezca protección contra todos los demás).
En la gran mayoría de sociedades patriarcales se supone que el principal dañado por la violación es el padre o marido o hermano de la mujer violada. Por ende, una respuesta bastante típica a la violación de una mujer de la familia es la violación colectiva de una mujer de la familia del violador por parte de los varones de la parte ofendida. Aunque por supuesto, se puede remediar a la deshonra obligando al violador a casarse con su víctima. La conclusión es que, por lo general, en teatros de guerra (donde precisamente este tipo de reparación al honor es impensable por pertenecer el violador a un pueblo enemigo y por ser anónimo) la mujer ha de considerar la muerte como una salida preferible a la deshonra que supondría para los hombres de su familia ser violada.
Si una vertiente “polemológica” del pensamiento feminista ha podido describir la violación como el acto más emblemático de una guerra perpetua contra el género femenino, es porque la guerra misma constituye desde siempre el marco en el que la violencia sexual masiva y sistemática halla su aplicación más indiscriminada, por no decir prescriptiva: autorizando y refrendando la regresión a formas primitivas de agresividad masculina, la guerra refrenda también la regresión a formas muy primitivas de economía del deseo y de la propiedad. Y ya que la mujer del país invadido es el botín más básico, el más abundante, el más asequible, es lógico que la retórica militarista eche generosamente mano de metáforas de violación, penetración, dominación para describir al acto en sí de la invasión; y que presente el territorio enemigo como gran cuerpo insidioso al que es vitalmente necesario violar, someter, preñar.
Las sociedades que se asoman al abismo de la guerra suelen desplegar imágenes de hiper-masculinidad (cuyo objetivo es movilizar in primis la parte más marginada de la población masculina) y acentuar las esclerosis propias de las lógicas de género, por el simple hecho de que la inestabilidad económica y material que acompaña a la crisis pone a muchos hombres en una situación de “emasculación” simbólica, que puede ser empleada o “alistada” a la causa militar solo reconstituyendo en los hombres mismos la ilusión de un poder muy básico, que es el poder ejercido por cada hombre sobre cada mujer (o bien SU mujer, o bien la mujer del enemigo). Las violaciones vienen a ser una prolongación del combate con otros medios y en otro territorio, que es el cuerpo femenino: tierra de nadie y, por ende, de quien la ocupa.
El aumento del riesgo de violación sistémica en las guerras recientes se debe, de forma bastante natural, a la pérdida creciente de espacios de seguridad y zonas francas. La contracción de esos espacios en los entornos de precarización que el nuevo orden mundial ha venido multiplicando (y que son a su vez extensiones de la lógica de guerra a enclaves de paz aparente) produce exactamente el mismo resultado.
No es un caso que muchas campesinas asiáticas o africanas sean violadas precisamente en los campos que deberían cultivar para el sustento de sus familias (las violaciones de esas campesinas define el patrón sobrecogedor, el arquetipo de la violencia extrema a la que se ven expuestas las trabajadoras solteras de Ciudad Juárez en el trayecto que las lleva al puesto de trabajo; y los muchos escenarios de indefensión y no-reconocimiento a los que se expone cualquier mujer trabajadora en el mundo occidental). Un ejemplo bastante gráfico de esta lógica de “extraterritorialización” es el siguiente: una de las razones por la que en la sociedades subdesarrolladas las posibilidades de instrucción superior y emancipación social de las mujeres se ve fuertemente comprometida es el hecho de que, no teniendo en una gran mayoría de los casos, acceso al agua, las mujeres son las encargadas de ir a recogerla a diario a grandes distancias. Esta tarea (el transporte de agua) ocupa una porción extraordinariamente elevada de su tiempo. Por supuesto, muchas de ellas son violadas en el trayecto entre su aldea y los pozos lejanos, por la simple razón de que el espacio neutro de este trayecto, al dejar de ser neutro, se vuelve una zona de desprotección especialmente aguda. Toda la energía que, precarizando con la amenaza de la violencia el campo de acción de las mujeres, se quita a la economía de reproducción y subsistencia que las involucra, termina por aventajar la economía productiva y “acumulativa”, la de la globalización capitalista. La violación es un medio de disuasión, un instrumento de represión, y por supuesto un aliciente a la producción. Se ha demostrado que violar a mujeres abarata, en Congo del Este, el mercado semi-clandestino del coltán entre grupos rebeldes y corporaciones americanas u orientales (el coltán – del que Congo es principal productor – es un mineral imprescindible para la industria de los móviles y para la construcción de cualquier play-station). Cuando un consumidor preocupado del eventual origen “sucio” de las materias primas de su iPod pidió explicaciones a Apple, Steve Jobs contestó: “Exigimos a todos nuestros suministradores que certifiquen por escrito que usan pocos (¡) materiales procedentes de zonas de conflicto”.
A menudo, en esas zonas, cuando otros recursos de subsistencia se eclipsan, es bastante común que las mujeres se prostituyan con tal de procurar mantener sus familias. El paso de la economía reproductiva a una versión paradójica de economía productiva o a una versión alucinatoria de economía de consumo, es ejemplificado con precisión aterradora por el paso, que muchas mujeres experimentan, como resultado del conflicto, del papel de madre, esposa o artesana al de prostituta (y siguen siendo terriblemente escasas las iniciativa jurídicas emprendidas para incluir las víctimas de este tipo de prostitución en el apartado victimológico inherente a la violación).
En Liberia las mujeres soldado (que se habían alistado valientemente en la lucha para la emancipación del país) se comprometieron a no tener sexo con sus parejas masculinas mientras durara el conflicto. Consiguieron fondos para enviar a sus representantes a la mesa de las negociaciones de paz. Y alegando una antigua maldición africana que sostiene que un hombre que vea a su madre desnuda se quedará impotente, amenazaron con desnudarse cuando los hombres intentaron cerrar la mesa de negociaciones, y obtuvieron ser incluidas en las negociaciones mismas a partir de ese momento.
Los convenios y acuerdos internacionales inherentes a la inviolabilidad de ciertos espacios (hospitales, mercados, etc.) son desatendidos sistemáticamente. De nuevo, al igual que la precarización de los medios de subsistencia compartidos y la precarización de los territorios invadidos, la profanación de los espacios neutros es estructuralmente paralela de la violación propiamente dicha, por ser esos espacios el teatro de la acción microeconómica de las mujeres: se trata casi siempre de espacios a los que las mujeres han de acudir necesariamente en busca de alimento, asistencia sanitaria o protección para sí misma y para sus familias. Ni siquiera un espacio nominalmente “protegido” como el campo de refugiados, se sustrae a esta regla: es más, suele representar un marco especialmente peligroso para mujeres y niñas (se ha demostrado que incluso un segmento de los trabajadores humanitarios y del personal ONU destinados al mantenimiento de la paz, está involucrado en la explotación sexual de las refugiadas de todas las edades. Es parte de este paradigma de explotación la prostitución forzosa a cambio de especies, protecciones o inmunidades de otro tipo).
La decisión que toma Sol Picó de relegar las 7 protagonistas de We Women en un espacio que fluctúa entre el campo nómada, el campo de refugiados, el campo de concentración, el hospital de campo, y el campo de batalla, es una manera de explicitar la larga historia de un parentesco indignante y estructural entre precarización del espacio y precarización y violabilidad de los cuerpos. También de brindar una alegoría concreta al lugar en el que el cuerpo femenino ha sido – y sigue siendo a vario título – el objeto de mil concentraciones, y de mil profanaciones: “encerrado en un espacio que no les pertenece”, remitido a sí mismo y a su corporeidad como a una cárcel que, paradójicamente, consigue a la vez recluirlo y forcluirlo; encerrarlo y exponerlo.
Encerradas en un afuera perpetuo, supeditadas a las reglas de la excepción permanente, el mundo ha querido hacer de las mujeres las depositarias estables de ese estatuto de Nuda Vita (vida desnuda: existencia biológica precarizada y por ende infinitamente expuesta al abuso y a la muerte) que en tiempos oscuros se aplicó a enteros grupos sociales, étnicos o políticos. No es exagerado decir que este confino en el cuerpo como extrarradio obtuvo de ellas que cruzaran la historia como desde un campo de concentración: una prisión (y un campo en expansión de abusos posibles) pensadas en las afueras del sistema, para incluir todas las excepciones pasibles de confirmar la regla de dominación del sistema mismo. Excepción (cito Giorgio Agamben) significa precisamente esto: “captura fuera de”. En este enclave de perpetuación de la precariedad y de excepción sistémica, se hace impensable cualquier construcción, cualquier proyección, cualquier logro duradero, cualquier adquisición estable. Cuando Virginia Woolf habló de la ausencia de una “habitación para sí” como de la causa simbólica de la marginación cultural de las mujeres, se refería en el fondo a la versión burguesa del mismo tipo de “reclusión” paradójica: la de la “ama de casa”, que no es de hecho ama de su casa, y que relegada en su casa no tiene ni siquiera un lugar físico y mental que le pertenezca de forma exclusiva. Las mujeres que han residido en los campos nómadas, los descampados infames y los solares desventrados de la Historia comparten la condición de las que han residido en otros de muchos encierros construidos por la Historia (harén, burdel, gineceo, convento, manicomio, etc.), donde se las vigilabas para que observaran el mundo por un visillo. La mujer relegada en una cárcel doméstica, es objeto del mismo control, de la misma prevaricación, de la misma expropiación que afecta a la mujer que por varias razones se encuentra enteramente fuera de cualquier refugio, desamparada. Ambas se hallan bajo un mismo, torturante sol de justicia, sin ninguna perspectiva de esconderse o de escaparse. Entregadas a la espera.
Cerca de Palermo, a pocas decenas de metros de la costa, hay una pequeña isla llamada “Isola delle Femmine” (isla de las hembras). Es poco más que un montón de rocas amarillas, sin sombra ni vegetación, bajo el sol implacable de Sicilia. Desde la playa se puede ver sin impedimento todo lo que haya en la isla (y no suele haber nada). Se desconoce el origen del nombre: algunos dicen que en su tiempo hubo una penal femenina.
Engañando la espera. Y engañadas por la espera.
Muchísima poética de la performance reciente ha brotado de la asom