‘Mene Mene Tekel Upharsin
(Te han puesto en la balanza, y has perdido)
(Daniel, 5:18-22)
Al menos anecdóticamente, el origen del título Joseph no es un misterio. Cuenta el mismo Alessandro Sciarroni que pasando, un día cualquiera en una ciudad italiana cualquiera, por un quiosco de periódicos y souvenirs, había llamado su atención una estatuilla de plástico de San José, completa del rótulo devocional “Ite ad Joseph” (en latín: “acudid a José”). Y como Sciarroni es un incondicional de las poéticas de circunstancia (trabajar con lo que hay y dejarse encontrar por las cosas), decidió en ese minuto – la anécdota es de 2011 – que Joseph sería el título del nuevo proyecto; y que en este nuevo proyecto de solo/performance manipularía objetos. Es más, ya que en aquel entonces le intrigaba el éxito de unas recientes webs de socialización aleatoria (como la afamada Chat Roulette), decidió también que “acudir a José” sería consigna y conjuro: invitación simbólica para toda una muchedumbre anónima de rostros, cuerpos y miradas a personarse en el cuartucho hiperconectado del Joseph del título, a visitarle, tal vez; y tal vez a amarle. Porque así funcionaba, y así sigue funcionando Chat Roulette: vinculando al azar las webcams de dos ordenadores, abre a usuarios desconocidos una ventana instantánea al mundo de otros desconocidos; promete en suma a internautas sedientos de intimidades socializables abarrotar de visitadores anónimos e indiscretos la soledad 7/24 de un terminal doméstico, otorgándoles contextualmente un infinito “beneficio de inventario”. Chat Roulette, por eso, ascendió en un santiamén al estatuto de sauna para el intercambio gratuito y globalizado de experiencias masturbatorias. Más adelante el trabajo con objetos llevaría Sciarroni a optar por la solución poética que había sido, desde el inicio, la más obvia: inspirado en un San José de baratija, el único “objeto” práctico de la pieza sería finalmente Joseph, el protagonista. Y para que nos resultara más fácil mirarlo como un objeto, este protagonista nos daría la espalda en todo momento: constituiría, como cualquier usuario de plataforma anónima, el objeto multiforme y sin nombre de la potencia de deseo y adquisición que emana de las redes; mercancía viviente expuesta, en la pantalla-escaparate, a un carrusel azaroso, un scroll algorítmico de miradas.
Eligiendo por coherencia currarse a solas el solo en cuestión, Sciarroni acababa efectivamente de descubrir, gracias a Chat Roulette, la receta de la soledad en tiempos de hiperconexión; de una post-soledad que ya no consiste en apartarse de la mirada del mundo, sino en verse expuestos, todo el rato y por doquier, al escrutinio salvaje de un público aleatorio y potencialmente infinito. Joseph desglosaría, en suma, con medios austeros e hilarantes, los formatos de una psicastenia inédita: el destino de la nueva subjetividad, maníaca y en ocasiones paranoica, abocada a desmaterializarse expectante bajo el ubicuo escrutinio de unas muchedumbres a su vez inmateriales de jueces y compradores, followers, haters y demandantes en ciernes; suspendida todo el tiempo entre la tentación de aparecer y el instinto de camuflarse.
Después de Joseph y mientras realizaba Joseph Kids el spin-off infantil de la performance, Sciarroni atendería sobre todo a las implicaciones y a los formatos de la resistencia y de la extenuación. Los títulos más paradigmáticos de su catálogo, Folk(s) (2012), Untitled (2013), Aurora (2015), Turning (2015) o el más reciente Dialogo Terzo: In a Landscape (su colaboración con ColectivO CineticO, en 2021) son verdadero tours de force: apólogos sobre la resiliencia compartida, la capacidad comunitaria de aguante y destreza en situaciones deportivas, festivas o performáticas caracterizadas por un estrés físico prolongado, una tasa elevada de demanda prestacional o un nivel intenso de monotonía gestual. En este panorama de maratones escénicos, Joseph se antojaba de pronto contemplativo, lúdico y relativamente sedentario. Sin embargo, Sciarroni no había cambiado de tema. Había hablado, siempre y solo, de performance y resistencia. La pregunta de la que emana Joseph es, en el fondo, una reedición posmoderna del dilema psíquico y social en el que se habían empantanado crónicamente los filósofos de la Escuela de Frankfurt. En esta fase aguda de neoliberalismo rampante, ya no se trata de entender por qué una colectividad predispuesta por sus circunstancias a la revolución opte por el fascismo; sino de discernir por qué una soledad predispuesta para atracones de mundo concreto, opte por apalancarse en las madrigueras sin fondo de la telesocialidad y de la virtualidad; y de explicar cómo llegue a ser tan apasionante y de hecho tan adictiva una (in)acción tan extenuante y, en sustancia, tan aburrida como la travesía oceánica del trash que derrochan las redes. ¿De qué tipo de resistencia, de qué tipo de aguante están hechos el deporte, la performance casera de la soledad conectada?;¿Qué hay de folclórico o autofolclórico en nuestros comportamientos telemáticos? Y finalmente, ¿En qué medida la extrema soledad del internauta puede describirse como una forma degradada, o quizás realista, de santidad?
Intentemos, por eso, someter Joseph a la regla de tres de las piezas sucesivas.
Los valores de destreza que vertebran el baile folklórico representan el criterio formal por y a través del cual la comunidad, regalándose un momento de suspensión virtuosa, haciendo estéticamente acrobacia de sí misma y de sus circunstancias, se ve vivir su propia imagen, engalana el espectáculo de la cohesión que la mantiene unida; danzándose de esta forma en las coyunturas festivas más variadas, se reconoce como exactamente sí misma y, a la vez, exactamente otra; porque pese a celebrar una identidad compartida, cuando baila el colectivo “transfigura” mediante las figuras de la danza su propia contingencia; se reconoce en lo irreconocible; se crece, se sobrepuja: vista así, la labor del baile es a la muchedumbre en el marco de la fiesta folclórica lo que la “labor del martirio” es al santo, como individuo aislado, en el marco sagrado de la autoinmolación; por eso, no es de extrañar que las dos cosas, kermesse folklórica y fiesta del Patrono, vayan tan regularmente de la mano.
Asimismo “abstraerse”, exponerse y verse reflejada no es algo que la comunidad, como conjunto heterogéneo de individuos, pueda lograr si no acepta subjetivarse “objetivándose” fuera de sí; si no acepta en suma observarse como en el dispositivo cosmético de abstracción más exacto, más objetivo de todos: como en un espejo.
Joseph es solo el apólogo más enigmático de una pasión autóptica – de una aventura de la mirada y del deseo – que han empujado Sciarroni a explorar todas las manifestaciones de lo especular, de lo gemelar y del desdoblamiento. Sus inicios en el teatro experimental (mucho antes de que el sector lo laureara como coreógrafo) se hicieron en uno de los colectivos teatrales más rompedores de la escena italiana de los 90: Lenz Rifrazioni (Lenz Refracciones). Parecía un signo del destino. Ya en 2012, Joseph desplegaba las mil simetrías (irónicas, fabulosas, monstruosas, angelicales), de la imagen-de-sí. Y para hacerlo no se servía de un espejo, sino de una webcam normalucha y de los algoritmos al uso de un programa de edición como Photobooth, manipulando en tiempo real su propio retrato vídeo de una manera bastante parecida a como cada cuerpo, en Folk(s) desplegaba, multiplicaba, refractaba los patrones matemáticos del baile folklórico. Es legítimo, por ende, preguntarse a qué alude, más allá de nuestra anécdota inicial, un título tan enigmático como Joseph: ¿a ese paciente José (del Antiguo Testamento), desterrado por sus hermanos, cuya especialidad era tener sueños en technicolor e intepretarlos? ¿O a ese José carpintero (del Nuevo Testamento), padre putativo de Cristo, que, por no ser padre biológico de un Hijo telepáticamente generado, no tuvo otro destino, tal vez, que el de re-crearse, reinventarse, multiplicarse a sí mismo, en una especie de ritual lúdico o, justamente, re-creativo? Irradiarse, tergiversarse y recombinarse, haciéndose con títulos de santidad menor en la gran pantalla psicodélica de la Salvación.
La paciencia, la dedicación y terquedad con la que Sciarroni se recrea en las aplicaciones del software conforman, en suma, una especie de martirio hilarante, parecido por resistencia y obstinación al metódico “danzarse a muerte” de Folk(s) o Untitled. Es un ejercicio metódico de transfiguración, medio lúdica, medio penosa.
Si es verdad, como dijo un filósofo, que quien está solo está por definición en la peor de las compañías, no es menos verdaderos que el giro telemático regala al sujeto la chance de amueblar y disfrutar su soledad sin restricciones ni complejos. Contando con un saldo ocio sin precedentes históricos, la egología (ciencia y disfrute de sí) se ha debatido durante el último siglo entre dos modos de invertir el tiempo libre: la autoatención, por un lado; la diversión por otro. Durante un tiempo se creyó que estos dos polos fueran excluyentes: se juró – generalmente lamentándolo – que la distracción fuera enemiga jurada de los rigores introspectivos. Contra todo pronóstico, y con una solvencia superior a la de cualquier adicción o teleadicción previa, el Social Web ha conseguido que solipsismo y entretenimiento pasaran a ser sinónimos; y nos ha persuadido a practicar el deporte de columpiarnos online con extremismo y ascetismo (es suficiente pensar en esos videojugadores dispuestos, con tal de no desaprovechar una buena racha, a morir de inanición). Ha en suma arrebatado la soledad a la austeridad de las celdas monásticas y de los diarios íntimos, para convertirla en la travesía de una espectacular sobreabundancia del mundo y de sí. Espejo/espejito de esta nueva egología holgada, de este imperio particular, la webcam nos agasaja con tesoros de deseo, interacción e interignorancia. Ahí nos reinventamos, nos editamos, nos tuneamos a saciedad – o insaciablemente -. Quien se conecta, lo hace primeramente consigo mismo; y quien se achicala está sustancialmente seduciéndose a sí mismo: los consumos telemáticos posibilitan como ciencia empírica un experimentum suitatis de nuevo cuño, inspirado menos por la indiferencia al mundo que por una curiosidad rayana en lo pornográfico, donde la escalera de la demanda es siempre abierta hacia arriba. No hay libertad más pegadiza (y los profetas del marketing lo saben) que la de elegir y elegirse sin limitaciones de stock. Y la soledad egológica que acabamos de describir no se parece en nada a la “soledad absoluta” de los huérfanos metafísicos de antaño, porque no es una experiencia dura e inmediata de sí, sino la vivencia soft y mediada, o autoestética y mediática, de un self metamórfico y siempre corregible; de identidades exentas de fatalismo, invariablemente opcionales y aliadas del rendering. Asimismo, la danza levemente desgarbada que el intérprete de Joseph ejecuta delante nuestro, en el espacio físico, depende enteramente de la prioridad de sumar efectos específicos y transfiguraciones gráficas a la danza del doble virtual de Joseph en el cyberespacio. Los espejos telemáticos han dejado de ser fieles al sujeto. Es si acaso el sujeto quien manifiesta, hasta el ridículo, su alta obediencia a la nueva regla especular.
En esto, la economía performática de Joseph puede recordar la receta poética de Helena Almeida (que fue tema de estudio de Sciarroni durante la carrera en bellas artes). En los años de la Revolución de los Claveles (1973-74), la artista portuguesa emprendió un memorable experimento de empleo pictórico de la fotografía, con la serie Inhabited Paintings (pinturas habitadas): una sorprendente colección de autorretratos en los que la artista interactuaba con la imagen extendiendo simuladamente amplias pinceladas azules sobre el blanco y negro de la película. Almeida fue pionera, en resumidas cuentas, de la irresistible tendencia de los neo-vanguardistas (y de varias generaciones de performers) a capturar el cuerpo propio, reinventándolo, “aumentándolo”, en el espacio de la obra. De forma similar, y con herramientas de edición que la industria ha puesto al alcance de cualquier impulso creativo, el asceta interconectado, el “santo de la soledad” que protagoniza Joseph, encerrado en su propia performance como un objeto entre dos públicos – el literal y el virtual – se posproduce a destajo.
Por eso, preguntarse para qué el social freak inmola al consumo de inconsistencias unos capitales tan ingentes de tiempo vital, o preguntarle si no le resulta inaguantable su travesía diaria del taedium telemático, sería igual de estúpido que preguntarse si al feto se hagan pesados nueve meses de flotación y sub-estímulos, o si al lactante le parezca monótona su dieta. Todos estos “sujetos” (el feto, el lactante y el internauta compulsivo) son beata e irresistiblemente cautivos de situaciones orgánicas y mentales de sobreabundancia, de mimo, de distensión sin límites. Puestos en una balanza, el estrés y la frustración de las plataformas virtuales serán siempre irrelevantes ante la potencia de satisfacción que se asocia al uso y abuso del medio: sucedáneo tecnológico de cualquier telepatía, religión y promesa de paraíso previas, Internet convierte el mundo en una experiencia incondicional e incondicionalmente asequible de lujos vicarios. Y si “virtual” significa algo, se refiere a la cualidad o app mental que permite extender sin restricciones a cualquier usuario de terminal el privilegio aristocrático de acceder a cornucopias.
Internet nos ha enseñado que la proverbial “levedad del ser” es todo menos insoportable: soportable y adictiva, de hecho, se soporta sola suportando con premura maternal, meciendo y arrullando en una grata somnolencia, al sujeto que decide naufragar en su variadísima ofrenda de chuches y consuelos. Navegar, el verbo del internauta, no deja de ser un acto de flotación, de com-pensación. No hay en suma egología que, en la nueva cosmovisión, no funcione, a su vez, como una ecología. El parentesco etimológico de mimo y mimetismo recobra, gracias a Internet, toda su elocuencia: quien se enfunda en la noche de las redes y en el workout autohipnótico que suponen, se deja también acariciar y proteger por la irresistible suavidad de mil disfraces; por las mil tentaciones del anonimato. Como cualquier niño será también un perverso polimorfo. Y como cualquier adicto estará dispuesto a encarar con audacia y abnegación el desgaste psíquico que un uso tan inmoderado de la abundancia supone. Devenir objeto es la última y la más embriagadora de las emancipaciones. Que este objeto o nobjeto aspire generalmente al rango de artículo de lujo en el miserable mercadillo de deseo y popularidad de las redes, es sólo consecuencia de un giro antigravitatorio general de la affluent society o sociedad de la abundancia: el lujo, se mire por donde se mire, es la normalidad que ya nadie se cansa de reivindicar.
Es la revancha del nerd: el más rico de todos, porque la virtualidad le ha emancipado o descargado de la gravedad de la sustancia (y de cualquier ontología de la identidad), para dejarle libremente ascender a una interfaz de superpoderes más que metafóricos. De aquí que en ambas versiones de Joseph, adulta e infantil, el disfraz definitivo sea el del superhéroe: del enmascarado que es objeto universal de amor y veneración mientras despliega la gama de su poderío paranormal – que suele incluir el vuelo no motorizado – sin infringir en ningún momento el evangelio del anonimato, de la máscara. No es ninguna novedad: ¿No se mece en simulacros de acción y orgías sangrientas el nerd matazombis y funcionalmente escoliótico que juega a Tomb Raider cinco horas al día? Objeto de la última transfiguración, entre cómica y patética, de Joseph, Batman encarna infaliblemente el arquetipo del millonario exitoso cuyo lujo terminal es convertirse a las tantas en “caballero oscuro”.
Eligiendo asemejarse a un murciélago, el héroe de Gotham City se asemeja al animal-radar que, emitiendo y captando ondas, puede ver en la oscuridad; que se ubica interceptando el reflejo de sus propias transmisiones; que, escaneando al mundo, volándolo literalmente sin miramiento, lo captura todo de forma aleatoria e ilimitada. Como ese público advenedizo de clientes de Chat Roulette que, en Joseph, se ve a pesar suyo apresado durante un instante en una ficción escénica; como los espectadores presentes, quienes también a su pesar aparecen, tras la espalda de Joseph, en el escenario telemático de una ventana de Chat Roulette, abierta no se sabe dónde. O como esos niños de la grada que, en el final Joseph Kids, vive la ensoñación electrizante de ser parte de una imagen virtual que se expande hasta abarcar todo el espacio del teatro, tras haber sido testigo, durante un buen rato, de los desmanes infantiles y avatares tecnológicos de un adulto muy solo.
Lo había dicho Vittorio De Sica: “I bambini ci guardano” (los niños nos observan). Y precisamente porque nos observan y no son ciegos a la monstruosidad eventual de nuestros anhelos y adicciones, es menester que sobre esta aparición final de Batman se produzca la mayor divergencia entre las dos versiones del espectáculo. En Josef Kids no es evidentemente cuestión de empujar la egología hasta los sitiales húmedos del onanismo y de sus tele-utensilios, ni de conjurar la pasmosa cantera de genitales de la Red. Los ojos sin dueño invitados al Variedad de la soledad de Josef no pueden ser los del público advenedizo, curioso y a menudo cínico de Chat Roulette. Batman será, aquí, precisamente el compañero enigmático que viene a contener (o a compartir) los daños de la egología obstinada: el amigo que siempre está para salvarnos, incluso de nosotros mismos, o de poderes que obtuvimos con demasiada facilidad; el compañero anónimo, el secret sharer, el polizón de la realidad que, para salvarnos, ha de estar justo aquí, en el menos virtual de los universos.
Roberto Fratini
ALESSANDRO SCIARRONI presenta ‘JOSEPH_kids’ al Mercat de les Flors el 3 i 4 de febrer de 2024
Bibliografía:
Susan KOZEL (2008), Closer. Performance, Technology, Phenomenology, Cambridge Massachissets: MIT Press
Eric SADIN (2017), La humanidad aumentada, Buenos Aires: Caja Negra.
Eric SADIN (2022), La era del individuo tirano. El fin de un mundo común, Buenos Aires: Caja Negra.
Peter SLOTERDJIK (2006), Esferas III. Espumas, Madrid: Siruela.
Wendy STEINER (2010), The Real Real Thing. The Model in th Mirror of Art, Chicago: Chicago University Press.
Links Vídeo:
https://www.facebook.com/watch/?v=642815786716036 (Teaser Núria Guiu, Likes, 2018)
Extracto Xavi Bobés, El rei de la soledat, 2013
Teaser TikTok, Candela Capitán, Solas, 2023
Links de interés:
https://www.tandfonline.com/doi/full/10.1080/13528165.2020.1868856 (PDF online Douglas EACHO, “Web-Dance’s Era of Ecstasy”, Performance Research 25(5), pp. 143-144)
https://www.academia.edu/36839130/New_Media_Dance_Where_is_the_performance (PDF online, Paula VARANDA, “New Media Dance – Where’s the Performance?”, en Carla FERNANDES (ed.), Multimodality and Performance (2016), Newcastle: Cambridge Scholar’s Publishing)
https://www.academia.edu/36839099/Dance_performance_in_cyberspace_self_and_social_experienced_with_the_body (PDF online, Paula VARANDA, “Dance Performance in Cyberspace. Self and Social Experienced with the Body”, en Ana VICENTE (ed.) (2014), Post-screen – Device, Medium and Concept, Lisboa: faculdeade de Belas Artes Universidade de Lisboa)