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‘Puntos de un boletín para navegantes’, por Roberto Fratini

‘Puntos de un boletín para navegantes’, por Roberto Fratini

Aquellos que primero inventaron y más tarde nombraron las constelaciones fueron narradores. Trazar una línea imaginaria entre un grupo de estrellas las dotó de una imagen y una identidad (…) Imaginar las constelaciones no cambió las estrellas, por supuesto, ni tampoco el negro vacío que las rodea. Lo que sí cambió fue la manera en que la gente comenzó a leer el cielo nocturno.
John Berger

Para que no haya, de entrada, confusiones: una constelación NO ES, como suele creerse, un patrón de puntos visibles (las estrellas) y de los trazos invisibles que unen esos puntos. Lo que acabo de describir se llama, técnicamente, asterismo (y una constelación puede poseer varias de estas estructuras “discretas”. Sin ir más lejos, Andrómeda contiene al menos  3). Si el número de estrellas que configuran un asterismo es por obvias razones cerrado, no hay límite permanente al número de estrellas que puedan emplazarse o rastrearse en una constelación. Por mucho que diferentes culturas se esmeraran en dar fantasiosamente razón de los trazados que creían vislumbrar en el firmamento cuando anochecía, a cada una de esas figuras la puntería y fisgonería creciente de los telescopios ha añadido una hueste de nuevas estrellas suficientemente conspicua como para emborronar cualquier dibujo. En astronomía, la palabra constelación define más bien un sector o volumen de espacio, alrededor de la figura astrológica del mismo nombre, que incluye todas sus estrellas conocidas, (sus alfas y omegas – ordenadas por grado de luminosidad), y todos los astros que, aún por conocer, pronto o tarde aparecerán dentro del mismo trecho de cielo. Puede por eso que una constelación parezca muy progresiva y acumulativa. La verdad es que algunas de sus estrellas, cuando se las vea, ya estarán muertas: habrá de cualquier forma merecido la pena asignarlas retrospectivamente a la región de cielo en la que resplandecieron secretamente, sin casi un nombre para celebrarlas.

Una constelación del Mercat es un fenómeno del mismo tipo: no define propiamente una “familia” de creación – y no pretende sugerir la clase de árbol genealógico, hecho de filiaciones o jerarquías, que los historiadores adoran cultivar -. Más bien reúne, alrededor y dentro de un trecho de poética que haya conseguido hacerse reconocer por su originalidad, y por su capacidad de irradiar un vasto entorno de creación, todas las singularidades poéticas, todos los formatos y sistemas de relación que de alguna manera remiten a ese ámbito, incluidos los que todavía quedan por descubrir, los que aún no tienen nombre, los que apenas se vislumbran, y los que ya no están. Si esta constelación en particular (la primera sobre la que el Mercat haya decidido dirigir su telescopio desde Montjuïc) se llama Hauert, es porque Thomas Hauert es el asterismo que vertebra de parte a parte la parte de cielo que observamos. Si se llama Hauert – añadiré – es porque las constelaciones son epítome de eso que la física llama “estructura discreta” (dicho de toda estructura que, sobre un trasfondo de uniformidad, configure una diferencia): la discreción es, en muchos sentidos, el aspecto más proverbial de una trayectoria estelar como la de Thomas Hauert.

Las constelaciones – no hay que olvidarlo – señalan espesores abisales de espacio y vertebran un volumen infinito de ocurrencias: imaginarlas bordadas como un pespunte en la superficie interna de la última esfera celeste es una hermosa fantasía de la cosmología medieval. Las constelaciones reales vertebran un volumen infinito de espacio: son más “lugares de emergencia” que cartografías de conexión. Y el parentesco que el lápiz del astrónomo traza entre sus puntos de luz es fácilmente engañoso: algunos de esos puntos son galaxias; otros ni siquiera son estrellas; esconden incontables agujeros negros en los bolsillos, y la distancia real desde la tierra llega a medirse, para cada uno de ellos, con diferencias del orden del millón de años luz. Nadie puede afirmar que las luces más brillantes se correspondan a las estrellas más grandes. Todo, allí, es bastante relativo. Aún así, ninguna cultura puede (ni debe) resistirse a la tentación de constelar conjuntos de sentido, y un sentido del conjunto, en este caos de heterogeneidad; o a la tentación de rastrear alguna sincronía, alguna forma de harmonía, algún orden de representación entre fenómenos tan remotos, tan realmente alejados entre sí. Todos ellos son, al fin y al cabo, cataclismos de dimensiones titánicas en algún punto inhóspito de la ruta Star Trek. No puede imaginarse nada más catastrófico – o más solitario – que una estrella. Y nada que resulte más pacífico cuando se lo observa de lejos y en buena compañía.  Probablemente la astronomía sea la ciencia más humana. Cada cultura ha proyectado en el cielo sus propios nombres, para reconocerse en él y, en cierta medida, para ordenar allí su pasado, y deducir de allí su futuro.

Una constelación del Mercat será una conjetura del mismo tipo: se abstendrá de hacer consuntivos de un historial o de un patrón de creación (y de los historiales y patrones que flotan por su espacio poético); pero apostará por la hipótesis de que sus luces lejanas reflejen una imagen virtual de lo que somos; y que observarlas pueda ayudarnos a imaginar, o a desear, cómo seremos. Será proyecto a la vez que proyección – como el firmamento, que las civilizaciones han supeditado, según el espíritu del tiempo, al mito o a al geometría:

Si la cosmología ptolemaica gustó de transcribir en las estrellas el repertorio mítico de la antigüedad, la astronomía ilustrada de Nicolas Louis de Lacaille, en el siglo XVIII, no ha inscrito con menos terquedad, en el firmamento, los nombres de los engendros e instrumentos recién introducidos por la ciencia experimental (cincel, compás, horno químico, reloj, microscopio, etc.). Alguien hace tiempo elaboró una versión de globo celestial usando los personajes de Alicia en el país de las maravillas. Y no era menos persuasiva que las cartografías oficiales.

Después de todo, si anuncian el vacio al que se sustrae su luz, es también porque las constelaciones resisten a ese vacío (y en cierta medida lo resisten, le permiten perseverar en su ser). Por eso, tal vez, los mejores mitos antiguos acaban en episodios de catasterismo: la clase de metamorfosis que convierte en estrella o en grupo de estrellas una figura, un objeto, un héroe o heroína; la siembra de luz que queda tras las grandes desapariciones.  No hay historia, ni historia de un arte, ni historia de un arte como la danza que no sea una caída libre en el pozo de la impermanencia: las estrellas son testimonios y excepciones de ese olvido implacable (o de ese olvido generoso): todas atestiguan de la lucha por una supervivencia del significado; todas dan formas a lo invisible. Y todas, cuando anochece, orientan los navegantes, como diosas severas, silenciosas, precisas:

…la brújula de los antiguos polinesios no era, como los sextantes y astrolabios de los occidentales, un objeto que se pudiera sujetar con las manos, sino que estaba en sus cabezas. (…) los polinesios sabía que estaban en Hawái cuando veían la luz anaranjada de Arturo, para ellos Hakoule’a o “estrella de la alegría”, sobre sus cabezas. Cuando se dirigían hacia el sur, la estrella descendía gradualmente. Y cuando se encontraban remando directamente bajo la luz blanca de Sirio sabían que, finalmente, habían llegado a Tahití. (Susanna Hislop)

Alejado resplandor de mil soles ahí arriba, o luciérnagas pasolinianas aquí bajo: señales de un acto de resistencia y de un esfuerzo por guiar y guiarnos en el desastre que arrecia (desastre, por cierto, significa esto: des-astra, pérdida de estrellas, o caída desde las estrellas). Habrá cielos estrellados siempre y solo a condición de que algo se haya estrellado. Habrá étoilement solo a condición de que haya étiolement. Y por eso, porque las estrellas dicen de una desaparición, no hay constelación donde no haya capacidad de silencio y katapausis, de discreción o suspensión del discurso: por mucho que esta libreta rebose información, el sentido de la constelación que introduce (y de todas las constelaciones que seguirán) queda supeditado a la contemplación. O a eso que cierta filosofía ha llamado Aufhebung (subsumir de un fenómeno todo lo que sea pasible de contemplarse transcendentalmente, en sí). Los griegos bautizaron epokhé este paréntesis de contemplación: es también la palabra que los astrónomos utilizan para definir el apogeo (el punto más alto) de una estrella en nuestro cielo. Walter Benjamin volvió a invocarla para afirmar que el sentido de la historia y de su turbulencia meta-crónica sólo pudiera captarse sorprendiendo el presente “como suspensión”: acallando el ruido de fondo; revocando, en un instante de apnea concentrada, la fatal inmersión de todo presente en lo efímero. No hay ojo más grande ni más abierto que el de los animales nocturnos y nictálopes. Las constelaciones del Mercat, análogamente, solo presentan un trecho brillante de actualidad para “llamar en presencia” lo más intemporal de nuestro presente.

Su sentido, como ocurre cuando se observan las estrellas reales, fraguará por ende en un cruce entre exactitud e inspiración,: Astronomía por un lado, astrología por otro. “Il faut comprendre en quoi un étiolement peut ouvrir tout un ciel. En quoi une réserve peut être exubérante et généreuse” (“Hay que entender en qué un estrellarse puede abrir todo un cielo. En qué un reservarse puede ser exuberante y generoso” (Georges Didi-Huberman): esta capacidad de “reservar” signos, de destilar estructuras, de iluminar relaciones y abrir espacios de posibilidad es seguramente uno de los rasgos de Thomas Hauert. Si tenemos razón, reducirlo a un perímetro exacto dentro de su propia constelación será el menos obvio de los deportes.

Porque cada estrella es nudo de una red invisible, un punto de discreción y resplandor: también, quizás, un bloque de intensidad. Un pliegue, una declinación y, hasta cierto punto, una excepción. Difícil decir si sea esta red de cometidos generales  la que captura sus excepciones (y si las estrellas son prisioneras de sus constelaciones), o si las excepciones son su única razón de ser (y las constelaciones sólo existen por las estrellas que las hacen reconocibles). Italo Calvino lo ha expresado maravillosamente:

Marco Polo describe un puente, piedra por piedra. “Pero cuál es la piedra que sostiene el puente? – pregunta Kublai Khan. “El puente no es suportado por una u otra piedra” contesta Marco, “sino por la línea del arco que forman juntas”. Kublai Khan se queda en silencio, reflexionando. Después añade “Porqué me hablas de piedras? Si es solo el arco lo que me interesa.” Polo contesta: “Sin piedras no hay arco.”

En este aspecto, las creaciones y los creadores que acuden a este cónclave nocturno de destellos son, todos y cada uno, paradigmáticos: no tan solo porque sugieren algo así como una comunión o comunidad de intenciones (poéticas, estéticas, metodológicas, existenciales), sino porque cada uno de ellos ha paradójicamente aplicado el patrón comunitario con un sesgo suficientemente pronunciado como para revocar su generalidad en el acto mismo de fundarla. Un paradigma es precisamente esto: la irregularidad que permite a la norma de existir; la excepción que crea la regla. En fondo, las estrellas surgen de un tupido entramado de materia oscura. Al mismo tiempo, solo gracias a ellas pudimos enterarnos de que existía tal cosa como una materia oscura, una sustancia general del universo.

En la monografía hermosa que le dedica Georges Didi-Huberman,  Simon Hantaï recuerda cómo los artesanos húngaros suelen anudar pacientemente un tejido en varios puntos, antes de sumergirlo en tinta, para obtener una coloración estrellada.

La labor de anudar es, si se quiere, repetitiva e ingrata. Una historia hecha por hombres ha querido que fuera sobre todo una labor femenina. Son mujeres también las que encontraron la manera, a partir de los años 50, de numerar y catalogar toda las estrellas de descubrimiento reciente: el Observatorio de la Universidad de Harvard las contrató por la mitad de lo que cobraría normalmente un becario, opinando que el trabajo en cuestión fuera más metódico que intelectual, y que por ende las mujeres lo ejecutarían mejor que cualquier hombre. Algunas de esas mujeres elaboraron teorías y métodos de cálculo astronómico todavía en uso.

Pero no hay artesanía sin malicia. Y el nudo, donde el tejido se repliega sobre sí mismo y se com-plica, es la revocación de toda superficie plana (y de todo uso llano de las reglas asignadas). El aspecto más significativo de dedicar a Thomas Hauert una constelación, es que también su poética se apoya en algo así como una prestación metódica, una artesanía del cuerpo-alma; una apuesta por la matemática imperfecta de la navegación a vista y de los nudos hechos a mano: los únicos cuyo espacio interno recuerde algo así como un subconsciente de la superficie, un sesgo, un lapsus de la norma al uso. Como si en el espesor escondido del nudo el tejido fuera a gestarse, y a gestar los gestos que saldrán de él.  La línea del pliegue – Tim Ingold diría – es siempre una líneas fantasma. Y Thomas Hauert, de los coreógrafos paramétricos de su generación, es quien más a menudo ha hecho honor, en sus alegaciones, al vínculo entre danza y subconsciente. Cuando se pliega algo, lo que ocurre en el pliegue se escapa incluso al que pliega: es el trabajo más arriesgadamente poético de todos. Y no existe espacio de descubrimiento donde no haya la valentía de crear nuevos “accidentes”, nuevas fisuras en los resultados obtenidos, en las formas ya plasmadas. Solo de esta manera un espacio de captación uniforme (la coreografía como étalement, como extensión) – hecho de ortogonalidad, de técnicas al uso, de series regulares y unísonos infalibles – se volverá, en palabras de Didi-Huberman, espacio de choques, revelaciones y erupciones formales (la coreografía como étoilement). Como las estrellas convierten la noche en un  cielo – así los nudos convierten el espacio de la danza en un lugar, un relieve

 “de lo articulado y de lo desarticulado (…) más acá de las contradicciones espaciales de lo abierto y de lo cerrado, de lo lejano y de lo cercano, de recto y verso, de lo exterior y de lo interior. Llamémoslo “inconsciente del espacio”. Llamémoslo lugar.” (Didi-Huberman, 1998: 51. Trad. mía).

Hay una especie de terquedad, de locura metódica en esta paciencia de dar vueltas, anudar, complicar la materia del cuerpo para constelar sus entredichos. Podrá recordar la discreta (o secreta) sabiduría de los copistas o amanuenses. O la del escribiente Bartleby según Melville, que deja al fin y al cabo ocurrir la estructura de la realidad no ya por “voluntad de nada”, sino por una “nada de voluntad”.

El cielo no ha ocupado siempre el lugar en el que lo vemos. Prácticamente todas las mitologías lo han imaginado, en el origen de los tiempos, físicamente unido a la tierra en una especie de abrazo implacable. Prácticamente todas las mitologías han narrado su alejamiento como una separación violenta, cuando no una maldición. Desde entonces no hemos dejado de observarlo con nostalgia, de ubicar allí nuestros deseos. Y es bueno que sigamos mirándolo como la patria de todo aquello que, por definición, se está alejando – de todo aquello que, por definición, nos está dejando. Las estrellas fueron inventadas para que supiéramos que haber perdido el cielo era la mejor manera de no perdernos en la tierra y en la noche que la rodea. Todo perfil de una constelación es también songline (línea de cantos) en el sentido que dio Bruce Chatwin a la palabra: de hecho no existe; y sin embargo depende de él, de sus giros y pliegues, toda nuestra capacidad de memoria, toda nuestra esperanza de futuro.

Desde el observatorio que se les depara, decidirán los espectadores como imaginar las líneas fantasma (así las llamaría Tin Ingold) que unen esta enigmática manada de brillos; decidirán si tenderlas como hilos de una trama (y por ende de una Historia), o como trazos  de un mapa (y por ende de una Geografía); y decidirán si hacerlo con esas líneas “de calma perfecta” que en palabras de Paul Klee (y en la teoría de grafos) unen puntos de la forma más intuitiva, como si viajaran de las causas a los efectos en una especie de “desplazamiento por trabajo”; o si hacerlo con las líneas sinuosas, impredecibles, trenzadas y “paseadas”, de un viaje que no tiene en apariencia inicio ni fin. Si una constelación es también esto – anotación de una partitura perdida – cada uno la danzará como sabe. O como desea.

Roberto Fratini

La CONSTEL·LACIÓ HAUERT tiene lugar en el Mercat de les Flors del 3 al 10 de marzo de 2018

BIBLIOGRAFÍA:

John BERGER (1986): Y nuestro rostro, mi vida, breve como fotos, AKAL: Madrid. [ed. or. And our faces, my heart, brief as photos, London: Bloomsbury, 2014]

Italo CALVINO (2012): Las ciudades invisibles, Madrid: Siruela. [ed. or. Le città invisibili, Torino: Einaudi, 1972]

Bruce CHATWIN (2012): The Songlines, London: Random House [ed. or.1987]

Miguel  Ángel DELGADO (2017): Las calculadoras de estrellas, Barcelona: Destino.

Georges DIDI-HUBERMAN (1998): L’étoilement. Conversation avec Hantaï, Paris: Les Éditions de Minuit.

Georges DIDI-HUBERMAN (2009): Survivance des lucioles, Paris: Les Éditions de Minuit.

Susanna HISLOP, Hannah WALDRON (2017): Atlas de las constelaciones, Madrid: Errata Naturae.

Tom INGOLD (2007): Líneas: una breve historia, Madrid: GEDISA [ed. or. Lines. A Brief History, New York: Routledge, 2007]

Paul KLEE (2004): Cours du Bauhaus (trad. Riehl, C.), Paris: Hazan.

Jacques LACARRIÈRE (2004): Au coeur des mythologies, Paris: Oxus.

Herman MELVILLE (2002): Bartleby el escribiente, Madrid: Alianza [ed. or. 1853. Bartleby the Scrivener. A Story of Wall Street]