“He compuesto tan sólo una obra maestra: el Boléro.
Desafortunadamente, no contiene ninguna música.”
(Maurice Ravel)
Un dudoso título de orgullo para el imaginario cultural del recién colapsado siglo XX fue haber matriculado la danza – o haber dejado que ésta (sin distinciones de género, escuela y estilo) reivindicase para sí misma un magisterio muy directo – en las dos asignaturas más apasionantes, las más peligrosas de cuantas acunaría la modernidad: la regeneración comunitaria de la sociedad, por un lado; la autogeneración y síntesis expansiva de la subjetividad, por otro. Queda claro, a distancia de un siglo, con qué esmero la danza haya sacado motivos de legitimidad del cultivo de pasiones tan aparentemente contradictorias: reivindicarlas como una prioridad y cultivarlas como una misión significó, en fin de cuentas, asegurarse un rol clave en el pasmoso arsenal de signos de la modernidad. Es en cambio cuestión de puntos de vista decidir si la insistencia de la misma reivindicación tiene que leerse en términos patológicos o inmunológicos: si el sector más motivado de unas vanguardias muy sedientas de promociones morales creyó seriamente que los aspavientos comunitarios y el giro auto-afectivo pudieran curarla de todo riesgo de frivolidad, o si al contrario el mismo sector opinó que la regeneración comunitaria y las catarsis de la subjetividad pudieran realísticamente constituir una contribución preferente de la danza al bien común, una novedosa panacea para cualquier achaque de civilización. Dado el fuerte apego del pionerismo dancístico a las simplificaciones y a los productos ideológicos de quilómetro cero, es probable que valgan ambas verdades: la danza más misionera, la más ambiciosa en materia de patrimonios éticos universales, la más declaradamente disidente sigue siendo, también a día de hoy, la más desvalida.
Cuando no es malévolo, su catecismo es simplemente el ademán bien intencionado de un sector en extinción permanente que ha hecho suyo el síndrome autógeno, la cristología característica de la modernidad: lanzarse a redimir el mundo cuando no puede uno redimirse siquiera a sí mismo. Los recientes desvaríos teoréticos sobre la reconfortante noción de coreopolítica, son un coletazo de la misma neurosis cultural, y de la misma impotencia práctica. El ADN ideológico de este incombustible optimismo se nos hará más transparente – o nos resultarán menos estridentes sus contradicciones – cuando observemos que ambos ídolos – la unidad irreducible del individuo y la irreducible totalidad del conjunto – se asomaron al imaginario tierno de la danza con rasgos incontrovertiblemente místicos, catárticos, neo-dionisíacos. Halagados por el el intenso clima de irracionalidad política y confesionalización ideológica de comienzos del siglo, muchos adalides de la danza moderna no supieron imaginar que pudiera reinventarse el concepto de colectividad fuera de cierto guión litúrgico-sacrificial, no exento de vibraciones bárbaras; o que pudiera reinventarse la noción de subjetividad fuera de cierto esquema auto-ritual y libídico, no exento de vibraciones masturbatorias. La época se prestaba a toda clase de solemnidad maniática. El penoso expediente de los fascismos modernos es, en muchos aspectos, la demonstración infalible de que instancias tan aparentemente alejadas como las susodichas fueran paradójicamente convergentes: aceptando este riesgo de convergencia como un aliciente poético, la danza del último siglo se vio abocada a fomentar, con bastante imprudencia ideológica, el somero mito de catarsis, de solución aural a problemas de envergadura práctica, de misticismo expeditivo al que el fascismo de los años 30 supeditaba ambas instancias, inscribiendo la religión de la autoexaltación colectiva en mil ilusiones de autoexaltación y jouissance personal. Refractario a todas las lecciones de la experiencia, y sordo a los avatares de una historia política que depotenció sin piedad las veleidades de la praxis dancística de encabezar la lucha emancipadora, este fascismo sutil, disfrazado de vitalismo disidente, goza actualmente de óptima salud. Supo, a golpes de somatizaciones entusiásticas y enérgicas banalizaciones, sobreponerse incluso a las descompresiones del 68. No se cansa de proponer purificaciones, administrar desahogos, señalar atajos, señalarse.
Mas volvamos a los orígenes: no es casual que el imaginario dancístico de los cien últimos años haya fetichizado especialmente (y desempolvado en todos los momentos de crisis o inflexión) dos partituras: la Consagración de la primavera de Igor Stravinski y el Boléro de Ravel; boyantes, maximalistas y hasta cierto punto belicosas encarnaciones sonoras, respectivamente, de aquellas dos obsesiones preferentes: la unanimidad orgiástica y la singularidad orgásmica. La melodía atonal o politonal de Strawinski, ahogada en una tormenta de impactos rítmicos; y la insinuante plétora monotonal de Ravel (un asertivo Do mayor), con su melodía premeditadamente grosera empalmando sobre el tamborileo marcial de un ostinato rítmico de invencible terquedad, hasta la corrida final. Públicos y artistas llevan décadas recreándose en los bálsamos sospechosos de una vulgaridad que la astucia formal de Stravinski y Ravel supieron, sugiriéndola e incluso programándola, evitar, conscientes ambos de qué siglo bárbaro, agresivo y masturbatorio se estuviera deparando; o de qué acelerador ideológico aguardaba en los atajos emocionales, somáticos y semióticos del danzar. Quizá tenga razón Jesús Rubio Gamo al vislumbrar en Bolero “una gran oportunidad para recordarnos que un día decidimos confiar en que la danza y la música iban a salvarnos de todo lo demás.”; quizá capte, con ironía y ternura, la esencia de esta soteriología engañosa: haber creído en los poderes de la rendición incondicional a la música, o haber pretendido que ciertas músicas autorizaran a confundir eufóricamente el ensueño grupal de emancipación objetiva con una fantasía libídica de empoderamiento singular. En el fondo, a pesar de que la Consagración se estrenara en 1913 (a un suspiro de la barbarie del primer conflicto mundial) y Boléro en 1928 (a un suspiro de la década de mayor violencia política de siempre), cuadra con este potencial de convergencia o confusión el hecho de que los artistas de danza se dedicaran a desdibujar tempestivamente las diferencias entre el ritual neo-dionisíaco hilvanado por Stravinski y el crescendo auto-carismático hilvanado por Ravel. Ambas partituras remitían de hecho al legado fantasmal de los ballets rusos: la Consagración como culminación y deflagración del conato de modernidad conminado por Diáguilev a Nijinski, casi al principio de la trayectoria de la compañía; Boléro como homenaje directo, en el epílogo de la misma trayectoria, al carisma de Ida Rubinstejn, la tránsfuga de los ballets russes que precisamente a través de la página de sabor español encargada a Ravel reivindicaba para sí el carné de herede única y legítima de la inspiración dionisíaca de la compañía: la mesa de taberna no fue un hallazgo bejartiano, sino una idea de Bronislava Nijinska, coreógrafa de la primera versión. Así, si al glorioso (y a ratos bochornoso) historial coreográfico de la Consagración no han sido ajenas las versiones abiertamente “bolerianas” – sensuales, sexuales o solipsistas (la de Béjart la que más) – resulta tortuosamente obvio que a partir del expediente-Ravel, empapado de individualismo y sensualidad, se desplegara a su vez un rico repertorio de Boléros que parecían consagraciones de la primavera disfrazadas: bien porque supeditaban el cariz heroico-erótico de la versión tradicional a un programa comedido de formalización grupal (Odile Duboc, 1997, Pascal Rioult, 2002; Raimund Hoghe, 2009); bien porque explotaban el carisma de Ravel para un ejercicio de reapropiación estilística (Rafael Aguilar, 1987); bien porque las notas mesméricas de Boléro brindaban excelentes pretextos sonoros para el siempre grato despliegue energético de una masa de cuerpos (Olivier Dubois, 2009; Sidi Larbi Cherkaoui, 2013) o de una épica de tres al cuarto (Kim Jorn-geol, 2016); bien porque del crescendo de Ravel era siempre posible deducir irónicamente un patrón de catarsis violenta (Marlene Monteiro, 2016). Corramos un tupido velo sobre el pillaje cinematográfico (que va de Claude Lelouche a Bo Derek) y publicitario. Laurent Petitgirard, de la SACEM, ha testificado que actualmente, en el mundo, empieza una ejecución de Boléro cada diez minutos. De esta crónica cruzada y veladamente histérica de Consagraciones ravelianas y boleros stravinskianos, de sus saturaciones entusiastas y desintoxicaciones periódicas, de ese prodigioso objeto musical que, como muchas pasiones, “de tanto usarlo, casi siempre acaba por romperse” parece hacerse conscientemente cargo Jesús Rubio Gamo con Gran Bolero: la mejor representación hasta la fecha del cautiverio, cultural y emocional, que pudo suponer una página de música tan cautivadora.
Ya que la historia imaginaria del Bolero es la de una música extenuante que ha extenuado sus promesas de liberación, Rubio Gamo ha tomado el partido correcto de invocarla para convertir el cansancio y la resistencia en el nervio poético de ese vitalismo exasperado (o desesperado) que otros trabajos suyos (como Ahora que no somos demasiado viejos todavía, de 2016) han reconocido como el thymos, el espíritu de la juventud de su generación, posiblemente la más precaria, la más líquida de siempre. Y puesto que no era posible habitar ya el sonido de Ravel sin una obstinación rayana en el desencanto, era importante estirar, diluir, liquidar y, de alguna manera, “licuar” el Bolero. De aquí que, si utilizó todavía los doce minutos tensos y suntuosos de la partitura original en el seminal Bolero para dos intérpretes de 2016 (estrenado el mismo año en que caducaron los derechos de los heredes sobre la partitura) Rubio Gamo opte, en la versión “grande” del mismo acto de exorcismo cultural y generacional, por amoldar esos doce minutos a las extensiones y duraciones de un paisaje de fluctuaciones sonoras. De esta niebla, creada con José Pablo Polo, el Ravel original surge y crece como el ominoso, omnipotente fantasma de lo que fue. Sus doce intérpretes flotan y nadan, intentando no ahogarse, en el océano residual, en el eco de la misma gesticulación sinfónica que durante décadas ha leído el misterio de la juventud según un programa engañoso optimista de movilización masiva, de concordia molar; representan la espuma terminal de ese mar de sugestiones: su turbulencia, sus circulaciones, sus corrientes reñidas o convergentes, sus remolinos, sus incidencias, sus desórdenes incontrolables y sus frágiles atisbos de orden; guiados en todo momento por un irresistible impulso de relación que da al traste con ambos vicios de los boleros tradicionales, el énfasis colectivo y el titanismo seductivo: algo que Rubio Gamo ya había sentado en 2016, tratando Boléro, de forma bastante inaudita, como un misterio, o un desahogo, de pareja; y desvelando un paradigma relacional que, después de todo, había siempre anidado en el ADN de Boléro: la partitura fue compuesta pensando en el Fandango como baile de pareja. Con verdadera pasión por los recorridos espirales (Rubio Gamo empezó siendo patinador artístico), y por los enroscamientos dinámicos engendrados por mil alquimias casi incidentales de atracción y repulsión , Rubio Gamo de-monumentaliza la cinética masiva que acostumbramos asociar a Ravel poniendo literalmente al desnudo sus pilares retóricos: el cuerpo de los intérpretes, la célula rítmica del ostinato (trabajada en la primera parte de la coreografía como un pulso de sonoridad basta) y la melodía glamurosa (devuelta al canto a cappella de los intérpretes como un himno destartalado, casi un intoxicado final de fiesta). Rubio Gamo ha declarado una vez que, “en el fondo, Bolero es una cárcel”. Libres y cautivos, despreocupados y obstinados como en el patio de una inmensa cárcel sonora, los intérpretes de Gran Bolero la habitan de la única manera posible: dejándose atrapar en la tentación terminal, tan imperativa en este crepúsculo de posmodernidad, de evadirla.
Roberto Fratini
JESÚS RUBIO GAMO presenta GRAN BOLERO en el Mercat de les Flors del 17 al 19 de mayo de 2019
Bibliografía:
Johan CALLENS, “Recursion, Iteration, Difference”, Performance Studies: Keywords, Concepts and Theories, 76-83, 2014.
Madeleine GOSS, Bolero. The Life of Maurice Ravel, Read Books, 2013.
Roberto FRATINI, “Coréuticas del convivir”, en Escrituras del silencio, Paso de Gato, 2019, p.
Robert JOHNSON, “Bronislava Nijinska and the Spirit of Modernism”, Experiment 17 (1), 2011, p. 264-290.
Links vídeo:
(Integral online Maurice Béjart, Boléro, 1961)
(Extracto Rafael Aguilar, Bolero, 1987)
(«Troisième Boléro», de Trois Boléros, 1997)
https://www.numeridanse.tv/videotheque-danse/bolero?s (Extracto Thierry Malandain, Boléro, 2001)
(Teaser Raimund Hoghe, Bolero Variations, 2008)
(Extracto Olivier Dubois, Révolution, 2009)
(Trailer Marlene Monteiro Freitas, Bacchae- Prelude to a Purge, 2017)
(Extracto Sidi Larbi Cherkaoui, Damien Jalet, Boléro, 2016)
(Integral Vídeo Kim Yong-geol, Bolero, 2016)
(Extracto Emio Greco; Pieter Scholten Two-Boléro, 2017)
Otros links de interés:
https://www.franceculture.fr/musique/ravel-je-nai-ecrit-quun-seul-chef-doeuvre-le-bolero-malheureusement-il-ne-contient-pas-de (Artículo online, Hélène Combis, «je n’ai écrit qu’un seul chef d’eouvre, le Boléro, malheurseusement il ne contient pas de musique», France Culture, 2016)
https://www.cairn.info/revue-bulletin-de-l-institut-pierre-renouvin1-2014-2-page-31.htm (Ensayo online, Jessica Semsary; Nils Wekstein, «Le Boléro de Ravel. Adaptations, réinterprétations et transformations, 1928-2008.», Bulletin de l’Institut Pierre Renouvin 2 (2014), n.40, p.31-48.)