It takes a long time for a mouse to realize he’s in a trap
But once he does, something inside him never stops trembling.
(Laurie Anderson)
Hace poco unos científicos ocurrentes intentaron patentar el Euthanasia Coaster: montaña rusa de tipo extremo cuyos loops, caídas y aceleraciones son diseñados para provocar adrede la visión en túnel, las alucinaciones, la hipoxia cerebral y finalmente la muerte clínica de los pacientes terminales o suicidas deportivos que opten por poner fin a sus días de forma elegante y excitante. Somos la civilización de los parques de atracciones, y nada nos excita más, nada nos resulta más hilarante que caer, como hacemos, hacia adelante, por las pendientes abruptas y los raíles empinados del progreso. “Agárrate” se ha convertido en nuestra primera consigna pedagógica. También en la última.
De un modo harto enigmático, Firmamento con su endiablada variedad de escenarios, con su viaje espiral de vértigos, giros y retornos, es el Cascanueces de la Veronal: una caja pop-up, sorpresiva y agridulce, de mitos y memes. Como la obra maestra de Tchaikovsky, que en 1892 despedía el año y, en cierto sentido, el siglo con un último coletazo de pensamiento mágico, también Firmamento es un apólogo nocturno, plagado de animaciones y automaciones: nos dice en qué ensueños y pesadillas, en qué proyecciones de futuros, en qué ciencias y ficciones se forja la prisa de la juventud por ser adulta. Sería casi de esperar que unas ráfagas cremosas de radiofonía tchaikovskiana se filtraran de vez en cuando por las grietas de la banda sonora electrónica; que esa “máquina del tiempo” – fantasmagórico mamotreto de producir, amplificar y grabar sonidos – que domina la escena en la primera parte de Firmamento también emitiese una Ouverture miniature, una danse des mirlitons, un vals de los copos de nieve. A su manera lo hace. Puesto a “sonorizar” el imaginario infantil, Tchaikovsky había optado por tratar como un juguete cualquier instrumento del sinfonismo serio y tradicional, tratando inversamente como timbres serios, incluso ominosos, los proverbiales centelleos de instrumentos “para niños”, carrillons y chismes mecánicos como la celesta, el triángulo, las panderetas, los mirlitons y los silbatos. Con E.T.A. Hoffmann, había intuido que en la voz de los mecanismos, en la música de los autómatas, se solapaban impensablemente el candor lúdico de la inexperiencia juvenil y los rigores de la experiencia laboral; que la rêverie infantil decimonónica se acoplaba con el delirio incipiente de la modernidad en engranajes deseosos y soñantes. Firmamento representa a su vez el mundo adulto (con sus tecnologías, ambiciones e ilusiones) como se antojaría a un subconsciente infantil. Para quienes fuimos adolescentes en los 80, antes de varias vueltas de tuerca digitales, los leds de las cadenas Hi-Fi, con su brillo enfático, estelar y totalmente cosmético, no servían a nada más que a reforzar en cada uno los mitos, las promesas de futuro, los faroles de la tecnología. Y a medida que nos permitían contener en un parpadeo coloreado el misterio de la madurez, lo agigantaban: hacían que el futuro apareciera igual de remoto que el pasado ultra-pretérito de los cuentos de hadas, esos que empezaban con “Érase una vez”. En el orden simbólico de los niños, los adultos somos todos monstruos o colosos; operadores benévolos, malévolos o simplemente incomprensibles. Omnipotentes, pero ridículos y anticuados.
Firmamento cumple, igual que Cascanueces, un periplo fractal por el imaginario de la infancia. Lidiando – como cualquier viaje – con el espacio, no lo hace en los términos lineales, métricos o geográficos que plasman nuestra noción adulta de espacio. La mente joven viaja sólo hacia lo absolutamente exterior, o lo incalculablemente interior. A los niños, siendo aún legos en materia de perspectivas temporales, melancolías crónicas y regateos con la eternidad, ese espacio que absorbe todas las prerrogativas de un tiempo desenfocado les gusta, en todos los sentidos, profundo – como las inmensidades astrales y los abismos marinos; como el fondo de los armarios que los aterran; o como las vísceras de los juguetes que aman destrozar -. Si gustan de lo infinitamente grande, si sueñan con aeronaves, epopeyas y exploraciones galácticas, es porque en nuestro mundo se sienten infinitamente pequeños. Si, en cambio, aprecian universos en miniatura (sus muñecas, casitas y cositas), es porque todavía saben leer la realidad a través del carisma cuantitativo de la desmesura. Volviéndolos internautas, navegantes y piratas, su fantasía convierte en victoria quimérica la incomodidad de no estar nunca a la altura de un mundo gobernado, limitado, medido y comedido por gente larguirucha y aburrida. Y surcan el tedio de ciertas tardes como desiertos demasiado extensos, que precisan de transporte aéreo. Dormirse es su manera más expeditiva de dar alas a la “travesía de esta vida transitoria”, como diría Laurie Anderson. Por eso mismo, los efectos especiales que llenan sus cabezas son todos efectos espaciales, incluso cuando se aplican a hechos tan temporales, tan crónicos como la música: amplificaciones, reducciones, samplings y refranes.
Un efecto espacial de este tipo era también el memorable momento del primer Acto de Cascanueces en el que el árbol de Navidad del salón crecía de pronto hasta el cielo, ante los ojos estupefactos de Clara. Una manera de decirnos que era ella, la niña protagonista, quien en realidad, como la Alicia de Lewis Carroll, se estaba haciendo diminuta, para relacionarse con todas las cosas pequeñas (ratas, juguetes, golosinas) que la magia del relojero Drosselmeyer había “aumentado”. Amoldándose a la escala de ese mundo pequeño que, para los espectadores del mismo ballet, estaba simplemente amoldándose a una escala humana, Clara podía ser la heroína de otra travesía, otro viaje, otro vértigo (que sería, finalmente, sólo la vivencia onírica de una edad adulta aún inconocible).
Firmamento habla de esta pasión por las tergiversaciones dimensionales; por el milagro sutil de imaginarse más afuera, o más adentro, que nunca. Habla asimismo de un imaginario aún desinhibido, que sabe comprimir y dilatar sus espacios como un acordeón; y de lo relativo que es todo: de cómo crecerse siendo de hecho muy pequeños, en dimensiones de cuento que desafían cualquier recuento, que desbaratan cualquier cálculo. Habla de la única manera de conquistar las estrellas, que es perdiéndolas y perdiéndonos en una ausencia feliz de horizontes y de parámetros – es el tema de la canción de la primera parte -; y habla de la angustia que supone, en la infancia, captar infaliblemente, sin querer entenderlo, el accidente llamado muerte. Después de todo, los muñecos amorosos de Cascanueces preanuncian los títeres trágicos de Petrouchka (Igor Strawinsky, 1911) o de Balagančik (Aleksandr Blok, 1906).
El espacio “profundo” que mesmeriza la infancia no es más que la paradójica espesura de una superficie (ni proyecto ni “diseño” – virguerías adultas – sino dibujo, animado a poder ser). Precisamente en este hiperespacio a n+1 dimensiones, en la segunda parte de Firmamento, se adentra Marina, convertida en un doble del muñeco protagonista. Estamos ante otro escenario tridimensional, extraordinariamente vacío, mitad metáfora del espacio mental, mitad universo cinemático cobrando vida. El cine nos embriaga (y a veces nos marea) porque ante la gran pantalla y las cosas que reproduce volvemos a ser pequeños como lo fuimos de niños en un mundo de adultos. A este enésimo efecto espacial se refiere la bellísima animación de Marc Salicru, cremallera entre la primera y la segunda parte de Firmamento: de la aventura cinemática y compulsiva de ser versiones pequeñas de nosotros mismos ante un universo de imágenes y tecnologías que, magnificando nuestro mundo, nos magnifica. Hecha de vértigo, desproporción e intensidades fáciles, nuestra pasión por el cine es en el fondo muy regresiva. A la noche artificial, a la negrura prometedora de las salas de proyección nos acercamos pasmosos como niños a un árbol de navidad titánico. De stars, superstars, Universal Studios, Miramax; de cines Lux, Astra, Splendid etc.; de éxitos meteóricos y estrellas de latón está hecha, una vez más, nuestra mitología, nuestra infancia extendida.
Así es el mundo de la segunda parte de Firmamento: un mundo en el que pensaremos por un momento que todos los intérpretes viven a la escala del muñeco que han manoseado durante la primera parte; un mundo que prolongue las amplificaciones auditivas de la máquina del tiempo en amplificaciones visivas: una máquina del espacio, igual de enloquecida, donde, en un momento dado, el juego fractal de los desvíos dimensionales vuelve a producir inauditos efectos de caja china. De loops y vueltas y estremecimientos. Como esa montaña rusa que, en el final, es la imagen misma de un rodaje fílmico: la máquina terminal, la que produce como el viaje más vertiginoso de todos: el que no va a ningún lado, porque lo hacemos sentados, y nos lleva al punto de partida. O al más espectacular de los desastres – que también, si vale la etimología (Astra), son familia de lo que brilla en la noche.
Roberto Fratini
BIBLIOGRAFÍA:
Gaston BACHELARD, Poética del espacio, Fondo de Cultura Económica, 2020.
Eloy FERNÁNDEZ PORTA, Homo Sampler. Tiempo y consumo en la era Afterpop, Anagrama, 2008.
Raúl FERRERO, Autómatas y cabezas parlantes, Editorial Almuzara, 2023.
Lisa GREATHOUSE, Cómo funcionan los parques de diversiones, Teacher Created Materials, 2010.
Peter SLOTERDJIK, Los hijos terribles de la Modernidad, Siruela, 2015.
LINKS VIDEO: