El hombre es una máquina de romper juguetes
(Amado Nervo)
El Triadisches Ballet o “Ballet Triádico” de Oskar Schlemmer fue en muchos aspectos el reflejo cambiante, el diario público de la aventura humana, didáctica y creativa que la Bauhaus supo encarnar, entre Weimar, Dessau y Berlín, en el crepúsculo de la República Social alemana: un último destello diurno de autonomía de los lenguajes artísticos y de “alocada cordura” del pensamiento poético. Después no habría más que las noches y nieblas del nazismo, con su ajuar de violencia y demencia.
La exégesis no ha sabido explicar cómo fuera que la Staatliches Bauhaus, ciudadela del funcionalismo y del minimalismo, se identificara con una interfaz escénica tan cabalmente irracional, gratuita y, a su manera, maximalista como el Ballet schlemmeriano. Para vencer esta perplejidad quizá sea útil repensar el Triadisches Ballet, con sus engastes enigmáticos de formas y colores, con sus geometrías combinatorias, como el verdadero “escudo de armas” de la Bauhaus: el blasón peculiar de todo aquel linaje de artistas (Kandinsky, Gropius, Klee, Moholy-Nagy, Van der Rohe, entre otros) que, mientras plasmaba por mil medios una democratización utópica de las artes, era conscientes de representar la última aristocracia del pensamiento formal. Los miembros de la comunidad didáctica de la Bauhaus se repartían consignas, escudos, honores y títulos con la misma autoironía que había impulsado los dadaísta de otra generación a acreditarse como “obispos” en las descabelladas soirées del Cabaret Voltaire. Incluso el nombre del instituto era un homenaje encriptado a esas Bauhütte (o lonjas de constructores) que ya habían servido de modelo ideológico a las lonjas masónica. Puede que la élite subterránea llamada masonería haya completamente obliterado su cometido original de “edificación del mundo”. Los fundadores y animadores de la Bauhaus no: durante quince años, de 1919 a 1933, conformarían una nueva caballería de diseñadores, arquitectos, constructores, decoradores, carpinteros, alfareros, tejedores.
Se tiene noticia de un esbozo del Triadisches Ballet ya por 1915; la versión integral se estrenaría, con cambios sensibles, dos veces (Stuttgart,1922; Weimar, 1923); Oskar Schlemmer nunca llegaría a cerrar, rematar, despachar el Ballet triádico (que constituye un auténtico berenjenal filológico). Siguió repensando y tergiversando la obra sin frustraciones, como una pregunta abierta, un showroom o desfile de hipótesis sobre el arte. Gracias a esta indecisión, el Triadisches Ballet ha podido cruzar los anales de la danza moderna (que prefirió ignorarlo y soslayarlo) como un objeto glorioso e incongruente: como una ocasión siempre desaprovechada – y nunca del todo perdida -.
Festivo y desbordado de ocurrencias plásticas, el universo performático de la Bauhaus fue reflejo de una confianza infinita, casi supersticiosa, en los poderes emancipadores de la boutade formal (que era un legado Dadaísta), y en el carácter implícitamente jocoso, incluso regresivo de las formas emancipadoras (que eran un legado funcionalista). La ironía no es sólo una consecuencia, sino un requisito climático de la inteligencia. Épocas como la nuestra, tremendamente incapaces de autoironía, son generalmente necias y peligrosas. Nuestra teoría (por no hablar de la coreología que la complementa) lleva un par de décadas jadeando en la calima irrespirable de la prudencia terminológica, de la corrección política, de la pusilanimidad conceptual. Este estilo anaeróbico está contagiando con rapidez alarmante al sector de la praxis. Cualquier forma de liviandad y asertividad está en el punto de mira de los moralizadores de última generación. Y como se excluye que “pensar” pueda ser divertido, un pensamiento de baja densidad se ha convertido en la penitencia favorita de una élite que se cree inteligente, y en la abominación de una no élite que ya encuentra diversión sólo en el consumo y en la producción de cretinismo. Un pensamiento sin placer dará fácilmente lugar a falsificaciones masivas de la inteligencia y de la consciencia – dará lugar, sobre todo, a climas mentales de invencible aburrición -. La ironía es sin duda el legado más precioso de la Bauhaus: rescatarlo, reivindicarlo es más urgente que nunca.
En una época en la que la danza se mecía en fantasías de absolutismo místico – el gemelo espiritual del totalitarismo que planeaba sobre Alemania – Schlemmer y sus compañeros de aventura desempolvaban con alegría un término tan denostado como ballet para sugerir, en el fondo, que la danza podía ser algo más (o afortunadamente algo menos) que la e-moción de un cuerpo santificado por la Körperkultur: podía ser esa automoción de la figura que había representado la sabiduría secreta de la danse d’école. Entender poéticamente el paralelismo entre esta vieja idea de automoción y las muchas automaciones de la modernidad era una manera de desalienar el presente, de volver a encantar las dinámicas de la metrópolis industrial. Schlemmer no era el único a pensarlo. En Francia, Fernand Léger haría lo mismo con su desenfrenado Ballet Mécanique, una película experimental de 1924; y un Cabaret Mécanico sería, en 1923, el logro más destacado del Grup B, la sección de alumnos de la Bauhaus más involucrada en asuntos teatrales.
Adoptar el cariz liviano del divertissement significaba sobre todo, en tiempos de oscurantismo político, sacar a las artes escénicas de los vapores místicos y conniventes en los que se habían instalado. Mientras el Cuerpo se convertía en el Grial de la coreología kitsch, Schlemmer y los suyos asumieron con euforia que el único sujeto de acción y aparición en el campo óptico y geométrico de la escena era la Kunstfigur o “figura de arte”. Y mientras la desnudez ascendía a uniforme de batalla de la nueva transparencia – ideológica y dancística -, se pagaron el lujo de enfundar y disimular el cuerpo fenoménico bajo un andamiaje de formas que desafiaba, revocaba, incluso ridiculizaba la solemnidad notarial de la Cultura del Cuerpo y de los evangelios que la propagaban. Durante los años 20 la flor y nata de la danza alemana (de Laban a Wigman) soñaba con esferologías cósmicas, espacios absolutos y vacíos por fecundar – ediciones coreológicas del Lebensraum o “espacio vital” cacareado por los panfletos nazi -. En respuesta a las mugres de este neo-wagnerismo esencialmente fascista, el equipo de la Bauhaus optó muy pragmáticamente por diseñar la sala de espectáculos de la nueva sede, en Dessau, como una prolongación arquitectónica de la cafetería. Les horrorizaba que el arte se convirtiese en misa, ceremonia, mysterium tremendum. Exigieron que fuera conversativo, sinérgico, mundanal, por no decir francamente cabaretera. Por eso, cualquier tentativa posterior de reducir a un programa simbólico exhaustivo al Ballet y a sus tríadas (tres colores – amarillo, rosa, negro -; tres “topologías” – cuadrícula, triángulo, espiral; tres tonos: cómico, sentimental, trágico) se ha revelado deleznable. Es increíble que los historiadores, en el tiempo, no hayan siquiera captado el carácter intencionalmente paradójico del título, que juntaba un lema tan “mundanal” como ballet a un adjetivo evocativo de todos los ensueños y dogmas de totalidad, perfección y plenitud que habían empapado de teología el imaginario protomoderno (del Trimundio de François Delsarte a los tres ejes espaciales de Laban). La nueva religión del cuerpo no escatimaba en tics trinitarios. Schlemmer y sus alumnos del Grup B no ansiaban añadir nuevos símbolos a un corpus de reflexión poética ya intoxicado de elixires metafísicos y semánticos: apuntaban a emancipar las formas de cualquier agravio discursivo, de cualquier sintaxis sagrada; y a hacer de la mismísima abstracción un uso desenfadado, en absoluto sacramental. Así pues, mientras la danza del tiempo mayoritariamente aborrecía cualquier confronto directo con la actualidad (política y cultural), Schlemmer guiñaba el ojo, sin complejos, a los coevos Ballets Rusos: no le tenía miedo ni a la actualidad ni al dernier cri en concepto de entretenimiento; y las otras “versiones” de modernidad que se abarrotaban en el horizonte le producían más curiosidad que indignación. Su idea era, si acaso, extraer de cualquier contexto, convención, incluso cliché artístico, lo quedaba de un feliz arbitrio de la forma: pergeñar un “estado de gracia” de los colores, de las líneas y de los volúmenes.
¿No era precisamente la gracia el legado más valioso – y el más incomprendido – de la estética del ballet? Si hoy día la palabra gracia evoca más la broma que lo sublime, es precisamente porque al inicio de la modernidad se hizo evidente que la única supervivencia posible de una gratuidad que en pasado había vertebrado enteros cuadrantes de las artes sólo podía declinarse en una nueva actitud – lúdica y desenfadada – ante los signos del tiempo presente. Poniendo en el centro de su programa didáctico el “impulso de juego” o Spieltrieb predicado antaño por Friedrich Schiller (y más adelante por pensadores como Huizinga, Caillois y Ortega y Gasset), el equipo del Bauhaus había proclamado implícitamente esta necesidad de metátesis: reescribir el aparatoso juguete que había sido el ballet clásico, para reinscribirlo en el presente. Hacer gracia (y por qué no, gracietas) de ambos. ¿No había sido el ballet la última forma de danza cuyo imaginario se hubiera desvivido en juguetes, autómatas, chismes, monigotes y engranajes? ¿No había sido el ballet un precursor de las excitaciones mecánicas y cinemáticas de la sociedad industrial? La Kunstfigur schlemmeriana es, en el fondo, prima hermana de los Cascanueces, Coppélia y Petrouchka que deslumbraron los públicos decimonónicos. Que, a distancia de un siglo, nos resulte tan difícil entender la economía poética de la gracia; y que incluso el Ballet Triádico siga pareciéndonos tan exótico, tan trasnochado, o tan ajeno a la “norma” de la modernidad dancística, dice mucho de nuestro pacto holístico y mental con la des-gracia. Con un sincretismo revelador de su mentalidad, Schlemmer barajó para la obra diferentes opciones musicales, de Schoenberg a Hindemith y Händel. Era consciente de que un presente dominado por racionalismos de todo tipo invocaba lecturas “barrocas” por la simple razón de que la edad barroca había a su vez gestado, contra toda apariencia, una obsesión matemática, un capricho mecánico. Meritxell Barberà e Inma García (las Taiat, como se las conoce – por ser un caso bastante único, en nuestro país, de dúo coreográfico femenino -) no han hecho sino reproducir y expandir lúdicamente el espíritu de la propuesta original llamando a compartir con dos otros creadores heterodoxos, Rachid Ouramdane e Ismael Ivo, el desafío de volver a habitar en tres pasos, tres estilos, tres formas, tres patrones, la caja mágica del imaginario schlemmeriano.
Si también Tres, esta relectura compartida de Triadisches Ballet, recuerda más una celebración o kermesse que una “pieza de danza”, es porque la gratuidad razonada de todo y cada uno de sus elementos es parte de la ecuación. Una fiesta, en el sentido clásico de la palabra, no es ni una ficción cerrada ni un trozo de realidad: es más bien un trecho o tramo de “normalidad subida de tono” (o de normalidad en estado de gracia); sus límites o márgenes no están nunca claramente definidos; no tiene más espectadores que sus invitados. Envolvente e inmersiva por definición, la fiesta desafía cualquier dictamen de contención. Es comprensible que haya sido tan difícil, en el tiempo, proponer reconstrucciones físicas o virtuales de la “escenografía” del Triadisches Ballet. Tiene en cambio sentido evocarlo en un espacio-burbuja, una dimensión lúdico-inmersiva, que al mismo tiempo parece menos una cúpula basilical que una membrana ligera, desplazable: una broma espacial, la carpa de un circo de bolsillo (The Circus sería, en 1923, el título de una pieza de Xanti Schawinsky, asistente de Schlemmer).
Del Bauhaus fueron proverbiales las “veladas” (Bauhausabende), las celebraciones anuales (Laternenfest o “celebración de los farolillos”; Drachenfest o “celebración de las cometas”) y las fiestas temáticas (Como la Weiβenfest o “Fiesta Blanca”, de 1926; y la Metallisches Fest o “Fiesta del metal”, de 1929). El calendario lectivo de la escuela era plagado de soirées irreverentes, tertulias conviviales, bromas filosóficas y metodologías didácticas “salidas de rosca”. La preparación de estas celebraciones absorbía una ración considerable de las energías del centro. Fue parte de las declaraciones de intenciones de la nueva escuela de diseño “el fomento de relaciones amistosas entre maestros y estudiantes fuera del trabajo: teatro, conferencias, poesía, música, baile de disfraces. La creación de un ceremonial festivo en todas estas reuniones”. Es útil recordarlo en un momento en el que nuestras escuelas de arte se ven secuestradas por procedimientos inmunológicos dirigidos a impedir por todos los medios que la relación entre docentes y alumnas/os infrinja los códigos virtuosos de un marco meramente burocrático, hecho de “buenas prácticas”, cordones sanitarios y transmisiones interrumpidas. Es asimismo emblemático que la última fiesta de la Bauhaus, en un momento en el que intentaba sobrevivir como centro privado por revocación del soporte ministerial, se celebrara en 1933, pocos meses después del ascenso de Hitler al rango de canciller del Reich.
El Ballet Triádico fue la síntesis del espíritu de un entreguerras todavía visionario y optimista: una obra «abierta» a perpetuidad, fiel a un proyecto de celebración permanente de la forma y de la materia; una reversión (o una re-versión) disidente, democrática, industrial, asequible, de lo que habían sido, en el universo de antiguo régimen, los Ballets de Cour y Burlesques de la nobleza continental: eventos multidisciplinares e inmersivos que ensalzaban como el más exquisito de los lujos espirituales el détournement estético, onírico, de las formas, de las funciones, de los materiales y de las habilidades que conformaban el paradigma de la producción de bienes y de la reproducción social. Las astucias del diseño industrial eran a las fantasías escénicas de Schlemmer, lo que las habilidades ingenieriles de los arquitectos de castillos y máquinas de guerra habían sido a la realización de los aparatos fantasmagóricos y efímeros que amueblaban las celebraciones de la vieja realeza. Mientras en occidente se apagaba la confianza en la convergencia entre felicidad social y progreso tecnológico, el Ballet Triádico escenificó las potencias musicales y semióticas puras, la capacidad de entrain y de delirio dinámico de la panoplia de formas «nucleares» y colores básicos que en los mismos años regían la estética de la producción en serie, soñando con desbaratar la frontera entre utensilio y juguete, entre industria y artesanía, entre tecnología y existencia.
Fue sin duda un wishful thinking (y la rentable historia del diseño lo ha demostrado). Cualquier reedición del Ballet Triádico que aspire a ser menos que museal y más que hagiográfica, no podrá eximirse de considerar esta ambivalencia: la historia del capitalismo militante es la historia del acaparamiento organizado del valor emancipador de la diversión. Cuando jugaban el juego serio de la forma, Gropius y Schlemmer no podían ni por asomo prever la infantilización progresiva e implacable del imaginario, puesto a desplegar el consenso en consumos adictivos de una tecnología cada vez más ligera, coloreada, ergonómica, cínicamente benévola. Cultivando una idea humana de la geometría (“El hombre” era el título de la asignatura impartida por Schlemmer), tampoco pudieron prever qué rol deshumanizador desempeñaría lo numérico a finales de un siglo tan convulso. Fieles a la idea de que formas y colores fueran el lujo de los pobres, no imaginaban que a esa misma clase trabajadora el orden neoliberal pudiera infligir la reclusión permanente en una interfaz abarrotada de signos y sobre-estimulaciones, colorines y emoticonos. Ya no hay más Kunstfigur que el avatar. La autoexplotación es el juego definitivo.
Roberto Fratini
Bibliografía:
Mark FRANKO, Dance as Text. Ideologies of the Barroque Body, Oxford University Press, 2015.
Joan HUIZINGA, Homo ludens, Alianza, 2012.
Friedrich SCHILLER. Kallias. Cartas sobre la educación estética del hombre, Anthropos Editorial, 1990.
Oskar SCHLEMMER, Escritos sobre arte. Pintura, teatro, danza, cartas y diarios. Paidós, 1987.
Oskar SCHLEMMER, El teatro de la Bauhaus, Casimiro libros, 2019.
Oskar SCHLEMMER; Lázslo MOHOLY-NAGY, El escenario en la Bauhaus, Buchwald, 2022.
Marisa VADILLO, Las diseñadoras de la Bauhaus. Historia de una revolución silenciosa, Editorial Cántico, 2016.
Links vídeo:
Triadisches Ballett von Oskar Schlemmer – Bauhaus (Best Quality) – YouTube (Integral reconstrucción Oskar Schlemmer, Triadisches Ballet)
Stäbetanz| Numeridanse tv (Extracto Oskar Schlemmer, Stäbetanz, 1927)
Baukastenspiel – Oskar Schlemmer’s Bauhaus Dances| Numeridanse tv (Extracto Oskar Schlemmer, Baukastenspiel, 1926)
Le Ballet Mecanique 1924 – Fernand Léger, Georges Antheil, Dudley Murphy, Man Ray – YouTube (integral Fernand Léger, Georges Antheil, Man Ray, Le Ballet mécanique, 1924)
DNB — Demon Machine (1923) by Gertrude Bodenwieser – YouTube (Extracto Gertrude Bodenwieser, Demon Maschine, 1923)
Berlín – Sinfonía de una Metrópolis (1927) | de Walther Ruttmann – YouTube (Integral Walther Ruttmann, Berlin, die Symphonie der Groβstadt, 1927)