Razonable imprudencia
Cum diversa musica
Cuando, hace un par de meses, la entidad y magnitud del asunto Covid se proclamaron urbi et orbi, los ecologistas del alma, los internautas motivados y los cretinos de toda calaña nos obsequiaron con mil cartas de amor al virus, vídeos motivacionales y kits multimediales de autoayuda colectiva. Confiaban a la Covid la solemne tarea de cambiarnos para siempre, disciplinarnos, aleccionarnos, incluso curarnos (curando de paso el planeta con una extinción parcial o total de la especie, un balsámico crepúsculo del antropoceno). La catastrofología light se impuso como el mood de la incipiente edad sanitaria. Exagerar lo trágico de la situación volvía aun más tonificante la farsa organizada de la superación (así de histéricos, así de cínicos somos). Los políticos empezaron a hablarnos como a un manso rebaño de idiotas: tardaré meses en recuperarme de la escucha diaria de sus parlamentos a la nación, cargaditos de épica barata y de un cretinismo conceptual que resulta denigrante para cualquier inteligencia media. En muchos aspectos, la Covid no nos complicó la cosmovisión: la simplificó. Demostró sin lugar a duda que la tentación de la banalidad es más viral que cualquier agente biológico.
Agitado como un manojo de zanahorias por políticos tan patentemente mal intencionados y tan cabalmente incapaces, el mito reciente de la Nueva Normalidad (NN) es tan sólo la prolongación gubernamental de la misma idiotez religiosa que persuadió tantos a subirse drásticamente al tren de la exageración, a pescar pasmosamente en los nuevos caudales de la política emocional. La Nueva Normalidad no promete ser ni más justa y laica – ni más normal – que la Vieja Anormalidad. Un razonable indicio de mejora hubiera sido, ante el máximo estrés de los primeros días de confinamiento, abordar con más pudor y menos prisa la imperiosa necesidad de proferir chorradas, ejercer con más discreción la irresistible tentación de hacer poesía de la barata y descartar por absurda la hipótesis de que los cuatro trepas sin ideas ni ideales llamados a gobernarnos se convirtieran de pronto en personas respetables y honradas: ¿Acaso no son ellos quienes, con tal de embellecer su estrategia de respuesta a la crisis, optaron por restar al recuento de fallecidos los miles de yayos y yayas que murieron sin que se les dijera de qué?; ¿No son ellos quienes designan como madrina del luto colectivo el mismo rey que aprovechó el barrido emocional de la Covid para empujar debajo de la alfombra la corrupción de todo su linaje? Quienes se negaron a investigarlo en el preciso instante en el que hacerlo hubiera sido moralmente imperativo?
Antes al contrario, en un momento de convergencia inaudita y sospechosa entre la mentalidad colectiva y las consignas institucionales, la respuesta de ambos sectores, el imaginario y el gubernamental, ha sido tempestiva, narrativa, pintoresca y supersticiosa: un ejercicio de medicina preventiva y defensiva que, sin siquiera medirlas o saborearlas, se adelantaba a las presuntas revelaciones espirituales de la Covid con todo el cochambroso arsenal de sus inmunologías, de sus primicias analíticas, de sus diagnósticos culturales y recetarios vitales. Era obvio que un gobierno totalmente inepto para las respuestas racionales y pragmáticas echara mano de todos los talismanes y fetiches del caso: una ensalada ilustrada de patria, ejército, unidad y catecismos solidarios de tres al cuarto. Puesto que la incapacidad de reacciones sosegadas y reales aviva infaliblemente la concitación de las reacciones ilusorias, Covid ha inaugurado una efímera edad de estoicismo espectacular y hacendosa impotencia. Imposible no pensar en la muerte ingloriosa de la emperatriz Sissi (la verdadera – olvidad Romy Schneider -): sumida en los quehaceres de un frenético shopping por las avenidas ginebrinas – era consumidora compulsiva -, tras recibir por la espalda la cuchillada de un anarquista, la emperatriz recorrió hacendosamente los veinte metros que la separaban de la tienda más cercana, sin caer en la cuenta de que ya estaba muerta. Finalmente se desplomó. Los runners conversos y los deportistas de nuevo cuño que plagan nuestras avenidas ofrecen a destiempo una versión millennial de aquel epílogo de una emperatriz demente, optimista y proactiva: ha colado sin fricciones la idea de que, en el menú de prioridades insoslayables de la humanidad (des)confinada y terminal, «hacer deporte» sea el plato principal, y «correr» una panacea universal. Covid positiviza la cosmovisión. Covid estimula la presión hidráulica del optimismo. Al mismo síndrome de aceleración defensiva y optimismo hidráulico remite la casi totalidad de las estampas de las últimas semanas: el tempestivo canto de esperanza y superación que musicaliza los media; el kitsch insuperable de las melodías edificantes en los reportajes gubernamentales sobre muertos y contagios; la sonrisita-lagrimita de los diarios y anecdotarios de confinamiento; las ovaciones de precepto a los héroes de la sanidad, que la clase política – ducha en ponerse medallas no suyas – acoge con complacencia unánime, porque la calidez del aplauso colectivo quita energía a la protesta legítima contra un gobierno que obliga los sanitarios a ser héroes; el tele-refrán acuciante del «unidos-salvar-vidas», que apaga todos los interruptores de la dialéctica; la hueste acechante de los filósofos de suplemento dominical, más que dispuestos a suministrarnos cada día el paliativo de sus análisis endebles; el entusiasmo rampante de un ejército de psicólogos, educadores, operadores que prometen velar por nuestra «salud emocional» – no puede ya encenderse ningún aparato doméstico, televisor, radio o secador de pelo, sin verse embestidos por el aliento cálido de sus majaderías -; la miseria mental de las agencias de cualificación universitaria que decretan con espeluznante optimismo una rauda telematización de toda la enseñanza porque con rellenar cuatro Excels creen cumplir los requisitos de excelencia; y, por supuesto, la tremenda oleada de ciberoralidad y cibercreatividad que abarrota las redes.
Así, mientras cunde la práctica acelerada de invocar la desaceleración, y mientras «compartimos la experiencia de la soledad» en mosaicos Zoom de hasta 100 rectángulos faciales, las Mary Poppins de la administración lamentan el carácter «adulto-céntrico» del estado de alarma (los peques siempre tienen tirón político) para tergiversar el verdadero significado de la operación política actual: una maniobra masiva y sin precedentes de infantilización de la población adulta. Tras haberla mentalmente entorpecido con cuatro décadas de biopolítica neoliberal, se logra ahora inducirla con cuatro meses de biopánico a aceptar como un monaguillo la consigna imperiosa de dejarse nurserificar; a renacer para disfrutar los beneficios de una infancia permanente. Y a brindar lúdicas demostraciones de vitalidad resiliente.
Justamente por eso, más que de la calidad de la respuesta en sí, los actores del dramón interactivo se enorgullecen de su rapidez en responder. Ya que el confinamiento podía abrir peligrosos horizontes a la independencia del pensamiento, curarnos del riesgo de pensar demasiado se ha convertido en una clase inédita de caridad. La pandemia proporciona a día de hoy el enésimo pretexto de desplegar con armas pesadas un paradigma ya decrépito de inmediatez: virus digno de una edad gobernada por la viralidad de los simulacros de actancia y de acción, Covid es un challenge globalizado y globalizador. Mejor que el planking, el cubo de agua helada y el selfie de riesgo. Ganó un puesto eminente en los anales del surrealismo occidental quien decidió bautizar #Joactuo la mayor campaña de la historia en pro del apalancamiento inmunológico. Seguramente su éxito se deba a que la semántica del verbo actuar tiene un pie en la acción y otro en la performance. Covid nos ha vuelto horrendamente ocurrentes. Las ciudades coviduas y sus animales salidos de madre contemplan no sin perplejidad el penoso espectáculo de nuestro frenesí, de nuestra solidaridad espectacular, de nuestra gestión de las manufacturas domésticas de subjetividad, de nuestro teletrabajo autopoético. El resultado es que no hay ni paz ni el tiempo de descubrir que la libertad de aburrirse, la de angustiarse sin bandas sonoras ni escenografías de signos, la de no tener ni buscar compañía, la de no ser ni creativos ni ocurrentes forman parte de la cosa llamada paz. Un consuelo que se anticipa a cualquier duelo no es un consuelo. Las respuestas demasiado rápidas no contestan nunca preguntas nuevas. Atestiguan, si acaso, de una terrible incapacidad de duelo. Y la incapacidad de duelo real es el rasgo inconfundible de sociedades, como la nuestra, esencialmente desesperadas.
A día de hoy la única consecuencia genuina de la Covid es una colectividad casi totalmente incapaz de crítica: aterrada, enternecida, apocada (y ahora mismo tan tierna y auto-heroica como maniquea y dispuesta a la delación). No veo que de una colectividad tan «ortogonalizada» puedan esperarse normalidades que sean nuevas. Me resulta deprimente constatar con qué facilidad, administrándoles la enésima de las simplificaciones, se pudo alistar los ciudadanos a la «guerra total contra una molécula cubierta de grasa (que mata a decenas de miles), mientras es tan difícil federar su hostilidad contra las políticas de agentes concretos y humanos (que matan a millones).
No veo que a este arsenal de simplificaciones míticas y atajos emocionales pueda responder de manera vibrante vibrante y oblicua una Cultura que, al fin y al cabo, reivindica sus migajas del pastel, acepta desde el primer instante la hipótesis de su propia marginalidad, y proclama pasmosamente el derecho a contribuir ella también al epos miserable de una «lucha unitaria contra el virus y sus efectos espirituales». Lo dice incluso la tele: la Cultura també ens salva. La cosa es que la Cultura no nos ha salvado, hasta la fecha, de un montón de cosas bastante más temibles que un virus y un confinamiento: lleva una buena mitad di siglo siendo totalmente inocua y políticamente endeble. Su auto-propaganda soteriológica es si acaso la expresión histérica, autógena, supersticiosa de una inanidad ya muy asentada. Mientras defiende el argumento débil de su necesidad primaria, presentándose compactamente como otro sector de servicios (que es lo que los políticos quieren que sea); y mientras apela en el fondo a la falsa conciencia de las almas bellas del imperio, el sector no mueve casi dedo para exigir que se formalice de una vez por todas la necesidad de volver económicamente marginales fenómenos como la monarquía, el ejército o el tratamiento salarial de los políticos. O para declarar que, si la justicia social fuera un hecho, incluso en tiempos de pandemia sería superfluo elucubrar sobre la utilidad social de las artes. Una sociedad se mide por los valores que no somete a revisión. Y una cultura gana credibilidad no por las cosas que pide, sino por cómo sabe exigirlas. De no ser así, su disidencia será igual de despreciable que la falsa disidencia de esas izquierdas cosméticas que en este momento ganan votos escribiendo cartas a los reyes y al rey. El grito unánime «La Cultura primero» no es en este aspecto menos políticamente sedante que el unánime » la salud primero» en cuyo signo se ha pergeñado la tremenda contracción de libertades de las últimas semanas, ni menos genérico que la invitación unánime «a correr a la calle» que extingue de entrada o posterga a tiempos mejores cualquier uso anómico o idiosincrásico de la calle misma. Por mucho que mire con nostalgia a la prórroga de la presunta «socialidad mediterránea» [sic], Covid es una fiesta de estéticas relacionales: porque se basa precisamente en subsumir bajo la afectividad de las relaciones literales o sucedáneas, y bajo la performance estética de esas relaciones, cualquier uso «personal» y político – antes que poético y sentimentalista – del momento presente. Deportiva y religiosa a la vez, la Cultura-en-tiempos-de-Covid se sube a este exterminio de la subjetividad política como otro «ministerio de la relacionalidad y los afectos». Mitad del tiempo que quise, durante el confinamiento, dedicar a la lectura, se vio intoxicado por la necesidad profesional de fruir la titánica oferta de productos online dirigidos a paliar la tragedia de no poder acudir a «eventos culturales». Por mucho que consumir teatro virtual sea beneficioso (más beneficioso, quizá, que leer libros reales) es indudable que garantir su erogación continua ha conseguido avalar en los políticos una fuerte tentación de declarar más que suficiente esta second life telemática de la experiencia cultural. Bienvenidos al siglo XXI, a la nueva precariedad y a la vieja irrealidad. Lo que nunca se ha ido no puede «volver». Sólo volverá debilitado por su incapacidad de irse.
No hay atisbo de defensa del silencio de las artes en una coyuntura que, literalmente, pide a gritos un poco de silencio. De hecho, el sector se ve tan chantajeado por la inminente vuelta de tuerca de las maniobras neoliberales de precarización que prácticamente nadie se atreve a afirmar que bajo ningún concepto, en una sociedad decente, el silencio necesario de las artes supondría la inanición de artistas silenciosos y trabajadores confinados. No hay defensa de la «lentitud» de las formas. Y frente a mil voluntariosas demostraciones de telepresencia de las artes en vivo, no hay ni rasgo de sus poderes de teleausencia. Cedimos a un chantaje cuando, en lugar de exigir los derechos mínimos de una inactividad excepcional, nos arrimamos al mito cuantitativo del teletrabajo. Cedimos a un chantaje cuando en lugar de reivindicar un sacrosanto derecho a la inactividad, nos apresuramos a dar prueba de nuestra productividad sucedánea.
Asisto con desconcierto a las prisas con las que, en nombre de una idea supersticiosa, deportiva y políticamente desteñida de Cultura, todo el sector corre a incluirse con argumentaciones esquizoides en el catálogo épico de la actancia (los héroes de la pandemia) y de la victimología (los afectados por ella). Resulta que sólo la Cultura nos puede salvar y al mismo tiempo sólo la Cultura paga el precio de la recesión; los ángeles jurarán que la Cultura se vuelve víctima porque quieren impedirle redimirnos y salvarnos; los diablos rebatirán que la Cultura se vuelve víctima porque hace tiempo que ha antepuesto cierto victimismo a la hipótesis de redimirnos concretamente; y que Covid ha aumentado la magnitud de este victimismo grato a la instituciones, sin cambiar su sustancia. Hacerse la víctima y el héroe es parte del rol que los gobiernos piden a la Cultura de interpretar a diario. Hoy mismo es parte del rol que piden interpretar a cualquier ciudadano o ciudadana. El virus pide polarizaciones y dramatizaciones. Así, los mismos que deliberan sobre nuestras necesidades vitales ratifican a diario y hartan a sucedáneos una improrrogable «necesidad de Cultura».
Por eso, no voy a predicar aquí las virtudes inmunológicas de la danza. Muchos insistirán en presentarla como otra terapia acelerada para un mundo apenado – por no decir la mejor terapia (el sector tiende siempre a exagerar un poco su rol) -. Veo venir ristras de patrañas sobre la «coreopolítica en tiempos de distanciamiento social». Pero la doctrina coreopolítica es en realidad un lindo catálogo de amuletos metafóricos, y adaptarla a la nueva norma proxémica (chanchando de espacios, cercanía, contacto y desafío a la nueva dogmática del espacio público y compartido) significará solo, una vez más, haber cambiado la política por más inmunología sustitutiva, más planes de choque, más falsos consuelos, más autoengaños ideológicos, más revoluciones cosméticas. Es simplemente denigrante que, mientras nadie se pregunta en qué medida la Covid afectará nuestra manera de jugar al fútbol (cuyo retorno se nos anuncia como una especie de redención), corra ya como la pólvora la pregunta de cómo la Covid-19 modificará nuestra manera de bailar, de hacer teatro. No se trata sólo de constatar, como no se cansan de repetirnos, que la Cultura paga el precio más alto de las crisis; sino de ver en qué medida, una vez más, se pida a la artes de dar buenos ejemplos de «adaptabilidad». La frontera entre la astucia de convertir un límite en una razón poética y la debilidad de adelantarse voluntariosa y creativamente a una restricción cuestionable es muy sutil.
Asimismo, describir la Covid como una pandemia coreográfica, y hablar de coreo-poderes en relación a las censuras cinéticas y a las logísticas gubernamentales de contacto que ha permitido pergeñar con el vistobueno de casi toda la población, es una banalidad que, como buena parte de la letanía coreopolítica, defiende un concepto extraordinariamente pobre de qué es, de qué ha sido, y de qué será la coreografía. Es más, autoriza a creer que el nec plus ultra de los revulsivos coreopolíticos a las actuales limitaciones que sufre el movimiento será extralimitarlo (como si la hiper-movilidad del mundo pre-pandemia no fuese parte del problema). Y asentará una vez más en términos planamente asertivos la relación entre danza y movimiento, deduciendo de la expresión «libertad de movimiento» la misma ecuación de libertad y movimiento que estimula los apetitos del capitalismo zombi. El resultado será, ante las economías cinéticas impuestas por los gobiernos, hacer economía de la idea de danza y, restándole complejidad, convertirla en una especie de «economía verde» del movimiento. El resultado será haber antepuesto por enésima vez la peor de las curas a la mejor de las enfermedades; y una necesidad mentirosa a una frivolidad verídica.
He optado por desacelerar el amor que le tengo a la danza porque creo que ambos – mi amor y la danza – pertenecen menos a la historia de la velocidad que a la de la lentitud; menos a la misión de extra-limitar el movimiento, que a la astucia de tergiversar el significado de las distancias métricas, y convertir en puntos atractores las barreras que las definen; menos al deber de abrir puertas, que al placer de articular umbrales; menos a la impaciencia de reducir la distancia o a la paciencia de aceptarla que a la inquietud de plasmarla; y de plasmarla en gestos lejanos, enigmáticos, ambivalentes, supervivientes y residuales como parpadeos de luciérnagas, pulsaciones de faros. No ha sido nunca tan actual la frase que Walter Benjamin escribió ante el ascenso espectacular del nazismo: «Fijemos desde ahora las señales que intercambiaremos en la oscuridad que se cierne». Porque anochece. Y detectar signos, depurar significados será, en la noche que se nos viene encima, una cuestión de imprudencia razonable, o de irrazonable impudencia. Como cuando, justamente, abrazamos un amigo por creer que el concepto de amistad se resiste al baremo de la «distancia social». Como cuando practicamos, con razonable imprudencia, las mil formas de intimidad asocial que conocemos. la danza es una de ellas. Puede que su silencio constitutivo – pues la danza es un lenguaje silencioso – sea una buena aproximación al tipo de lucidez y lentitud, de tácita impudencia que precisaremos cuando vuelvan a gritarnos «Schnell!».
En los últimos meses tuve el privilegio de disponer de una terraza para pasar el mal trago. Intento cada día, entre vídeo-conferencias y otras clases de ciberataques solidarios, no ser indigno de las flores que, sin anunciarse como milagros, siguen brotando impasiblemente de mis plantas. En dos meses no he tenido emoción más concreta que la de sorprender el gesto lento, la danza furtiva de esta eclosión, sorprendiendo la luz y los patrones de sombra en las cocinas de mis vecinos. En dos meses he maullado tímidamente, como un gato de Schrödinger, un razonable derecho a la indeterminación. Cualquier soledad, en este confinamiento, es una caja cerrada. O la caja negra del desastre que nos contaron. Y la llave está dentro.
Roberto Fratini
Respuesta del teórico de la danza Roberto Fratini a la pregunta:
La pandemia de la COVID-19 ha supuesto un antes y un después en nuestras vidas y ha colocado el cuerpo en un espacio de fragilidad y de amenaza constante, de manera que las relaciones entre las personas y el espacio que ocupan cobran un relieve especial. Desde esta consciencia, ¿de qué manera podemos leer hoy tu trabajo (tu obra artística o de pensamiento) y qué posibilidades de desarrollo ves para la danza?