«Alles ist Ufer. Ewig ruft das Meer»
(Todo es ribera. Eternamente llama el mar)
Gottfried Benn
«De no haberse revuelto una y otra vez las nuevas generaciones
contra la tradición heredada seguiríamos viviendo en las cavernas.
Si alguna vez esa revuelta se hiciera universal,
volveríamos a hallarnos en las cavernas»
Leszek Kolakowski
«He escrito tan sólo una obra maestra, el Bolero.
Desafortunadamente, no contiene ninguna música»
Maurice Ravel
En 2020 se decretó, alegando irrefutables motivos de salud pública, el confinamiento de cada íntimo quisque en su intimidad pertinente. 2020 fue año de cautiverio, detención, clausura – sensual para pocos afortunados, consensual para todos los demás. Cierre y encerrona para los más avisados. Encierro al modo pamplonés para todos los demás, que durante un tiempo saborearon la dichosa simplicidad de creerse perseguidos, aterrados y entretenidos por una única clase de toro. Al precepto del apalancamiento general se reaccionó de dos maneras: corriendo – fieles a la creencia delirante de que una pasividad aceptada y total pudiese considerarse otra forma de movilización -, o corriéndose – fieles a la vivencia pragmática de la masturbación como manera concreta y honrada de aprovechar la soledad. Ante un pornográfico alud de paliativos a la soledad, saber estar solos se volvió toda una hazaña. 2020 fue año jubilar de las nuevas cavernas platónicas: una epopeya de patanes encadenados, ignorancia de ser ignorantes y sombras proyectadas. Muchos aceptaron el invito del gobierno a virtualizar la realidad: la pared de sus cuevas se llenó de dobles digitales, streamings sucedáneos, socialidad de baratija. Otros optaron por realizar la virtualidad: desterrados del mundo y del estruendo inherente, asumieron como una oportunidad irrepetible la fantasía de haberlo perdido para siempre, de haber quizá sólo soñado con él; y empezaron a reconstituirlo de memoria, a relatarlo imperfectamente, a significarlo con medios austeros, a pintarlo con los dedos, como en un antro de Altamira, en las superficies internas y abruptas del alma. Jesús Rubio Gamo pertenece a esta clase de improvisadores rupestres – de quienes, justo cuando se pretendía tonificar el cuerpo contra los aluviones de un pensamiento desbocado por la soledad, optaron por otorgar a ese cuerpo la posibilidad de funcionar, divagar, ondear, inconcluir como un alma cualquiera, o como el alma de cualquiera -. No se trataba de adaptar en los espacios pequeños de la domesticidad los metros lineales de una sala de fitness, sino de aprovechar las carencias del espacio para soltar el océano del tiempo, y liberar el artificio de la memoria, dejándose atravesar por sus olas y espumas, proliferándola como los atisbos de vida orgánica en un medio marino, por duplicación y difusión, sin prisas, sin aspiraciones a una mayor complejidad; representando la amplitud del real como una tenue posibilidad, anotada en la hojarasca del recuerdo antes de que se alzara el viento. El hermoso misterio que nos une (2021) es un soliloquio del cuerpo, no tan sólo porque Rubio Gamo acepte aquí «danzar» los monólogos que escribió, inspirado por Rosalía de Castro, durante los meses del lockdown, cuando todos nos vimos más o menos obligados a amar lo poco que nos ceñía, y ceñirnos a ese poco – la vida en ausencia de la vivencia -; y no tan sólo para difuminar, como ocurre con cada vez más frecuencia (de Dominique Boivin a Olivier Dubois), la barrera entre Historia de la Danza y autobiografía: sino porque en El hermoso misterio cuerpo y palabra se rozan en un nudo que reproduce el punto de inflexión recíproca en el que la carne y el pensamiento, el gesto de la memoria y la memoria de los gestos, tienden irresistiblemente a con-fundirse. Poética de acciones sencillas (un título reciente del mismo artista). O poética de mínimos, elemental y abisal como rezar, basada en releer y releerse sin prisa, que pergeña casi una religión en sentido etimológico, porque autoriza a creer que otros brotes gestuales y mentales en otra parte sean hermanos de los nuestros, y recompone el mundo no ya a golpes de conectividad, sino por la inasible confianza en una analogía casi química entre sujetos – anímicos y carnales – alejados entre ellos: las luciérnagas de las que habló Pier Paolo Pasolini, que llaman y se llaman en la noche, pero no necesitan contestarse. Los unos y los otros en un mismo ejercicio di sincronía eventual: les uns et les autres, como recitaba el título de una peli de Claude Lelouch (un poco cursi, lo admito), que trataba de la Historia, y de los accidentes y coincidencias que trenzan en nudos impensables el tapiz de la fatalidad colectiva. El misterio hermoso de los destinos, confundidos y diluidos en el ritmo, despiadado y seductor, del Bolero de Ravel. El universo poético de Jesús Rubio Gamo, hecho de solos muy solitarios y de trabajos grupales muy grupales, es en el fondo un diedro: hablará todo el tiempo de la sincera pluralidad del sujeto monologante y desconcertado (la caosmosis que diluye y difunde la personalidad, diría Félix Guattari); y de la artificiosa unidad del colectivo cantante y concertado. Viajará en todo momento entre los polos de la cura y de la intoxicación; de la sobriedad del borracho a la borrachera de los sobrios, como caras de una misma moneda.
Un dudoso título de orgullo para el imaginario cultural del recién colapsado siglo XX fue haber matriculado la danza – o haber dejado que ésta (sin distinciones de género, escuela y estilo) reivindicase para sí misma un magisterio muy directo – en las dos asignaturas más apasionantes, las más peligrosas de cuantas acunaría la modernidad: la regeneración comunitaria de la sociedad, por un lado; la autogeneración y síntesis expansiva de la subjetividad, por otro. Queda claro, a distancia de un siglo, con qué esmero la danza haya sacado motivos de legitimidad del cultivo de pasiones tan aparentemente contradictorias: reivindicarlas como una prioridad y cultivarlas como una misión significó, en fin de cuentas, asegurarse un rol clave en el pasmoso arsenal de signos de la modernidad. Es en cambio cuestión de puntos de vista decidir si la insistencia de la misma reivindicación tiene que leerse en términos patológicos o inmunológicos: si el sector más motivado de unas vanguardias muy sedientas de promociones morales creyó seriamente que los aspavientos comunitarios y el giro auto-afectivo pudieran curarla de todo riesgo de frivolidad, o si al contrario el mismo sector opinó que la regeneración comunitaria y las catarsis de la subjetividad pudieran realísticamente constituir una contribución preferente de la danza al bien común, una novedosa panacea para cualquier achaque de civilización. Dado el fuerte apego del pionerismo dancístico a las simplificaciones y a los productos ideológicos de quilómetro cero, es probable que valieran ambas verdades: la danza más misionera, la más ambiciosa en materia de patrimonios éticos universales, la más declaradamente disidente sigue siendo a día de hoy la más desvalida. Cuando no es malévolo, su catecismo es simplemente el ademán bien intencionado de un sector en extinción permanente que ha hecho suyo el síndrome autógeno, la cristología característica de la modernidad: lanzarse a redimir el mundo cuando no puede uno redimirse siquiera a sí mismo. Los recientes desvaríos teoréticos sobre la reconfortante noción de coreopolítica, son un coletazo de la misma neurosis cultural, y de la misma impotencia práctica. El ADN ideológico de este incombustible optimismo se nos hará más transparente – o nos resultarán menos estridentes sus contradicciones – cuando observemos que ambos ídolos – la unidad irreducible del individuo y la irreducible totalidad del conjunto – se asomaron al imaginario tierno de la danza con rasgos incontrovertiblemente místicos, catárticos, neo-dionisíacos. Halagados por el intenso clima de irracionalidad política y confesionalización ideológica de comienzos del siglo, muchos adalides de la danza moderna no supieron imaginar que pudiera reinventarse el concepto de colectividad fuera de cierto guión litúrgico-sacrificial, no exento de vibraciones bárbaras; o que pudiera reinventarse la noción de subjetividad fuera de cierto esquema auto-ritual y libídico, no exento de vibraciones masturbatorias. La época se prestaba a toda clase de solemnidad maniática. El penoso expediente de los fascismos modernos es, en muchos aspectos, la demonstración infalible de que instancias tan aparentemente alejadas como las susodichas fueran paradójicamente convergentes: aceptando este riesgo de convergencia como un aliciente poético, la danza del último siglo se vio abocada a fomentar, con bastante imprudencia ideológica, el somero mito de catarsis, de solución aural a problemas de envergadura práctica, de misticismo expeditivo al que el fascismo de los años 30 supeditaba ambas instancias, inscribiendo la religión de la autoexaltación colectiva en mil ilusiones de autoexaltación y jouissance personal. Refractario a todas las lecciones de la experiencia, y sordo a los avatares de una historia política que debilitó sin piedad las veleidades de la praxis dancística de encabezar la lucha emancipadora, este fascismo sutil, disfrazado de vitalismo disidente, goza actualmente de óptima salud. Supo, a golpes de somatizaciones entusiásticas y enérgicas banalizaciones, sobreponerse incluso a las descompresiones del 68. No se cansa de proponer purificaciones, administrar desahogos, santiguarse, señalar atajos, señalarse.
No es baladí que el imaginario dancístico del último siglo haya fetichizado principalmente (y desempolvado en todos los momentos de crisis) dos partituras: la Consagración de la primavera de Igor Stravinski y el Bolero de Ravel; boyantes encarnaciones sonoras de dos de las obsesiones preferentes de la modernidad: la unanimidad orgiástica y la singularidad orgásmica. La melodía atonal o politonal de Strawinski, ahogada en una tormenta de impactos rítmicos; y la insinuante plétora monotonal de Ravel (un asertivo Do mayor, premeditadamente grosero), empalmando sobre el tamborileo marcial de un ostinato rítmico de invencible terquedad, hasta la corrida final. La audiencia se recrea en los bálsamos sospechosos de una vulgaridad que la astucia formal de Stravinski y Ravel supieron evitar precisamente asumiéndola y subrayándola. Tal vez intuyeran que a la humanidad se le deparaba un siglo bárbaro, agresivo y onanista; tal vez supieran qué acelerador ideológico aguardaba, para ese inicio de siglo, en los atajos somáticos y semióticos del danzar. Quizá tenga razón Jesús Rubio Gamo al vislumbrar en Bolero “una gran oportunidad para recordarnos que un día decidimos confiar en que la danza y la música iban a salvarnos de todo lo demás.”; quizá capte, con ironía y ternura, la esencia de esta soteriología engañosa: haber creído en los poderes de la rendición incondicional a la música, o haber pretendido que ciertas músicas autorizaran a confundir eufóricamente el ensueño grupal de emancipación objetiva con una fantasía libídica de empoderamiento singular. En el fondo, a pesar de que la Consagración se estrenara en 1913 (a un suspiro de la barbarie del primer conflicto mundial) y Boléro en 1928 (a un suspiro de la década de mayor violencia política de siempre), cuadra con este potencial de convergencia o confusión el hecho de que los artistas de danza se dedicaran a desdibujar tempestivamente las diferencias entre el ritual neo-dionisíaco hilvanado por Stravinski y el crescendo auto-carismático hilvanado por Ravel. Ambas partituras remitían de hecho al legado fantasmal de los ballets rusos: la Consagración como culminación y deflagración del conato de modernidad conminado por Diaguilev a Nijinski, casi al principio de la trayectoria de la compañía; Boléro como homenaje directo, en el epílogo de la misma trayectoria, al carisma de Ida Rubinstejn, la tránsfuga de los ballets russes que precisamente a través de la página de sabor español encargada a Ravel reivindicaba para sí el carné de herede única y legítima del karma dionisíaco de la compañía: la mesa de taberna no fue un hallazgo bejartiano, sino una idea de Bronislava Nijinska, coreógrafa de la primera versión. Así, si al glorioso (y a ratos bochornoso) historial coreográfico de la Consagración no han sido ajenas las versiones abiertamente “bolerianas” – sensuales, sexuales o solipsistas (la de Béjart la que más) – resulta tortuosamente obvio que a partir del expediente-Ravel, empapado de individualismo y sensualidad, se desplegara a su vez un rico repertorio de Boléros que parecían consagraciones de la primavera disfrazadas: bien porque supeditaban el cariz heroico-erótico de la versión tradicional a un programa comedido de formalización grupal (Odile Duboc, 1997, Pascal Rioult, 2002; Raimund Hoghe, 2009); bien porque explotaban el carisma de Ravel para un ejercicio de reapropiación estilística (Rafael Aguilar, 1987); bien porque las notas mesméricas de Boléro brindaban excelentes pretextos sonoros para el siempre grato despliegue energético de una masa de cuerpos (Olivier Dubois, 2009; Sidi Larbi Cherkaoui, 2013) o de una épica de tres al cuarto (Kim Jorn-geol, 2016); bien porque del crescendo de Ravel era siempre posible deducir irónicamente un patrón de catarsis violenta (Marlene Monteiro, 2016). Corramos un tupido velo sobre el pillaje cinematográfico (que va del ya mencionado Claude Lelouch a Bo Derek) y publicitario. Laurent Petitgirard, de la SACEM, ha testificado que actualmente, en el mundo, empieza una ejecución de Boléro cada diez minutos. De esta crónica cruzada y veladamente histérica de Consagraciones ravelianas y boleros stravinskianos, de sus saturaciones entusiastas y desintoxicaciones periódicas, de ese prodigioso objeto musical que, como muchas pasiones, “de tanto usarlo, casi siempre acaba por romperse” parece hacerse conscientemente cargo Jesús Rubio Gamo con Gran Bolero: la mejor representación hasta la fecha del cautiverio, cultural y emocional, que pudo suponer una página de música tan cautivadora. Ya que la historia imaginaria del Bolero es la de una música extenuante que ha extenuado sus promesas de liberación, Rubio Gamo ha tomado el partido correcto de invocarla para convertir el cansancio y la resistencia en el nervio poético de ese vitalismo exasperado (o desesperado) que otros trabajos suyos (como Ahora que no somos demasiado viejos todavía, de 2016) han reconocido como el thymos, el espíritu de la juventud de su generación, posiblemente la más precaria, la más líquida de siempre. Y puesto que no era posible habitar ya el sonido de Ravel sin una obstinación rayana en el desencanto, era importante estirar, diluir, liquidar y, de alguna manera, “licuar” el Bolero. De aquí que, si utilizó todavía los doce minutos tensos y suntuosos de la partitura original en el seminal Bolero para dos intérpretes de 2016 (estrenado el mismo año en que caducaron los derechos de los heredes sobre la partitura) Rubio Gamo opte, en la versión “grande” del mismo acto de exorcismo cultural y generacional, por amoldar esos doce minutos a las extensiones y duraciones de un paisaje de fluctuaciones sonoras, que es también humor, humedad, horizonte marino. De esta niebla, creada con José Pablo Polo, el Ravel original surge y crece como el ominoso, omnipotente fantasma de lo que fue. Sus doce intérpretes flotan y nadan, intentando no ahogarse, en el océano residual, en el eco de la misma gesticulación sinfónica que durante décadas ha leído el misterio de la juventud según un programa engañoso optimista de movilización masiva, de concordia molar; representan la espuma terminal de ese mar de sugestiones: su turbulencia, sus circulaciones, sus corrientes reñidas o convergentes, sus remolinos, sus incidencias, sus desórdenes incontrolables y sus frágiles atisbos de orden; guiados en todo momento por un irresistible impulso de relación que da al traste con ambos vicios de los boleros tradicionales, el énfasis colectivo y el titanismo seductivo: algo que Rubio Gamo ya había sentado en 2016, tratando Boléro, de forma bastante inaudita, como un misterio, o un desahogo, de pareja; y desvelando un paradigma relacional que, después de todo, había siempre anidado en el ADN de Boléro: la partitura fue compuesta pensando en el Fandango como baile de pareja. Con verdadera pasión por los recorridos espirales (Rubio Gamo empezó siendo patinador artístico), y por los enroscamientos dinámicos engendrados por mil alquimias casi incidentales de atracción y repulsión , Rubio Gamo de-monumentaliza la cinética masiva que acostumbramos asociar a Ravel poniendo literalmente al desnudo sus pilares retóricos: el cuerpo de los intérpretes, la célula rítmica del ostinato (trabajada en la primera parte de la coreografía como un pulso de sonoridad basta) y la melodía glamurosa (devuelta al canto a cappella de los intérpretes como un himno destartalado, casi un intoxicado final de fiesta). Rubio Gamo ha declarado una vez que, “en el fondo, Bolero es una cárcel”. Libres y cautivos, despreocupados y obstinados como en el patio de una inmensa cárcel sonora, los intérpretes de Gran Bolero la habitan de la única manera posible: dejándose atrapar en la tentación terminal, tan imperativa en este crepúsculo de posmodernidad, de evadirla; sumiéndose en la cueva todos juntos.
Roberto Fratini
JESÚS RUBIO GAMO presenta al Mercat de les Flors: ‘Gran Bolero’, del 29 de setembre a l’1 d’octubre de 2022, i ‘El hermoso misterio que nos une’, del 30 de setembre al 2 d’octubre de 2022
Bibliografía:
Hans Blumenberg, Salidas de caverna, Antonio Machado Libros, 2004.
Johan CALLENS, “Recursion, Iteration, Difference”, Performance Studies: Keywords, Concepts and Theories, 76-83, 2014.
Georges DIDI-HUBERMAN, Supervivencia de las luciérnagas, Abada, 2012,
Madeleine GOSS, Bolero. The Life of Maurice Ravel, Read Books, 2013.
Félix GUATTARI, Caosmosis, Manantial, 1996.
Roberto FRATINI, “Coréuticas del convivir”, en Escrituras del silencio, Paso de Gato, 2019.
Robert JOHNSON, “Bronislava Nijinska and the Spirit of Modernism”, Experiment 17 (1), 2011, p. 264-290.
Links vídeo:
(Integral online Maurice Béjart, Boléro, 1961)
(Extracto Rafael Aguilar, Bolero, 1987)
(«Troisième Boléro», de Trois Boléros, 1997)
https://www.numeridanse.tv/videotheque-danse/bolero?s
(Extracto Thierry Malandain, Boléro, 2001)
(Teaser Raimund Hoghe, Bolero Variations, 2008)
(Extracto Olivier Dubois, Révolution, 2009)
(Trailer Marlene Monteiro Freitas, Bacchae- Prelude to a Purge, 2017)
(Extracto Sidi Larbi Cherkaoui, Damien Jalet, Boléro, 2016)
(Integral Vídeo Kim Yong-geol, Bolero, 2016)
(Extracto Emio Greco; Pieter Scholten Two-Boléro, 2017)
https://www.facebook.com/watch/?v=1159190854112433
(Escena final, Claude Lelouch, Les uns et les autres, 1981)
Otros links de interés:
https://poemas.yavendras.com/soledad.htm (Texto online, Rosalía de Castro, «Soledad»)
https://www.franceculture.fr/musique/ravel-je-nai-ecrit-quun-seul-chef-doeuvre-le-bolero-malheureusement-il-ne-contient-pas-de (Artículo online, Hélène Combis, «je n’ai écrit qu’un seul chef d’eouvre, le Boléro, malheurseusement il ne contient pas de musique», France Culture, 2016)
https://www.cairn.info/revue-bulletin-de-l-institut-pierre-renouvin1-2014-2-page-31.htm (Ensayo online, Jessica Semsary; Nils Wekstein, «Le Boléro de Ravel. Adaptations, réinterprétations et transformations, 1928-2008.», Bulletin de l’Institut Pierre Renouvin 2 (2014), n.40, p.31-48.)