«Stay strong. Stand up. Have a voice»
Shawn Johnson
«May you live to be 100 and may the last voice you hear be mine»
Frank Sinatra
La onomatopeya primaria es el fenómeno por el que un idioma intenta transcribir o deletrear de forma persuasiva esos sonidos, exclamaciones, ruidos e interyecciones que componen el sonido del mundo o el sonido de un cuerpo, anteriores, ambos, a toda articulación del lenguaje; sonidos que aún guardan algo de la oscuridad orgánica de la materia primordial de la que proceden: vibraciones, frecuencias, modulaciones del cuerpo como mundo y del mundo como gran cuerpo resonante. La onomatopeya posee la torpeza de esas palabras imprecisas a las que habría siempre que agregar un que digamos, un por decirlo así. En un «Aaaaaaaah» la vocal se derrama ad libitum por el espacio de la página porque el dolor, o el susto, la sorpresa, o el placer que expresa no han tenido acceso a la esfera inmaterial y concisa de los conceptos abstractos: por su desbordante deseo de parecerse lo más posible al sonido que intenta evocar, la onomatopeya está condenada, más que toda palabra, a ser cuerpo de letra, a configurarse en un espacio físico, a gesticular su imprecisión; condenada en suma a constituir la parte de mito que aún se agita en los entresijos del lenguaje. Porque el mito, por citar a Hans Blumenberg, empieza con la «irrupción del nombre en el caos de lo innominado», y todo nombre es, ya en sí, la raíz de un mito, la ocasión de un cuento. Hijo de un pavor primordial al estruendo de lo real y a sus peligros, el nombre permite, llamándolo, contar el mundo que no entendemos. Y porque llamar a las cosas (como cuando llamamos a alguien en la calle para que nos conteste) es finalmente gritarlas con el grito que emiten, el sonido al que responden y al que se corresponden. El ejercicio de fonación por el que los niños pequeños aprenden a hablar antes de saber qué dicen, no deja, por ser un juego, de expresar una amplia gama de miedos y necesidades primordiales. Si onomatopeya significa literalmente «invención de un nombre», es porque el griego ónoma, antes de significar «nombre», se limitó a designar genéricamente el grito. De paso, en psiquiatría se sigue llamando onomatofobia el miedo irracional a todo ruido intenso y especialmente a los chillidos.
Jorge Dutor y Guillem Mont De Palol llevan varias temporadas hilvanando una idea onomatopeica (u onomatopoiética) de la coreografía, basada en explorar el poder de los sonidos inarticulados por crear espacios, hacer cuerpo, evocar historias, dictar gestos y, por qué no, exorcizar el tremendo no comment que ha convertido la realidad en una especie de inenarrable monstruosidad. No hay dejarse engañar por el clima gozoso, cuando no cabalmente slapstick de sus performances: reírse, cantar, silbar, bailar en la oscuridad es un asunto condenadamente serio. En su primera pieza, Uuuhhh, while inventing horrors I was a teenage werewolf (2009) se jugaba justamente a reconstituir el clima narrativo de las ficciones de terror encargándole al cuerpo la tarea de «gesticular» los sonidos del género y de desnudar así su automático poder de significación y evocación (también Jennifer Lacey (This is an epic, 2003) y Nicole Seiler (2014) se han atrevido con el análogo desafío de desarticular toda una región del imaginario mainstream a través de los «efectos» y clichés plásticos, físicos y sonoros que le son fatalmente asociados). El segundo trabajo, Y por qué John Cage (2011), le daba una vuelta completa problema, devanando con ironía implacable ese potencial «onomatopéyico» de corporeidad que el lenguaje verbal puede ofrecer una vez se le haya sacado de la cárcel del significado literal. No es de extrañar que en la creación más reciente, Los micrófonos, la pasión por los sonidos como catalizadores de espacios estructuralmente narrativos (espacios en los que la proliferación del cuento es tan inevitable como una función orgánica) encuentre nueva y radicalmente esa pasión por lo pop que representa, en muchos aspectos, el aroma más inconfundible de la cocina poética de Mont de dutor. Aunque en el entorno catalán la costumbre de asumir, desplegar y deconstruir el cult – santo y seña de la posmodernidad – no sea una praxis aislada (Pienso, entre otros, en Sergi Faustino, Pere Faura y Aimar Pérez Galí), la conspiración pop de Dutor coreógrafo y Palol escenógrafo (ambos performers, ambos «vocalizadores») posee rasgos bastante únicos: jugando con títulos célebres, nombres icónicos, letras consabidas del universo de la música mainstream; haciendo del cuerpo un micrófono capaz de amplificar, dilatar, distorsionar, gesticular, samplear, mezclar y difundir el poder de evocación que incluso el temazo más rancio de MTV enciende como una mecha narrativa, muy a pesar suyo, en cada uno, Los Micrófonos parece interpretar de forma original muchas obsesiones temáticas de la década. Por un lado, Los micrófonos recuerda la enorme labor de desplazamiento y desmantelamiento del lenguaje , de desnudamiento de los mecanismos automáticos de asociación y significación, de disociación entre signos y referentes que la investigación coreográfica ha llevado a cabo en los 20 últimos años (el listado sería infinito. Aquí me limito a evocar dos ejemplos tan cercanos en el tiempo y en el espacio como Joâo Lima y Laila Tafur). Por otro puede leerse en el trasfondo de un cierto apego de la vanguardia reciente a desautorizar, confundiéndola o emborronándola, la geografía de los géneros de la ficción popular (pienso en artistas como Cuqui o María Jerez, que en 2014 involucró a Mondedutor precisamente en un proyecto sobre los sonidos del cine, Ba-deedly-deedly-deedly dam ba-boop-be-doop; en los irresistibles pastiches cinematográficos de Cris Blanco, como El Agitador Vórtex de 2014; incluso en el trabajo sobre canciones pop-rock que sedujo una parte del conceptualismo francés, como en (Not) a love song de Alain Buffard, en 2007). Así y todo, Los Micrófonos es mucho más que otro ladrillo añadido a la gran empresa de (de)construcción de la danza conceptual, porque intuye la cultura pop (con su océano de sonidos, nombres y canciones) como el escenario de un retorno paradójico del imaginario colectivo a los mecanismos más primarios de génesis del lenguaje: Roland Barthes demostró hace tiempo que los ídolos populares no hacen sino reconstituir a un segundo nivel – el de la civilización de los consumos -, la inextinguible sed de mitos, mitologías y mitopoiesis que Occidente se había visto arrebatar por la doble avanzada de los monoteísmos y de los racionalismos. El referente pop no deja de ser la colisión o colusión de un nombre, del sonido asociado a ese nombre y de la cara de ese nombre en algo tan carismáticamente unitario que resulta ya imposible decir si sea una imagen, una palabra, un concepto o un estruendo. La pintura de Roy Lichtenstein, quien de las onomatopeyas de los comics como epítome de los géneros populares hizo un tema iconográfico dominante, resume a su vez el estilo onomatopéyico, el ruidoso paradigma de toda una cultura. Es precisamente gracias al carácter barbáricamente primario y veladamente religioso de las síntesis y siglas que componen el mundo pop, como el mismo mundo consigue «enganchar» nuestras vidas, confiscar recuerdos, encauzar narraciones, requisir asociaciones. El marketing de los 80 intentó exitosamente lo mismo con la estrategia del branding: exponer implacablemente la colectividad a la asociación ya inextricable entre el nombre de una marca y la imagen de ese nombre. La noción de logo, y su extraordinario poder de impregnación en nuestras existencias, procede de este simple acto de regresión que la música pop venía practicando desde siempre: darles una intensidad rematadamente onomatopéyica a todos sus símbolos y sonidos: para que cantáramos la letra de las canciones inglesas sin saber qué significara, al igual que los niños aprenden a decir las cosas antes de saber qué dicen; para que el gustazo de aclamar nuestros ídolos y rumiar como conjuros mágicos sus canciones terminara convirtiendo a ambos en antonomasias (que es cuando el nombre de alguien se convierte en una palabra de uso corriente). Los micrófonos hace ambas cosas: denuncia y desestabiliza los candores de la cultura pop pero no renuncia a asumir que sería ya imposible plasmar, inventar o incluso falsificar el cuento de nuestras vidas privadas sin consentir a enredarnos en la tupida urdimbre de mitos que esa cultura no para de acumular alrededor nuestro. Por eso mismo, por querer subrayar que las generalidades del pop y el rugido oceánico de la colectividad en los conciertos no le impiden al pop de descender profundamente en la particularidad de la existencia de cada uno, la puesta en presencia del sonido se debe de ser, para Mondedutor, rigurosamente low tech: la mejor prueba de la pregnancia existencial de los grandes éxitos es nuestra tendencia a canturrearlos obstinadamente bajo la ducha, deformándolos a placer, cuando creemos que nadie nos escucha. El crítico inglés que, creyendo descalificarlo, dice del trabajo de Jorge Dutor y Guillem Mont de Palol que da la sensación de que los autores proyectaran una pieza «but never made it past their warm-up», que en suma Los Micrófonos se pareciera al pre-calentamiento de una pieza sobre música y cultura pop nunca realizada, dice involuntariamente una verdad muy profunda sobre el trabajo del dúo: que hay algo sustancialmente «incoativo» en su poética: ¿acaso Y por qué John Cage? no era una pieza hecha enteramente del reinicio de su primera frase? Y ¿no era, esa frase, el inicio de una posible conversación de los creadores sobre la pieza por hacer? Mondedutor ama darle ubicuidad a ese caos inicial que se da cuando los actores, antes de subirse al escenario, van emitiendo para calentar todo tipo de sonido sin sentido y, de esta forma, reproducen algo así como la versión regresiva, pre-lingüística – cuando no pueril y festiva – de toda la pieza que vendrá.
El resultado de esta gozosa redundancia de «inicios de cosas» es un fabuloso paisaje de sonido por el que corretea con ademanes de borracho una infinita posibilidad de nueva narración. Tal vez paisaje no sea la palabra más correcta. Tal vez se trate de un mapa (los mapas están muy de moda, desde que Michel Houellebecq los convirtió en todo un amuleto contra la desorientación masiva del presente), aunque los mapas suelan precisar correspondencias, unir nombres y ubicaciones, encauzar en códigos el desorden de signos que es un paisaje, mientras que Mondedutor juega a unir lo incoherente y a desunir coherencias. Es más, Jorge Dutor y Guillem Mont de Palol se dicen enemigos del concepto de proyecto, ya tan colonizado por las hipocresías de las lógicas productivas y del discurso cultural: toda su poética pretende navegar a vista en un intrico siempre abierto de datos, influencias, referencias, resonancias y consonancias posibles (Deleuze diría, en un rizoma), que es todo fuera que un mapa ordenado: Doing things that enable us , or bring us, to do other things, el título que le han dado a la densa agenda de viajes, contactos e intercambios que les ocupa en esta temporada, dice con suficiente elocuencia su aversión por los marcos fijos y los futuros ya decididos. Hablaremos entonces, para Los micrófonos, de un mapa de estrellas (o, tratándose de cultura pop y liturgia MTV, de mapa de stars). Porque las estrellas son brillos solitarios en la oscuridad unidos, o asociados por la asignación, siempre arbitraria, de un nombre mítico. Así, pues, Whitney y Houston ya son dos nombres que la aclamación popular ha unido en algo así como una constelación; ya son un arranque de fabulación, de la misma manera que los tarots desplegados o constelados en la superficie de una mesa, ya sugieren, de por su simple asociación en el espacio, toda una profecía. Dutor y De Palol se familiarizaron con estas lógicas de «co-implicación» o colusión de signos en el espacio, dictada por el tarot, trabajando con Sara Manente y Marcos Simoes en This Place de 2013. Es más, su misma complicidad artística que, lejos de intentar neutralizarla, se hace fuerte de la existencia de una relación personal, bien puede concebirse, a su vez, como una constelación de este tipo, como la topografía de una complicidad: la creación del espacio que une, indisolublemente, dos nombres en uno: Jorge Dutor y Guillem Mont De Palol – Mont de dutor para los fans.
WEB COMPAÑÍA
BIBLIOGRAFÍA
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Bojana KUNST, «Pronóstico sobre la colaboración», en Óscar CORNAGO (ed.), A veces me pregunto por qué sigo bailando, Continta me tienes, 2011.
Christopher WASHBURNE, Maiken DERNO (ed.), The music we love to hate, Routledge, 2004.
LINKS VÍDEO
https://vimeo.com/30879911 (extracto vídeo Montdedutor, Y por qué John Cage con entrevista)
https://www.youtube.com/watch?v=HM3ZBrWBtKA (extracto de María Jerez, Ba Deedly-deedly-deedly- dum ba-boop-be-doop con entrevista)
https://www.youtube.com/watch?v=O2oihQbu1RE (extracto vídeo de Cris Blanco, El agitador vórtex, con entrevista)
http://redenasa.tv/es/post/sergi-faustino-z-de-zombis/?s=c (extracto vídeo Sergi Faustino, Z de Zombi con entrevista)
https://vimeo.com/44284770 (extracto de Pere Faura, Iñaki Álvarez, Diari d’accions, con entrevista)
https://www.youtube.com/watch?v=a0ymoGwkaL8 (extracto Laila Tafur, Susobra con entrevista)
https://vimeo.com/36078239 (extracto Joao Lima, O outro du outro)
https://www.youtube.com/watch?v=aX4HlNmejSo (reportaje sobre Alain Buffard, (Not) a love song)
OTROS LINKS DE INTERÉS
https://prezi.com/gnv826xmgdq_/contemporary-dance-making-pop-culture/ (Hope Crockett, Contemporary Dance Making and Pop Culture)
http://sophia.smith.edu/blog/danceglobalization/ (S. Godel, Interrogating Dance Globalization)