Much, too much noise,
much, too much commotion.
(Arnold Schoenberg, A Survivor from Warsaw)
Dada a malgastar en prevaricaciones, traiciones y matanzas su capital de tragedia, la curva descendiente de la historia podrá entenderse mejor como la consolidación paulatina e irreversible de ciertos protocolos cómicos. La tragedia era un modo de comprensión, una destreza de la cosmovisión que, de tanto usarla, se nos rompió hace más de un siglo (puede que antes, pero no vamos a ponernos puristas). Con sus sangrías, pelotazos y bancarrotas, nuestra civilización recuerda una película slapstick, acelerada y parpadeante, de malentendidos desternillantes y errores garrafales. Hemos dado muestra de un talento innegablemente farsesco por convertir la prosperidad en cataclismo y el cataclismo en prosperidad. El suicidio de la especie se anuncia como una Comedia sin Arte de escala global. No puede decirse que a esta maniobra autolítica de una humanidad poco seria no esté a su vez contribuyendo la Comedia del Arte de nuevo cuño: el espectáculo millennial del Arte como vodevil expandido y terminal; o la revista frívola y siniestra de eso que muchos se empeñan en llamar Cultura, centelleante de fatalismo chic y angelismo moral, tonificaciones viscerales y correcciones edificantes, blasfemias de parvulario y catecismos santurrones. Si acaso, ocurre que ambas farsas – la de una especie que ya no sabe improvisar y la de una Cultura que no sabe hacer otra cosa – se antojen cada vez más abochornantes, violentas, deprimentes. Tuvo razón Walter Benjamin, cuando insinuó que la colectividad estuviese dispuesta a degustar su autodestrucción como el más refinado de los placeres estéticos; y tendría razón Peter Sloterdjik al declarar, unas décadas después que nos precipitamos por la pendiente abrupta y cretina de la posmodernidad tardía como pasajeros de una montaña rusa, gritando de excitación y fatalismo.
Que lo trágico vuelva deportivamente a “estar de moda” en todos los cuadrantes del discurso, como hashtag, psicótropo cultural, aliño semántico, sólo es el reflejo más paradójico de nuestra sólida ineptitud para cualquier tragedia. Invocarla y reivindicarla sabe a mitomanía: a la mitomanía, para ser precisos, de una humanidad terminantemente seducida por la catástrofe en todas sus formas. Con su catálogo de agitaciones, turbulencias y excepciones, el desastre ofrece enormes descuentos en análisis y autoanálisis. En nombre de este humanismo de ocasión, cualquier estado de emergencia se publicita como un irresistible Black Friday ideológico. Llamarlo apresuradamente tragedia ahorrará la molestia ética y el malestar político de entenderlo. La ceguera de Edipo arrancándose los ojos será una putada, pero tiene la ventaja de simplificar drásticamente la visión de las cosas. No debe sorprendernos que este fatalismo teleinvidente, de todos a una y todo a cien, esté de enhorabuena: si el mood de la catástrofe es tan funcional al neoliberalismo, es porque los profesionales del marketing psicopolítico saben que una colectividad ciegamente entregada al New Order aspirará sobre todo a obtener títulos exprés de tragicidad que la consuelen de ser tan connivente con sus males. Este giro de la sensibilidad tiene guasa, si recordamos que la verdadera tragedia fue esencialmente una forma escénica del desconsuelo.
El coro antiguo vuelve con prepotencia, sin restricciones ni retenciones, en la forma del vocerío.Los públicos piden gritos, y lo hacen gritando, como ocurre en ciertas standing ovations donde, más que aplaudir a lo que sea o a quien sea, los hijos pasmosos de la edad de los eventos se aplauden a sí mismos por el hecho de aplaudir, arrasando con los créditos festivos y participativos del caso. No hay aclamación que no sea una forma de autoerotismo colectivo. Lo sublime está innegablemente de rebajas. Siendo honestos, siempre desprendió un leve tufillo a baratija. Cuando este público desinhibido, impresionable y sensacionalista se abalanza al menú degustación de los extremismos artísticos, lo hace generalmente en busca de treguas expeditivas al desafío de la complejidad. La peña no se ha visto nunca tan sospechosamente deseosa de maximalismos, purificaciones, regeneraciones, katharsis. Y encontrará invariablemente catártica cualquier alegación cultural de que la humanidad es todavía la heroína, desgraciada y sublime, de su propio mito – el del simio desnudo, ocurrente y desgraciado. Como suele ocurrir en mitología, este mito tóxico lo celebrará de preferencia a pelo: soslayando los hechos, haciendo caso omiso de la historia, renunciando a cualquier cómputo desencantado de causas, medios y contextos. Al hashtag #tragedia sólo pide, al fin y al cabo, una chance balsámica de autoconmiseración y un upgrade extemporáneo de redención.
“Al fin y al cabo” debe tomarse, en este caso, al pie de la letra. Por regla (o por vicio), cuando quiere saltarse los aspectos grotescos e ingloriosos de sus finales, nuestra cultura redescubre el inefable carisma del inicio, el delirio retrospectivo de creerse originaria, primitiva, sacrificial, mística, prediscursiva. Esta misma nostalgia de barbarie – un placebo para civilizaciones enfermas – ha sido objeto de desmanes escénicos al menos desde la Consagración de la primavera. Y es casi siempre el preludio excitante de alguna matanza (en 1913 lo fue del baño de sangre de la Gran Guerra y del turnover fascista). Pero nunca aprendimos la lección. Y mientras seguimos flirteando con la regresión, la posibilidad de que nuestro final se dé como reedición distópica de un debut biológico de la especie pasa a ser mucho más que una simple veleidad simbólica: por cómo se va desarrollando, con su capacidad casi ilimitada de involución material y cognitiva, el epílogo del Antropoceno nos depara un tupido programa de vivencias preculturales, socialidades de horda y majaderías rasas. Soñar, como hacen ciertos sectores del discurso, con deceleraciones détox y revivals de una animalidad fantasmagórica y tonificante, sirve sólo para retrasar la constatación despierta de que la bestialidad funcional, la pérdida irrevocable de todo lo humano es ya un hecho del Neoliberalismo en fase tecnoutópica. El simio puede como mucho dar vueltas por la jaula que se ha montado. Escenificando un tormentoso vaivén de cuerpos, el memorable inicio de Tragédie dice que la relación entre la especie y el mundo (moral, política, emocional, natural) solo subsiste en la forma de un cautiverio cinético: circuito cada vez más corto y desesperado de cuerpos, mercancías, valores e ideologías, cuya causa (y cuyo efecto) es la terminante ausencia de cualquier salida – el mood trágico por definición. La posmodernidad es un huis clos de escala global. En gamas obsesivas de doce pasos, los intérpretes ejecutan aquí un “reloj” del fin del mundo. Añadiría que esta errancia abisal, la Wanderung del occidente romántico, sólo existe actualmente en una forma degradada, terminal y demente llamada turismo. Demasiado literal, la tragedia ya no es ni narrable ni creíble: queda como un tumulto de carne y gestos, abocado a la dudosa libertad de colapsarse encima. En las cuevas mentales de hoy, como en las cuevas materiales de mañana, el simio llega al final del viaje bailando con lo puesto, es decir con nada.
Conmiserada como una fatalidad o celebrada como un imprevisible giro del virtuosismo, esta indigencia conforma precisamente el móvil de las mejores incursiones recientes en la tragedia. Auschwitz nos dejó en herencia la defunción de Dios, la descomposición del Gran Relato, la crisis de la representación, y por supuesto la muerte de la tragedia. El retorno de un paradigma trágico que, al realizarlo la Shoah desacreditó para siempre, ha sido simplemente impensable durante décadas. De la psicosis totalitaria aprendimos también que nuestro humanismo, con sus evangelios somáticos y corporalidades radiantes, podía tranquilamente acabar en carnicería, muladar, fosa común, cúmulo de despojos. Impertérritos y cabalmente oscurantistas, no hemos renunciado a considerar el cuerpo como una cita in extremis con la verdad. Precisamente esta verdad última del cuerpo – cuya prestación más verídica es devolvernos cadáveres al peso – constituye el mito subyacente, el caso desgraciado, la anécdota cruenta que se relata en todas las concreciones del paradigma neotrágico.
Si el terrible apego de toda la modernidad al deporte de exterminar hace que cualquier declinación discursiva, narrativa o poética de la tragedia como historia – y de la Historia como tragedia – se antoje ya impracticable, la única tragedia posible es terminal, anónima e inconsolablemente orgánica: no se inscribe ni en la historia individual ni en la Historia colectiva porque, de alguna manera, las precede: encarna, de ambas, la miseria funcional, el desnudamiento, el despojo, incluso la obscenidad. La causa primera y el efecto terminal. Romeo Castellucci, el más profundo de los neotrágicos, lo ha formulado infaliblemente. La tragedia ya sólo puede ser endogonidia: relata un evento sacrílego e irreparable que tiene lugar en el aparato reproductor, protagonizado por la vida a pelo de un sujeto incompleto (un nobjeto), que en su existencia posterior no conseguirá ser ni sentirse en ningún momento tan arropado como cuando, en un vientre, estaba completamente desnudo; protagonizado en suma por esa nuda vita de un “ser para la muerte” que, en palabras de Giorgio Agamben, volvió a aflorar traumáticamente de la experiencia de los campos para convertirse en destinataria de cualquier biopolítica posterior.
Intuir la sustancia orgánica de la tragedia que nadie escribirá – y de la que nos queda por vivir – ha permitido, paradójicamente, poner en evidencia la verdad subyacente de todo nuestro patrimonio trágico. El teatro clásico, exponiendo los crímenes y castigos de unos protagonistas “irresponsables” (héroes y heroínas culpables, por designio divino, de una culpa que no les pertenecía), sólo envuelve en un ajuar de mitos la trama única de la existencia: pagar con la muerte la blasfemia no nuestra – y al mismo tiempo de nadie más – que es nacer. Ser cuerpo es la primera y la última de las tragedias. La sustancia fetal y gesticulante de todas las inmersiones recientes en el esquema trágico – también de Tragédie – emana de esta intuición, de esta versión terminal de Ecce Homo. Casi emociona constatar que Olivier Dubois nació en Colmar, patria de un retablo de Mathias Grünewald que ha pasado a la historia como la más espasmódica, convulsa, trágica de las crucifixiones. Si la carne, condenada a muerte por el crimen de vivir, gesticula desesperadamente su disconformidad con la sentencia, ya no hay danza propiamente dicha que pueda arroparla, vestirla o transfigurarla. El baile de la nuda vita debe cambiar, reducirse, desnudarse a su vez: Tragédie exhibe el arsenal autohipnótico, casi primitivo y en cierto sentido pre-coreográfico de los forcejeos, amagos, reacciones, colisiones y rendiciones de un cuerpo drástico y, a modo suyo, crístico, nunca tan sagrado como en el último acto de su abyección. De un cuerpo, en suma, dévisagé (parafraseando el título de la exposición que el CND dedicó a Dubois en 2009): el del intérprete “sin rostro”, vuelto misteriosamente ilegible en el mismísimo instante en el que su carne quedaba más expuesta, más descaradamente visible. De toda la música habida y por haber, a esta danza despojada sólo le quedará en la obra de Dubois, el pulso en crudo del espacio sonoro creado por François Caffenne: un desierto de drones y bajos, una rave de fin del mundo.
Que Tragédie fuese una síntesis madura del paradigma neotrágico no basta para explicar su éxito descomunal. Cuando se presentó (en 2012 en el Cloître des Celestins) y por cómo se presentó, bajo los auspicios de la histeria siempre asociada al festival de Aviñón, era previsible que la primera reacción de público y crítica fuera el sensacionalismo. La norma del mainstream es convertirnos en una gentuza sin espesor, capaz de confundir prestigio y popularidad. Ocurre que, en el marco de la Alta Cultura, nuestra manera de pensar el cuerpo y los estragos formales que lo conciernen no sea menos inexorablemente plasmada por un anhelo de escándalo: para volver al inicio de esta reflexión, vernos representados como una humanidad desnuda nos resultará por regla más excitante que aleccionador.
Con su belicosa sutileza, Tragédie no ha dejado, desde 2012, de levantar pasmosas expresiones de unanimidad. Paradigma de un sensacionalismo de nuevo cuño y objeto de incontables amagos de imitación, el exploît de Olivier Dubois profetizaba al menos dos de los “síndromes formales” de máxima audiencia en lo que va de siglo: el retorno armado del gran formato, de la artillería pesada, de la pieza multitudinaria, del subidón grupal (es emblemático que, a la hora de reeditar una obra pensada para 9 intérpretes, el coreógrafo decidiera desdoblar el reparto); y el invencible sex appeal discursivo de un desnudo integral que la crítica valida infaliblemente con créditos de autenticidad, atrevimiento, radicalidad, incluso abstracción. El catálogo de las creaciones que en las últimas décadas han echado mano, con más o menos oportunismo, del carisma escénico de una humanidad en paños menores, es bastante nutrido: de Lia Rodrigues, (Aquilo de que somos feitos,2000) a Mette Ingvarsten (To Come, 2005); de Boris Charmatz (10.000 gestes, 2017) y Jesús Rubio Gamo (Gran Bolero, 2019); de Jan Martens (The Dog Days are Over, 2014) a Emma Dante (Bestie di scena, 2015) – seguramente se me quedara en el tintero alguna que otra pieza epocal-. Sobra añadir que una parte consistente de las creaciones mencionadas repite un gesto poético que precisamente en Tragédie había hallado su expresión modélica y operacional. Podemos cultivar la creencia evangélica de que fue Jerôme Bel quien, en la pieza homónima (Jerôme Bel de 1995) “normalizara el desnudo” para toda la coreografía posterior (palabras de Rosita Boisseau, que evidentemente había olvidado, cuando las escribió, varios capítulos de historia de la danza moderna); o admitir que el desnudo escénico sigue siendo una anomalía intrigante y una ambivalencia poéticamente fecunda: no sabes nunca si interpretarlo como un síntoma penitencial de abnegación y fragilidad o como un desborde de narcisismo; si leerlo como un gesto o como una condición. Nada se presta con tanta soltura a avalar las modas semánticas: los mismos críticos que hace doce años vitorearon en Tragédie la franqueza sexual del cuerpo, ahora jurarían sobre sus madres que los desnudos de Tragédie son la expresión fehaciente de un cuerpo finalmente emancipado de las trabas del género. Ocurre que Eros sea un dios clandestino, muy dado a colarse por las grietas del discurso. Exente del candor que le atribuyen, hábil a encarnar todos los valores que se le quieran atribuir, el desnudo obstinado de Tragédie (o su obstinación desnuda), deberá si acaso entenderse como concreción ejemplar de eso que Emio Greco (otro visionario de la desnudez escénica – Enfer, 2006) bautizó extremalismo: una fusión de minimalismo y extremismo. El mayor ejercicio de extremismo del desnudo es, en suma, presentarse como una muestra de minimalismo. De competencias extremalistas Olivier Dubois, en su estelar trayectoria de bailarín, se había nutrido a lado de un maestro como Jan Fabre. Apresados entre espasmo y esplendor, ruinosamente libres, todos los intérpretes de Tragédie son, para describirlos con una expresión grata a Fabre, “guerreros de la belleza”.
El éxtasis de la randonnée desnuda ejerce sobre el imaginario cultural, a todos los niveles, un poder de convocatoria incalculable: ni Tragédie ni ninguna de las aventuras coreográficas afines serían plenamente comprensibles si no las relacionáramos con ese giro macroscópico del imaginario colectivo que en años recientes ha llevado marabuntas de público a movilizarse y posar para las operaciones foto-publicísticas de Spencer Tunick, quien medró realizando retratos oceánicos de gente en bolas; pese a quien pese, atañe al mismo capítulo del imaginario la pirámide de cuerpazos en surménage escenificada por Kylie Minogue para el videoclip de All the Lovers, en el lejano 2010. Pensado con lucidez, posiblemente el desnudo colectivo de las últimas décadas encarne la última forma posible, la más enérgica, y al mismo tiempo la más residual e inane, de eso que nuestra historia política ha llamado manifestación. Dice de una humanidad más hacinada que cohesionada, más pasmada que sensible, más impulsiva que pensante, más performática que activa; histriónica, sobreexcitada y arreglada incluso cuando patalea sus orgías domingueras. Ahora bien, porque la colectividad sigue siendo y sintiéndose naturalmente fotogénica, de este gusto renovado y masivo por la desnudez como atajo político y como gesto mítico de resistencia emerge, de forma imprevisible, una versión totalmente posmoderna de eso que Siegfried Kracauer describió, en los años 30, como “Ornamento de la masa”: la sobreactuación (sobradamente proactiva) de una docilidad ya ilimitada. El capítulo final de la historia del desnudo colectivo es una mezcla contradictoria de belicosidad inane y pacifismo convulso; una especie de optimismo trágico cuyo carismairrumpió en el imaginario teatral de occidente ya en 1968 con el memorable desbrague de artistas y público en Paradise Now del Living Theater (incidencia mayor, para variar, del festival de Aviñón de ese año.) Hay una distancia incalculable entre este optimismo trágico, rasgo inconfundible de los extremalistas hodiernos, y la nonchalance somática, el uso discrecional, pensativo, enemigo de todo sensacionalismo que del mismo motivo hicieron visionarios como Anna Halprin (Parades and Changes, 1965) o Steve Paxton (Satisfyn’ Lover, 1967): creadores que ambos asignaban, como haría Dubois décadas después, una relevancia descomunal a la vinculación entre la desnudez y el pedestrian movement, la simple acciónde andar. Al desnudo neotrágico son igualmente ajenos los acentos de ternura y parodia levantados por artistas como Lia Rordigues (Encantado, 2023) o como Dave St Pierre (Un peu de tendresse, bordel de merde!, 2008). Hay todavía enfants terribles que, en los extrarradios del eurocentrismo poético, se resisten al empleo masivo del desnudo como “capital discursivo de imagen” y como un ejercicio de indiscreción ideológica inepto para la franqueza que jura reivindicar. Habiendo llamado a colación la Jeune Danse Canadienne, cederé a la tentación de terminar este breve excursus tragicómico o hilarotrágico por la historia reciente del desnudo escénico con un homenaje a otro maestro canadiense. Invitado a hablar de la desnudez, sistemáticamente adoptada en sus creaciones al menos desde 2002, Daniel Léveillé contestó: “Le nu. Pas si simple”. El desnudo. No tan sencillo.
Roberto Fratini
OLIVIER DUBOIS presenta ‘Tragédie, new edit’ al Mercat de les Flors el 23 i 24 març de 2024
Bibliografía:
Giorgio AGAMBEN (2011), Desnudez, Barcelona: Anagrama.
Jean-Marie DOMENACH (1967), Le retour du tragique, Paris: Seuil.
George STEINER (2011), La muerte de la tragedia, Madrid: Siruela.
Oscar TUSQUETS BLANCA (2007), Contra la desnudez, Barcelona: Anagrama.
Michel VAÏS (2012), “Le nu. Pas si simple”, en Jeu. Revue de Théâtre, N. 142 (1), pag. 147-151 https://www.erudit.org/en/journals/jeu/2012-n142-jeu077/66372ac.pdf
Philippe VERRIELE (2006), Danse et Érotisme. La Muse de mauvaise réputation, Boulogne-sur-Mer: Groupe CB.
Links vídeo:
Extracto Anna Halprin, Parades and Changes, 1965
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Fondo imágenes Spencer Tunick, Getty Images