Hilos sueltos aquí y allá. Algunos tapices forraban suelos y paredes. Servían también de ropa de cama y abrigo. Otros cubrían el suelo que se había destinado a los animales. Uno azul, bastante bonito, atravesado por cuerdas naranjas y rojas, se situaba en el centro del salón como adorno, enmarcando también el asiento donde solían colocarse abuelas y madres. Amarrados en lo alto, los más deteriorados, daban sombra; protegían de la lluvia, más bien, en aquella Viena fría e invernal.
(Las telas arañan, por Pedro G. Romero. Del catálogo Adiós al rombo de Teresa Lanceta).