• Facebook
  • Twitter
  • Instagram
  • Youtube

‘En nombre de las sin nombre’, por Roberto Fratini

‘En nombre de las sin nombre’, por Roberto Fratini

“Más nos elevamos, más pequeños parecemos
a quienes no saben volar”

(Friedrich Nietzsche)

“La tua irrequietudine mi fa pensare
agli uccelli di passo che urtano ai fari
nelle sere tempestose:
è una tempesta anche la tua dolcezza
turbina e non appare,
e i suoi riposi sono anche più rari.
Io non so come stremata tu resisti
in questo lago d’indifferenza che è il tuo cuore; forse
ti salva un amuleto che tu tieni
l’esclat d’entusiasme d’una casa de bojos. […] La terra no

(Eugenio Montale, Dora Markus)

Eso que Goethe llamó, no sin torpeza, Ewigweiblichkeit (o Eterno Femenino), Sonoma lo hace detonar en la idea de emancipación como patrimonio arquetípico de lo femenino. Sonoma no es un “descenso hasta las Madres”: es una subida piadosa y airada de aquellas madres desde un enclave del tiempo, ajeno a toda historia – infierno o paraíso – en el que se las confinó. La Veronal añade a su geografía onírica un nuevo nombre de lugar. Sonoma será así, de acuerdo con el idioma indígena, el “valle de la luna”, la llanura fértil de California, bordeada al este por las montañas Mayacama donde, según las creencias indígenas, se resguardaba para descansar el astro húmedo de la noche. O será, de acuerdo con una etimología menos científica y más delirantemente literal, un enclave de confluencia e hibridación entre soma (el cuerpo) y sonum (el sonido). Sonoma: cuerpo del sonido y sonido del cuerpo.

Porque plural, estruendosa, indistinta y femenina es la muchedumbre-decorado de las mímesis, de las encarnaciones, de las representaciones de occidente. Gama danzante y variopinta en cuyos extremos están la multitud lechosa de la “première communion de jeunes filles chlorotiques par un temps de neige” (comunión de niñas cloróticas bajo la nieve) en un famoso monocromo de Alphonse Allais y el terroso tumulto de las hechiceras y beatas en ciertas pinturas negras o caprichos goyescos. Perras, ninfas, brujas, beatas, wilis, cisnes, filles de joie, santas al por mayor, que ninguna iconología ha conseguido pormenorizar: Prostradas al borde de un sepulcro, erguidas debajo de una cruz, eclosionadas alrededor del narrador, las muchachas en flor de Proust son todas ellas una paronomasia – crestas de una única ola, modulaciones de un único fondo -. Tanto era el protagonismo del protagonista (difunto, presa, redentor, diablo, narrador, narrado) que les impuso – o les perdonó – apretarse durante siglos en un horizonte, un margen, un decorado: ser el “ruido de fondo”, la línea de desenfoque, la cenefa de la imagen; ser el río al que llegaba o del que emanaba la sangre del cuento – crucifixiones, masacres, menstruaciones -.

He aquí las “mujeres debajo de la cruz”, limpiando sangre, amortajando salvadores, vistiendo santos, enflorando tallas. He aquí las santas criadas y Verónicas de turno, secando el rostro de Jesús – y patentando sin querer la fotografía analógica de la era cristiana -. He aquí las expertas en escena del crimen, embolsando, malversando, rifándose los despojos de una redención que fue puro kolossal.

Cada tableau de Sonoma será así, a su manera, panel de un retablo del que, por arte de magia, desaparecieron Jesús, el Diablo, el Verbo, el Cura, el punctum, la Star, la vedette de turno. Tras este eclipse sólo queda la furia organizada de la manada cercando frenéticamente la presa imaginaria; la premura geométrica del pelotón de monjas mareando metódicamente en un laberinto de paseos claustrales al esposo ausente, Cristo. La rabia, la revuelta, la plegaria, el mayo parisino de las mujeres. O una obstinada “ronda de mayo”, llena de seducciones cándidas y de entredichos sanguinarios: entre Nausicaa a Tess, entre Midsommar y The Wicker Man. Surrealismo al servicio de la revolución. Porque la sustancia de la maquinaria llamada religión sólo se revela en el accidente llamado blasfemia; y colgar de una promesa de vida eterna significa lidiar con el peor de los usureros. El folclore católico era la tentativa desesperada de burlar al acreedor con la moneda falsa de la devoción, los oropeles del culto, los floripondios supersticiosos, la magia simpática de los ex-votos, el murmullo de los velatorios, el griterío de las matanzas: inmenso “roaratorio” de anónimas y silenciadas, a las que nadie llama, clamando, aclamando y reclamando desde los últimos horizontes del discurso, donde los conatos de palabra se ahogan en el trueno de sus nombres inauditos. Porque el nombre es el sonido al que respondemos mirando de frente hacia el lugar del que procede, el punto desde el que se nos llama, ubicado infaliblemente fuera de la historia y de sus frisos. Porque el nombre es un grito de alarma, desgarro o invocación: Zeus o Zas fue el dios del rayo y el primero de los dioses, porque de todos los ruidos que atemorizaron la fantasía arcaica el del trueno era el más poderoso; y porque ver el rayo y escuchar acto seguido el trueno avalaba la fantasía de que el mismo dios, tras partir el cielo, “se pronunciaba” atronando a la humanidad, sugiriéndole con qué nombre llamarle. Sonoma: Su Nombre.

El léxico danzado de Kova tenía que revelar pronto o tarde su alma femenina, y convertirse en aquelarre de signos: hacer, deshacer, bordar, enredar, exagerar, incluso escarmentar los nombres de la danza, hasta convertirlos en fórmulas mágicas, sílabas de conjuro, consignas, jaculatorias, hechizos.

(de paso) Piensa uno en ese fresco sin mujeres (aparte la Virgen) que es el Entierro del Conde de Orgaz del Greco, donde se agolpa un tropel de hombres adultos y empoderados (caballeros, Grandes de España, prelados, monaguillos, militares); en la suma ironía de presentar las exequias de un cacique como un sucedáneo de apocalipsis, entre rayos y nubes, con la mortaja hundida y el cielo abierto de par en par formando una única vorágine: la liturgia de los poderes masculinos desencajada por una oblicuidad apocalíptica, enfundada, como en una vagina, en el grito del espacio.

Fantasmagórica “serie de Gomorra”, las sin nombre se especializaron (de Ésquilo al Evangelio) en necroculturas y sepulturas, confecciones y confituras: en poner a fermentar todo lo articulado, en devolver a la continuidad lo discontinuo, licuar cualquier solidez. Hacer de Cristo un fiambre y del Verbo encarnado un ruido fue su cometido más sagrado y el mejor de sus sacrilegios. Es femenina la fuerza que desanda el discurso, que reconduce la palabra al nombre, reconduce el nombre al grito, reconduce el grito al sonido, reconduce el sonido al ruido. Sonoma es un viaje que va del Verbo divino a la detonación de un mundo libre en fin de todo dios. Dice en el fondo que el silencio de la historia amamanta aullidos, alaridos, ladridos. Una sublevación permanente, hecha de “guerra y ornamento”. O una revolución al modo surrealista, sin más programa de desprogramar la ceremonia del poder. Buñuel no ignoró el carisma pagano e incluso diabólico de una devoción femenina cuyo credo en lo inmaterial enredaba el misterio de la salvación en un bazar de signos materiales: el anhelo de un más acá desesperadamente terrestre, oprimido todo el tiempo por una bóveda demasiado chata de ángeles, dioses, ideologías, paraísos. La España de Buñuel fue en una especie de Magna Mater Devoradora, poderosa y ambivalente, nodriza e infanticida como una bruja: conocía los usos impropios y arrojadizos de la infancia, de la fecundidad, de la sangre menstrual, del aborto, de la misa, de las liturgias. Tergiversaba libremente ese “pathos del accesorio” que era la sustancia misma de la religiosidad del sur de Europa. Dejando proliferar los signos decorativos y cachivaches folclóricos, un colectivo sin acceso a la locura y a la blasfemia reivindicaba implícitamente la posibilidad de vivir la poesía y sus excesos a través de los mismísimos signos – mundanales, ornamentales, descontrolados, surrealistas avant la lettre – que envolvían las prácticas devocionales.

En la sequedad del paisaje aragonés y en la turgencia sensorial de sus fiestas, de sus danzas, de sus trajes, de sus tics culturales, Buñuel supo entrever los indicios de un parentesco inaudito con la vanguardia. Los elementos de la tradición se le antojaron como jeroglíficos que, a pesar de todo análisis historiográfico, aún esperaban ser interpretados: era suficiente ensamblarlos como heterogeneidades (como cadavres exquis antes del tiempo), alienarlos del continuum de sus culturas respectivas, suspenderlos, ponerlos en epokhé, postergar el juicio y suspender el asenso, para que de pronto se revelaran como escandalosas alegorías de un futuro posible; promesas de una emancipación de los signos y de la sociedad siempre por conquistar. La tradición era bastante más que un problema de sucesiones, procedencias, linajes y prosapias. Presentada bajo el signo de la continuidad por la etnología, fue presentida por el surrealismo como un paradigma de discontinuidad, como el modelo de una revolución posible. Entonces sus objetos y fetiches dejaron de pertenecer a un orden, y empezaron a delinquir como restos de catástrofes olvidadas: en cada colgajo flotante existía siempre una chance de supervivencia para los náufragos de hoy y de mañana.

El paraíso no pasa nunca de moda, porque, perdido como aparenta ser, es al menos perdido para siempre. Sonoma se hizo pensando en este tempestuoso anacronismo del tiempo: intentando sincronizar las imágenes más decrépitas (del culto, del folclore, de la civilización) a las convulsiones presentes de una libertad cada vez menos asequible. Sonoma se imaginó como un repertorio de signos atávicos desplazado al espacio de una sesión fotográfica, de un plató, de un rodaje cinematográfico. Para evocar, quizás, el paradigma de “ensayo y error” que ha vertebrado la historia de las emancipaciones; una secuencia de escenas primarias, de alegorías colectivas, de ensayos desafortunados: el eterno reinicio del complot de los sin nombre. Nos interesaba, quizás, que el epos del poder, el kolossal de la religión y de la ideología se viera asediado en todo momento por la prosa del marco ficcional, de la cenefa tecnológica que sigue permitiendo esa ficción. Nos interesaba ir del reportaje fotográfico sobre la Pasión al polvorín de los tambores de Calanda. Y así pensamos la sintaxis del espectáculo: como la fraseología de una realización cinematográfica, con escenas rodándose en un orden enrevesado, acechada por las membranas inmaculadas de unas pantallas, dispuestas a recoger proyecciones, quimeras, ensoñaciones. Una película siempre por rodar, hecha menos de progresiones que de metamorfosis: de la cruz al tambor, del catolicismo a la revolución; de Cristo a Dionisio; de la palabra a la voz, de la figura al cuerpo, del cuerpo al sonido, del sonido al estruendo.

(de paso) Buñuel supo comprender el imaginario negro y floral de los páramos, la pasión por la momificación de lo vivo, por los brazos incorruptos, por los fetiches de toda clase. Le hubieran gustado las campanas de cristal destinadas a atesorar como reliquias ciertas composiciones bizarras y lúgubres, surrealistas avant la lettre, de flores de cera, trenzas de cabello, abalorios sagrados, etc. Campanas, justamente: amplificadores y, al mismo tiempo, “contenedores” de un sonido. Como si, protegiéndolo del polvo, conservaran la Stimmung, la potencia acústica, el grito silencioso de muerte, guerra y amor enroscado, gestado en las flores, en los cabellos, en los abalorios. Porque lo humano se desfigura en mercancía, o se transfigura en reliquia, fetiche, talismán, tabernáculo, santísima basura. También el lenguaje puede transfigurarse en su propia reliquia: de la humanidad y de su habla sólo queda el aullido; de la crucifixión sólo queda el sollozo. Un grito fósil, entre la Níobe del mito y la Magdalena de Lamento de Niccolò dell’Arca; entre Edvard Munch y Jerzy Skolimowski.

Redescubriendo las temperaturas declamatorias del Sprechchor (o “coro hablado”), la gestualidad de la protesta política, del manifiesto, del j’accuse colectivo, Sonoma da nuevo curso a la utopía de una voz que haga cuerpo con el cuerpo que danza. No ya para armonizar gestos y significados, sino para vislumbrar en el cuerpo un resonador que permita gestar y transfigurar la palabra escrita, desviarla, gesticular su oblicuidad, poner a danzar, a convulsionarse, a florecer su sentido. En Francia los surrealistas españoles navegaron por fuerza o por amor las turbulencias de un paradigma lingüístico ajeno al de su lengua materna; en sus bocas el francés volvió a sonar como un fenómeno plástico, un cuerpo de sonido, un medio fantástico y oscuro.

Porque si la idea de Verbo, de Palabra, de Escritura (y sobre todo de Escrituras) remite a una cosmovisión masculina enteramente vertebrada por obsesiones simbólicas, el misterio de la Voz, la carne de la palabra, la phoné del discurso se asocian en cambio, fatalmente, a un paradigma femenino, somático, placental. Nuestra madre fue antes que nada una frecuencia vocal, escuchada con cada célula a través de una laguna de indeterminación. El sufrimiento musical de cada ser humano procede, diría Pascal Quignard, de ese abismo.

(de paso) La primera mujer del mito, Pandora, no lleva equipaje. Ella misma es la caja de los truenos – caja negra, en fin de cuentas, del desastre de una vida, de una historia entera por venir-. Encierra un grito que no le pertenece, pese a que nada sea más terminantemente suyo que ese grito, gestado durante nueve meses; soltado como un clamor al salir de cuentas. De este alarido en el instante de dar a luz muchas madres jurarán que no lo percibieron, no lo escucharon como realmente suyo; que parir es como desposeerse; y que de ese otro cuerpo de sonido que anidaba en ellas no habían tenido conciencia que sordamente, por las patadas que asestaba, como a un tambor, a las paredes del vientre. Los Titanes, los dioses más arcaicos, porque no consiguiendo venir a la luz “tanteaban” estruendosamente el interior de la Tierra, su madre (Titainontas – los que extienden los brazos-).

Por eso, las profesionales del lamento, las plañideras y figurantas del drama fúnebre, son casi sin excepción mujeres. La antigüedad asignaba al duelo dos posibles salidas sonoras: por un lado el lamento espontáneo o góos, la expresión desorganizada y espasmódica de una aflicción aún no ritualizada, de un dolor casi animal – el fonema gutural de góos, raíz lejana de nuestro “gozar”, remite a esta animalidad y a sus “heridas acústicas” originarias: la convergencia de cuerpo y sonido en un punto 0 de articulación donde se confunden el dolor del parto, de la pérdida y del sexo -; por otro, el lamento organizado o thrênos, artesanal, metódico, repetitivo, modular como el trino de los pájaros y rítmico como la marcha de un convoy – una nana para adormecer el espasmo. La Piedad – el arquetipo de la maternidad drástica de occidente – dice en fin de cuentas que, en el nudo vibracional de cuerpo y grito, ahí donde el duelo “rompe aguas”, se articula todo un saber negativo, una ciencia del duelo o traurige Wissenschaft que las mujeres dominan, en manada, desde tiempos inmemorables. Y dice que el cuerpo femenino es una caja de resonancia. Que las plegarias, quejas, blasfemias, increpaciones y maldiciones son todas modulaciones del grito del alumbramiento y del aullido del luto.

(de paso) Hace un año entramos de pleno en la fase avanzada de la era inmunológica: un mundo en el que las religiones tradicionales (cuya competencia era el tratamiento de la muerte y del nacimiento como misterios, incluso como escándalos, como crímenes cósmicos) han sido sustituidas por el Credo incondicional de la supervivencia biológica. La principal consecuencia de este bache es una absoluta incapacidad de duelo de la colectividad. A los gobiernos no les tiembla el pulso a la hora de prohibir precisamente las manifestaciones de duelo, las ceremonias, los rituales de entierro, el folclore del dolor colectivo. En cambio, fomentan por todos los medios el caudal del sentimentalismo kitsch, en una especie de alianza inaudita entre la omnipotencia de las ciencias positivas (la religión es por definición una ciencia “negativa”) y la demencia del “pensamiento positivo”, creando sus propias supersticiones, sus propios conjuros cantarines y pseudo-mágicos, sus propios exorcismos de sustitución. El acuciante turn over creativo de los internautas de medio mundo ha remplazado sin más la mugre de los viejos rituales y velatorios, el atavismo de las antiguas ceremonias. Pero no ha conseguido mínimamente repetir los logros de la necrocultura tradicional: darle una forma al dolor; integrar la muerte en la cosmovisión; reconciliarse con lo irracional de la vida. Consigue si acaso contraponer al grito del ritual antiguo una especie de musicalización hollywoodiense del miedo; y cambiar las brujas por Mary Poppins. Covid es el nombre más reciente de una catástrofe que la colectividad no sabe llorar porque ha perdido la destreza del lamento organizado. La mascarilla va siendo la mordaza que nos impide hablar (y protestar, dudar, quejarnos): nuestro grito ya ni siquiera sale de una boca abierta. Nuestro sonido ya ni siquiera tiene cuerpo. Nuestra movilización ya ni siquiera tiene danza.

Queda la declamación danzante de las que están más allá del discurso. Crece y crece el redoblar de los tambores, como una vibración de borrasca; y presagia el caos, la traca, el polvorín, la tempestad de arena, un torbellino de fantasmas blancos y ruidos negros. Engullida como un barco por la tempestad que ha suscitado, la voz de las sin nombre sobrevive a pesar de todo, como un susurro: casi una nana a través del estruendo.

Roberto Fratini

LA VERONAL presenta ‘Sonoma’ al Mercat de les Flors del 22 al 25 d’abril de 2021

Links vídeo:

(Extracto – cor. Lindsay Kemp – de Robin Hardy, The Wicker Man, 1973)

(Extracto de Ari Aster, Midsommar, 2019)

https://www.youtube.com/watch?v=PcKm3bC7wV4

(extracto de Céline Sciamma, Portrait de la jeune fille en feu, 2019)

(trailer original, Jerzy Skolimowski, The Shout, 1978)

(trailer Marina Mascarell, Three Times Rebel, 2018)

Links de interés:

http://ubu-mirror.ch/media/text/surrealism/Le-surrealisme-au-service-de-la-revolution-no1.pdf (PDF online, Le surréalisme au service de la révolution, dir. André Bréton, n.1, julio 1930)

https://desinformemonos.org/bunuel-y-los-tambores-de-calanda/ (artículo online, fernando Hijar Sánchez, “Buñuel y los tambores de Calanda”, 18 septiembre 2020)

https://mercatflors.cat/blog/iglesias-de-lo-peor-por-roberto-fratini/ (Roberto Fratini, “Iglesias de lo peor”)

https://mercatflors.cat/blog/pasmosamente-spam-se-nos-rompio-el-amor-de-tanto-usarlo-per-roberto-fratini/ (Roberto Fratini, “Pasmosamente spam. Se nos rompió el amor de tanto usarlo.”)

Bibliografía:

Theodor ADORNO (1951), Minima moralia. Reflexiones desde la vida dañada, Madrid: Akal, 2004.

Luís BUÑUEL (1982), Mi último suspiro, Madrid: Taurus, 2018.

Georges DIDI-HUBERMAN, Desear desobedecer. Lo que nos levanta, vol. 1, Madrid: Abada, 2020.

Pascal QUIGNARD, El odio a la música. Diez pequeños tratados, Barcelona: Andres Bello, 1998.

Jacques, SOULILLOU, Le livre de l’ornement et de la guerre, Paris: Parenthèses, 2003.