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‘De máscaras y rostros’, por Roberto Fratini

‘De máscaras y rostros’, por Roberto Fratini

“Lo sagrado es todo aquello que domina al hombre
Con tanta mayor facilidad en la medida
En que el hombre se cree capaz de dominarlo.”
(René Girard)

La costumbre exegética inaugurada por Friedrich Nietzsche suele reivindicar en Bacchae (Las bacantes) el legado genuino de una antigüedad menos aséptica y reconfortante que la estampa de harmonía editada por los Neoclasicismos: una Grecia más irracional y dinámica, más carnal y violenta. Compartida por buena parte de la tradición moderna, la misma costumbre exegética se antojó además singularmente elocuente para el discurso general de la danza: la lectura harto somera de Nietzsche, efectuada por Isadora Duncan, sentó un vicio ideológico que todavía resiste a cualquier revisión intelectual. Atravesada como era por intensidades rituales y sacrificiales, lógicas “bárbaras” y dinámicas crueles, fue obvio vislumbrar en Bacchae (Las bacantes o Las báquides) el último suspiro – o el estertor terminal – de la tragedia clásica; y atribuirle el patrocinio poético de ese paradigma performativo, orgiástico y comunitario que precisamente a finales del siglo XIX empezaba a acosar, como una tentación irresistible, la cultura occidental: la fantasía “inmunológica” de que los males de la sociedad pidieran a gritos la medicina – vivencial, por no decir accionista ante litteram – de una sudorosa vuelta a lo arcaico. Prestando así a Eurípides esa “nostalgia de barbarie” que era el producto de inquietudes exquisitamente fin de siècle, se pretendió en suma que su última obra maestra fuera un homenaje  intencional e incondicional al ADN sangriento de las poéticas trágicas, y una exhortación generalizada a restaurar los cometidos religiosos del género. Empezaba la obsesión del teatro moderno por el ritual. El resultado fue de mal interpretar Las bacantes como una especie de excepción o enmienda en el conjunto de la producción euripidiana, y de presentar a Eurípides mismo como el más cándido, o como el más arrepentido, de los autores trágicos. La verdad es bastante más compleja: antes que un gesto de devoción ritual, Bacchae había sido un clamoroso ejercicio de ironía cultural; la exégesis occidental no se vio mínimamente alertada por el hecho paradójico de que el último alegato sobre el “dionisismo radical” y los paroxismos de la tragedia fuera precisamente de la mano del menos devoto de los tragediógrafos antiguos: de aquel mismo Eurípides al que tantos atenienses acusaban de haber, por decirlo así,  “aburguesado” el género trágico, convirtiéndolo en un repertorio más o menos escandaloso de anécdotas psicológicas, déficits parentales y aparatosos casos clínicos; apurando y banalizando su sacralidad; difuminando su compacidad estructural e ideológica; transformando sus dioses en efectos especiales (los famosos dei ex machina, llamados a otorgar un happy ending a las situaciones más escabrosas). Presentar el más laico de los trágicos como el adalid de una regresión a formas primitivas y orgiásticas de religiosidad ha sido un candor, quizá falso, de las poéticas modernas. El coletazo poético y conceptual de Bacchae se explica sólo teniendo en cuenta la coyuntura política y cultural de la Atenas de finales del siglo V a.C.. Es cierto que, presentando un apólogo escabroso sobre los poderes regeneradores y purgativos del paroxismo sacrificial y de la unanimidad violenta, sobre la necesidad o fatalidad del desorden social como reacción a los excesos del orden constituido, Bacchae anunciaba (o denunciaba) el crepúsculo del pensamiento mítico y de la cohesión religiosa, ambos arrasados por el rápido ascenso del racionalismo filosófico. Seguramente Eurípides optara por estigmatizar los excesos del pensamiento abstracto; o, en respuesta a un orden societario e intelectual monolítico y marcadamente patriarcal, por reivindicar las ambivalencias de un culto genéticamente femenino, orgánico y concreto: las sinrazones del cuerpo contra las razones del idealismo. Después de todo, estamos hablando del autor de Medea, la tragedia más reivindicada por el feminismo – también la más potencialmente misógina de todos los tiempos-: la boga de la que cierta producción euripidiana fue objeto a comienzos del siglo XX tuvo que ver con aquel ascenso generalizado y poliédrico de lo femenino que vertebró la eclosión de la modernidad, y su revival posmoderno es perfectamente sincrónico al reanudarse del mismo cometido,  y a una fase más aguda de la misma reivindicación.

También es cierto que Eurípides vivió un tiempo de graves desórdenes políticos, de intenso deterioro de las instituciones democráticas y de fuerte aceleración de las mismas lógicas impulsivas y demencias estratégicas que llevarían a las guerras del Peloponeso y a la corrosión definitiva de la hegemonía y prosperidad atenienses en el mapa geopolítico de la clasicidad tardía. Bacchae fue representada póstuma sólo en 404 a.C., en el último año del conflicto. Una parte considerable de la producción euripidiana ofrece reflexiones sobre la toxicidad elevada de los climas sociales en los que una idea muy cínicamente instrumental de democracia otorga a los más listos, ocurrentes y violentos la máscara del prestigio político y el aval del entusiasmo colectivo. Las derivas violentas de toda calaña se gestan con apabullante regularidad en los fervores de la improvisación política. Las bacantes ilustra un caso de suma ambigüedad: ¿Es el desorden una purga necesaria y periódica o es simplemente una fatalidad? ¿Es parte de un equilibrio necesario o expresa simplemente un horrible, invencible apego a la violencia y a las ocasiones que la desatan? ¿De veras a las verdades secundarias, construidas y seguramente ficcionales de la ponderación política, es preferible la sinceridad espontánea y primaria del desorden animal? Que el sueño de la razón genere monstruos es un hecho. Pero nunca sabremos exactamente si los monstruos castigan los excesos de una razón monstruosa o si tan sólo aprovechan las distracciones y cabezaditas de una razón siempre insuficiente. Propiamente trágica es la paradoja que avala ambas verdades. Principalmente porque los monstruos, como sugiere su nombre, no demuestran: muestran. Asimismo, nunca sabremos si la violencia es un efecto secundario o una causa primaria de los desórdenes políticos: si ser fatal la vuelve evidentemente necesaria; y si ser necesaria la vuelve evidentemente útil.

Digresión pop: The Purge (2013) – franquicia cinematográfica de terror que ha recientemente alcanzado su tercera entrega – presenta la circunstancia fanta-política de una noche en la que la violencia homicida puede por decreto ejercerse con impunidad en todo el territorio de EEUU: tal “noche de purga” (edición posmoderna, si se quiere, de lo que fue la “noche de Valpurga” de las ficciones románticas) sería la estratagema gubernamental de una clase política grotescamente neocons (los “Nuevos Padres Fundadores”), convencida de poder encauzar el odio social y los antagonismos políticos gracias a la concesión anual, al conjunto de la población, de una noche entera de “barra libre” para los peores instintos; de este carnaval sangriento la nación saldría cada vez, según los susodichos Padres Fundadores, renovada, purificada y “renacida”; es más, para que la catarsis de las inclinaciones violentas de cada uno coincida con una limpieza del conjunto de la sociedad, el secreto obsceno de una violencia gubernamental que prospera aplastando y precarizando a los más débiles puede contar, en la Purga anual, con la complicidad de incontables ciudadanos de bien, muy dedicados a la hora de exterminar quienes no pueden costearse presidios, bunkers o armas de defensa. La idea de que las catástrofes supongan un atajo imprescindible para la regeneración de la sociedad, y de que a través de sus descontroles y desinhibiciones vuelvan a fluir caudalosas las linfas comunitarias, era una fabulación fascista ya en el tiempo de Eurípides, y procedía de la misma lógica abocada a hacer invocar durante siglos los baños de sangre como “higiene del mundo”. De cualquier color político o utópico, la catastrofología de tintes místicos sirve siempre y sólo intereses siniestros. Por eso mismo, invocados como alternativa a las soluciones y a los formatos tradicionales, los incontables neo-dionisismos que han repuntado en la praxis artística del siglo XX han sido invariablemente el fetiche ideológico o la respuesta poética a coyunturas de absoluta desesperación política: convulsiones cultuales que no han representado nunca una salida pragmática a crisis reales, y que se han hecho eco, si acaso, de la ausencia, verdadera o aparente, de toda salida. Así pues, si Las bacantes desplegó en su tiempo una alegoría transparente de tentaciones regresivas al acecho en la mentalidad ateniense de un tiempo de crisis, y de las catástrofes políticas que aguardaban en esa mentalidad, es porque su autor intuía que los impulsos bárbaros eran la vertiente febril, la psicodelia, la caída hacia adelante de una disfunción estructural del sistema de convivencia, y que su único revulsivo a una ausencia de soluciones reales era ofrecer, cimbreándola, la siniestra ventaja de una disolución irreversible (la “teoría de las catástrofes” halla en la katastrophé trágica la primera y la más elocuente de sus aplicaciones). La ansiedad de matanza es el excedente maldito y afectivo de los cambios políticos: concubina de la mentira, se la llama a producir hechos tan irremediables que parecen verdades; y puesto que, de todas las mentiras, la más incondicional concierne precisamente la necesidad, la inevitabilidad de la violencia que acompaña los cambios codiciados, no puede extrañar que, incluso en el cine comercial, su ejercicio periódico y catártico se presente como una excepción festiva: un carnaval de desenfrenos oscuros, permisividades siniestras y disfraces inquietantes.

Va despistado quien insiste en leer Las bacantes como un apólogo sobre el  enfrentamiento entre el autoritarismo de una institución política viciada por la mentira y el carisma de un gesto visceral de destitución avalado por la verdad. Va también despistado quien concibe el dualismo de los factores apolíneo y dionisíaco como un modelo de equilibrio “saludable”. La verdad es un poco más compleja: un dios hostil, como Dionisos, a toda clase de equilibrio, no se limita a exigir su parte: exige excedencias (o excesos) incalculables; por la misma razón, no apunta a convencer sus adeptos si puede poseerlos; y a conformarse con la mitad de una verdad equilibrada prefiere decididamente revocar cualquier verdad. Este último penchant – humano demasiado humano – lo convierte por supuesto en el más transformista, el más carnavalesco de los dioses: su identidad, si existe tal cosa, es una precesión de metamorfosis y apariencias. Su aspecto, su edad, su naturaleza, su género son literalmente “inciertos”. Al mismísimo Penteo, mientras le embauca para que acorra a fisgonear las orgías nocturnas de las bacantes – con las consecuencias que se saben -, se le antoja como una criatura híbrida, de rasgos fluctuantes y zoomorfos. Si se lo asoció a los placeres del vino y a toda clase de ebriedad sagrada (ieró methos) es porque su aspecto cambiante era la síntesis mítica e intuitiva de la percepción inestable, líquida y distorsionada – un exhilarante metamorfismo del mundo – que la intoxicación brinda a los consumidores de sustancias. El Dionisos de Las bacantes ha venido a fomentar el alborozo orgiásticos del culto para  que se reconozca y ratifique su origen divino; ha venido en suma a reivindicar – como lo haría cualquier gurú – la verdad de un mito. No es casual que mitad de los diálogos de la tragedia traten precisamente de la veracidad y variedad de los cuentos inherentes a su génesis. Y puesto que el mito es por definición una mentira, la embriaguez que Dionisos promete a sus iniciados representa en todos los aspectos la autoevidencia de una mitopoiesis que, a falta de ser demostrada, sólo puede y sólo debe ser monstruosamente vivida. La máscara del dios es el dios mismo. Y de la misma forma que no se da, en Eurípides y en el mundo griego en general, una dicotomía sencilla entre la máscara y el rostro que esconde, tampoco hay dicotomías sencillas o revelaciones elementales en el desorden religioso instaurado por Dionisos: la violencia es el único producto seguro y verdadero, la única certidumbre que aguarda, para verificarla sólo a posteriori, en la incertidumbre sistémica, múltiple y alucinatoria – en la verdad aumentada (o “menguada”) – de la máscara que es.

Impulsada por las tesis de Françoise Frontisi-Ducroux sobre máscara y rostro en la antigüedad,  la hazaña euripidiana de Marlene Monteiro Freitas se articula exactamente alrededor de esta ambigüedad, que le permite, en un tiempo de intensos revivals dionísiacos (todos sintomáticos de un fuerte empeoramiento del statu quo político y discursivo), acercarse al legado de la tragedia sorteando tanto las secularizaciones cool y un poco facilonas de Jan Fabre (Mount Olympus, 2016) como los misticismos drásticos de Olivier Dubois (Trágedie, 2012). Su idea de tragedia no reposa ni en diseños chistosos, ni en desnudos enjundiosos. Leal a un rechazo de todo maniqueísmo en la relación entre el rostro y lo que lo altera, ni siquiera sus máscaras, en Bacantes – Prelúdio para una purga (título portugués), son realmente máscaras: recordarán más bien una especie de attrezzo fisionómico – “plástico fantástico” y cotillón  facial – que deformando el rostro sin ocultarlo llenan de urgencia y de ambivalencia traumática todas sus expresiones; no resultarían tan inquietantes, tan sugerentes, tan religiosas si no fueran a la vez tan festivas, tan slapstick, tan caseras y rebuscadas. Incluso el instrumento fetiche del espectáculo, la trompeta, es por definición el aparato sonoro que deforma el rostro de quien lo toca (o el rostro al que toca).   Monteiro lleva tiempo iniciándonos al misterio grotesco de esta “mascarificación” del rostro y de sus diagramas de músculo y carne. Pocos artistas han sido tan consecuentes con la idea deleuzeana de que el rostro fuera, en resumidas cuentas, una “peli de terror”, un montaje siniestro de superficies y abismos, de plenos y vacíos, de continuidades e interrupciones. Su rostro escénico guarda algo, quizás, de una cultura gestada en los excesos del Carnaval de Mindelo (el de la isla de São Vicente – uno de las singularidades folclóricas de Cabo Verde, patria de la coreógrafa -), donde los signos se derrumban unos sobre otros, donde todas las colisiones saben a paradoja; donde se da – como en cualquier orgía dionisíaca, cualquier fiesta de locos, cualquier sabbath, cualquier noche de excesos, cualquier fiesta chem – la compresión acelerada de la extensión crónica y de la extensión espacial en un “lugar del tiempo” o en un “tiempo del lugar”. Donde, en resumidas cuentas, se colapsan todas las garantías de la distancia; donde contactos, adhesiones y proximidades, son convulsos o no son.

Monteiro evita con cuidado el particularismo implícito en la idea de personaje, y el generalismo implícito en la noción de cuerpo. Al reivindicar la fecundidad de la noción de “figura,” está invocando precisamente este patrón dionisíaco de fractura, yuxtaposición y concreción cambiante: la lógica que en la cultura trágica ponía el diasparagmós (el descuartizamiento de la víctima sacrificial) en el corazón de la comunión mística, es la misma que en Guintche (2010) permitía a Monteiro combinar el patrón mecánico fijo de la parte inferior del cuerpo, empecinada en una furiosa rutina cinética que recordaba ciertos bailes latinoamericanos, con la increíble excursión de muecas y diagramas, con las infinitas intensidades de desfiguración que transitaban por su rostro: enloquecimiento del disco duro de la elocuencia facial; intoxicación del software de la pose gestual y borrachera de la fraseología; inhabilitación de la morfología corpórea al uso. Procedimientos análogos se han dado con insistencia en todos el historial reciente de inspiraciones de Monteiro: pienso en los libres desvaríos morfológicos de la pintura del Bosco y de sus “grillos” – que es como el léxico figurativo medieval definía los monstruos plasmados por combinación de criaturas diferentes  (Paraíso – colecção privada – 2012); pienso en las modulaciones de la idea de “pose” o “posado” del proyecto sobre voguing compartido con Trajal Harrell, Cecilia Bengolea y François Chaignaud ( (M)imosa – 2011); y pienso en las experiencias de Monteiro con Loïc Touzé (La Chance de 2009, y el solo Marlene, enteramente construido sobre su personalidad de intérprete), donde también la línea de trabajo remitía siempre a fenómenos de descomposición y reedición fraseológica.  De mito en mito (del Pigmalión de De Marfim y carne – 2014 al Dionisos de Bacchae) – y haciéndose eco de la convicción de que la lógica mítica se halle enteramente dominada por el principio de la metamorfosis, Monteiro parece retomar la aventura de la des-figuración del cuerpo performativo en el punto en el que la había dejado Meg Stuart (apuntándola en solos memorables como Blanket Lady – 2012 -). Poniendo el rostro en el centro de su programa figural de hibridación, está honrando intuitivamente al parentesco etimológico entre la noción mítica de híbrido , que es el mestizaje figural y potencialmente monstruoso de signos incompatibles, y la noción trágica de hybris, que es la culpa estructural del héroe o de la heroína trágicos – su exceso, su desenfreno, su violencia, su arrogancia (ybrizein es el verbo griego que significa precisamente esto: desenfrenarse, extralimitarse, violar).

Es obvio que la marca rítmica de esta norma de con-tracción de los signos y de las apariencias sea una especie de síntesis somática del fenómeno al que Louis Ferdinand Céline se refirió como “petite musique”: la feroz alegría danzante y transformista de un mundo arrasado “musicalmente”, como por una energía irresistible y mecánica – un tren -, hacia la catástrofe, el descarrilamiento, el sinsentido, la matanza, que será orgásmica o no será. En Bacchae, el Bolero de Ravel – la composición sinfónica más premeditadamente “vulgar” de todos los tiempos, obedece al mismo precepto: delegar a la terca reproducción de un patrón fijo la posibilidad de un climax o de una plétora catártica: es la fórmula mecánica de la sexualidad; es el ñaca-ñaca militaresco de la marcha de las tropas; la seductora y vital chabacanería que, en la Carmen de Bizet, apasionó Nietzsche. Porque el poderío de Dionisos es semiótico por definición: danzado oblicuamente entre la precisión del universo simbólico y las nieblas de universo imaginario, su magisterio no hace signos – los deshace; no conduce – precipita. No es casual que el rasgo más inconfundible de lo semiótico, según Julia Kristeva, sea precisamente la musicalidad: el sino de todo cuanto, desplazando la percepción – y arrastrando a la acción – aplaza la racionalidad del sentido y licua en todo momento, irresistiblemente, el cristal del significado.

Reinvertir los espasmos de la ybris trágica en un patrón espasmódico de hibridación significa rastrear la posibilidad de una salida dancística a la nostalgia trágica, y entroncar por otro con la misma tradición moderna que, en los años 30, empezó a elaborar desde los fueros del surrealismo disidente la idea de que la nueva tragedia sería sobre todo una convulsión de la figura, y de que la abyección sería su tónica. Los dibujos de tema dionisíaco de Masson (del ciclo sobre Orfeo a la colección de los Massacres) ya representaban las bacantes como cuerpos híbridos, siniestramente zoomorfos, y el cuerpo de sus víctimas como una revulsión y convulsión de “vísceras dedálicas” (diría mi amigo, el estudioso Victor Ramírez), de laberintos carnales: entre laberintos se desenvuelve la poética de Edoardo Sanguineti (Laborynthus, 1956), autor de uno de los pocos textos citados en la pieza de Monteiro; y es laberíntica la única coherencia posible del mensaje trágico, porque es de los laberintos invalidar cualquier noción “métrica” de distancia; o porque cualquier pared, en el laberinto, es superficie a la vez interior y exterior del espacio construido.

Si Eurípides todavía podía y debía asignar este festival de dedalismo orgánico y libertades convulsas a la oscuridad de selvas muy alejadas de la civilización, Monteiro parece intuir que, en una civilización como la actual, donde ya la fiesta es permanente, o donde el dionisismo expandido ya es un motivo publicitario, la orgía será diurna, cercana y crípticamente próxima: también el último diafragma, que Eurípides salvaguardaba haciendo del dionisismo un mysterion (y por ende una experiencia reservada a posesos e iniciados) deberá caer ante el imperativo de  contacto incondicional, de proximidad ahogadora impartido por Dionisos: inundada de una luz tan clara que roza la transparencia clínica, la escena casi sin sombra de Bacchae resulta impensablemente angosta o “corta” para una pieza de 13 intérpretes. Literalmente aplastada hacia el público, en una especie de frontalidad implacable, es realmente la epítome espacial del colapso que hemos descrito entre la supuesta profundidad del rostro y la supuestas superficialidad de la máscara que lo (des)cubre: escena-pared que constituye en sentido propio una apostrophé: la apostrophé era la condición de todo aquello que, en la antigüedad, se quería figurar como frontal porque sólo esta frontalidad y sobreexposición (o pro-stitución) marcaba a la vez su disponibilidad y exclusión, su asequibilidad y alteridad. Con sus saturaciones a veces inabarcables (de cuerpos, acciones, sonidos, imágenes, objetos), Bacchae ofrece el espectáculo de una deriva tan visible, tan totalmente desplegada y “descuadernada”, tan cercana que resulta paradójicamente ajena y “cegadora”: una tóxica claridad de todo. ¿Acaso no late, en el corazón del dionisismo, este mismo oxímoron de una evidencia aniquiladora? La madre de Dionisos, Semele, fue incinerada por la aparición cegadora de Zeus cuando se le mostró en la intolerable verdad de su omnipotencia divina. El Dionisos de Eurípides viene a reivindicar este pedigrí olímpico: a pretender que se le reconozca como el hijo de una evidencia tan absoluta, tan inabarcable que su sentido excluía la posibilidad de ser contado.

Es cierto que este “diafragma del acontecer” que es la escena comprimida y alargada de Bacchae puede recordar la escasa profundidad de la skené antigua (lo que fue el “ lugar de sombras” – el escenario por el que aparecían enmascarados los protagonistas trágico), la superficialidad programática de los frisos o de la pintura de vasos, donde el escorzo quedaba prácticamente abolido, porque sus figuras son siempre de perfil o de cara. Ahora bien, adaptada al clima de la posmodernidad y de su demencia estructural, la misma superficialidad encarna la paradoja espacial que nos hemos acostumbrado a llamar interfaz : sugiere que el nuevo régimen de la representación ha sobre todo invalidad la antigua dicotomía entre lo visible y lo oculto; que el transformismo de la superficie ha desbancado para siempre el mito de la verdad. Interfaz es la superficie incondicionalmente brillante de la pantalla que “resuelve” en ilusiones virtuales de claridad operativa y manipulable la incalculable complejidad de las operaciones algorítmicas que le permiten emerger. Si estructuralmente la interfaz es un orden emergente del caos de los datos, es porque vehicula la impresión natural de un desorden surgido de infalibles procesamientos matemáticos subyacentes. Las pantallas nos brindan a diario el fenómeno, que es todavía técnicamente (o tecnológicamente) trágico, de una confusión esencial entre necesidad y casualidad, entre caso y destino.

Es en las interfaces, compulsadas a destajo por las digitaciones de una humanidad sentada, donde se despliega el teatro cotidiano de las derivas pulsionales de sus usuarios y adictos, hecho de tiranías particulares, imperios solitarios y abyecciones al uso: en la red cohabitan, se expanden y colisionan los continentes oscuros y regresivos, los “corazones de las tinieblas”, las  selvas oscuras y ceremonias orgiásticas de cada uno. Tragedia ridícula, y receta del neocinismo, es precisamente la fractura ya irremediable entre los medios calculadores y lo incalculable de los efectos. Ese “espíritu de la música” que pasmaba Nietzsche se ha convertido en la infinita capacidad de desinhibición, en la música espontánea, adictiva y des-compuesta que nos permiten exudar sedentariamente unos instrumentos cuyas mecánicas avasalladoras nos quedan totalmente desconocidas. Como un Dionisos venido a menos, con su interfaz festiva, gozosa, hipnótica, el dispositivo nos posee: fingiendo emanciparnos, nos sujeta; fingiendo endiosarnos nos bestializa. La secuencia de Bacchae en la que los intérpretes devanan su música somática detrás de unos atriles que no sujetan ninguna partitura ilustra con singular eficacia la ley del nuevo paroxismo, el diagrama de nuestra ebriedad sentada. De aquí que los mismos atriles se conviertan en verdaderos coleópteros geométricos; aparatos sujetos a su vez a mil metamorfosis, hibridaciones, articulaciones, muecas mecánicas. Monteiro es una insuperable coreógrafa de rostros porque percibe que la ybris genuina de la posmodernidad hiperconectada es haber asentado una convivencia paradójica de “facialidad” y descaro, de aclamación y ocultación, de glorias efímeras y vergüenzas duraderas.

Bacchae logra así escenificar las rutinas y derivas de una verdadera interfaz performativa: círculo infinito en el que orden y caos, sagrado y abyecto no son entidades estables, sino gradientes o estadios de indefinición que se vuelcan el uno en el otro casi por saltos, como simplificaciones abruptas, como orgasmos, como emergencias incontrolables, como sangrías del sentido. Secreción del rostro, la máscara no es sólo alternativamente abyecta y divina – es abyecta porque es “divina”. El dionisismo es drag. Rita Natalio ha hablado en propósito de “spiralled dualism” (dualismo en espiral). Por eso mismo, pese a que en la sobrecogedora generosidad de sus dos horas y media de duración, Bacchae regale momentos de extraordinario descontrol, no hay nada en su desorden que no esté calculado milimétricamente, que no emerja a su vez de un impecable orden coreográfico. Tal vez sea un reflejo del imprinting “belga” de Marlene Monteiro: una ciencia coreográfica de la modulación amoldada aquí a la tarea de realizar una especie de pulverización o atomización (de nuevo, un diasparagmós ) de los diagramas gestuales. En ningún momento, sin embargo, esta labor de hipersegmentación se hace simplemente eco de una idea tecnológica de cuerpo (como ocurre en el hip hop), o de una confianza en los poderes poéticos de la geometría (como ocurre en el minimalismo de cariz keersmaekeriano). El movimiento, en Bacchae, recuerda más bien una especie de mickey-mousing orgánico: el frenesí tragicómico y torpemente musical de las figuras sin espesor que pueblan el universo del cine de animación. Habla de una eufórica, desesperada pérdida de espesor. Y de los dibujitos desalmados en los que nos hemos convertidos a fuerza de ver el mundo como un dibujo animado. No hay nada más desolador que la comicidad de nuestros cuerpos arrasados por mil automatismos catárticos y festivos. El resultado escénico, para Monteiro, es un carrusel embriagador de detritos gestuales y citas culturales, una acelerada, multifacética sinfonía de memes, enteramente supeditada a la ley del contagio mimético, de la propagación viral. Después de todo, la “escalada mimética” es el patrón que rige, según René Girard, los mecanismos que llevan a la violencia sacrificial. Desatando este repertorio infinito y viral de automatismos gestuales, Bacchae consigue vehicular la impresión de una identidad colectiva intoxicada y difusa, controvertidamente dividual, porque ha disuelto los pegamentos de la individualidad, pero no consigue configurar una comunidad más que virtual. De este grupo humano acelerado por la música contagiosa de la acción no sabremos nunca si su enthousiasmos, su estado de posesión voluntaria o adorcismo, lo hace efectivamente divino o se limita a convertirlo en una deyección: si, de la purga trágica que oficia, es finalmente el sujeto o el objeto.

De deyecciones, efectivamente, va el núcleo de la poética trágica: escenificando culpas tan absolutas a priori que en un cierto sentido sus responsables podían decirse, a posteriori, las víctimas inocentes de una maquinación divina (es el caso, proverbial, de Edipo), los griegos, en el fondo, daban razón – o exponían la sinrazón – de una culpa estructural que todos tenemos por el simple hecho de haber nacido, ya que todos, sin excepción, la expiamos muriendo. La lectura de Monteiro se encoge alrededor del mismo misterio: hay algo animal (y por ende una hibridación casi insoportable entre lo humano y lo animal) en el acto del alumbramiento, tanto para quien da la vida como para quien la recibe: parir es en el fondo “purgarse”, expulsándola, de una impuridad radical. Dar la vida y recibirla son asuntos sangrientos de inculpación  y exculpación. La misma deyección que nos entrega al mundo y que nos entrega un mundo, crea deudas imposibles de pagar, e infracciones imposibles de enmendar. En el momento más silencioso de Bacchae la proyección en escorzo del documental sobre alumbramiento de Kazuo Hara, donde una mujer, tras parir sin ayuda, se demora antes de recoger y reconocer el hijo al que acaba de expulsar, habla de la misma paradoja: de la promesa violenta de rescate inscrita en la impuridad de nuestros inicios; y de cómo la misma impuridad, la misma violencia, la misma deyección de sangre y humores, la misma pasión por las vísceras y sus laberintos vuelve a tentarnos siempre que, individuos y comunidades, nos morimos del deseo brutalmente irracional de renacer.

MARLENE MONTEIRO FREITAS presenta ‘Bacantes – Preludio para una purga’ en el Mercat de les Flors del 25 al 27 de enero

Bibliografía:

Belén ALTUNA, Una historia moral del rostro, Pre-textos, 2010.

Eric ROBERTSON DODDS, Los griegos y lo irracional, Alianza, 2003.

Hal FOSTER, Belleza compulsiva, Adriana Hidalgo Editora, 2008.

Françoise FRONTISI-DUCROUX, Du masque au visage: aspects de l’identité en Grèce ancienne, Flammarion, 1995.

René GIRARD, La violencia y lo sagrado, Anagrama, 2005.

Victor RAMÍREZ, “Naturalezas surrealistas: rituales, orgasmos, hibridaciones identitarias”, en VVAA., Naturalezas mutantes. Del Bosco al bioarte, Sans Soleil, 2017.

Martine SEGALEN, Rites et rituels contemporains, Nathan, 1998.

Jean-Pierre VERNANT, Françoise FRONTISI-DUCROUX, “Figuras de la máscara en la Antigua Grecia”, en J.P. Vernant & P. Vidal-Naquet, Mito y tragedia en la Grecia antigua, Paidós, 2002, Vol. II, pp. 30-45.

 

Links vídeo:

https://vimeo.com/34467091 (Extracto Loïc TOUZÉ, Marlene, 2011)

https://www.youtube.com/watch?v=GX2eeg1pTjY (Extracto y entrevista Marlene MONTEIRO FREITAS, Guintche, 2010)

https://www.youtube.com/watch?v=1HbYR_EXpQw (Extracto Marlene MONTEIRO FREITAS, De marfim e carne, 2015)

https://www.youtube.com/watch?v=ArfLqLLiYM0 (Reportaje y extracto, Alex RIGOLA, Tragèdia, 2011)

https://www.youtube.com/watch?v=EEhgBBAahAQ (Teaser Olivier DUBOIS, Tragédie, 2012)

https://www.youtube.com/watch?v=coBp2bc7XkA (Extracto Jan FABRE, Mount Olympus – To Glorify the Cult of Tragedy, 2016)

https://www.elmundo.es/andalucia/2016/03/07/56dc8a97e2704ed10e8b4598.html (Extracto Jan FABRE, Mount Olympus – To Glorify the Cult of Tragedy, 2016)